Autor: Alberto Jodrá Marcos.

Los pasos de Verónica suenan en el camino de entrada con una indecisión desacostumbrada. La verja está abierta, los cerezos japoneses han sido maltratados por el viento y las rosas hace días que no reciben una gota de agua. Estos detalles de jardinería la inquietan, y se cuestiona una vez más la decisión de regresar a la casa que abandonó de un portazo hace ya tres semanas. Lo ha pensado mucho durante los últimos dos días, cuando ha tomado conciencia de los sucesos que se avecinaban y el sentido de la responsabilidad, maldito sea donde quiera que esté implantado, se ha ido apoderando de su espíritu gris y resignado. Se había prometido desaparecer de allí para siempre, pero han bastado dos noches de vigilia, deslumbrada por la luna creciente que iba llenando el negro espacio recortado en su ventana, para que su determinación se desplomase y se viera de nuevo atrapada en ese bucle en que se ha convertido su vida. Hoy sabe que no podrá cerrar los ojos y poner ciudades de por medio, sino que siempre, esté donde esté, se sentirá parte de las desgracias por venir.

No precisa del leve temblor en la cortina para saber que Federico está ahí, observándola como un cazador al acecho de cuántas vidas aparezcan a su paso. Tiene un oído privilegiado que le permite anticipar los gestos del contrario y maniobrar con ventaja, desconfiar, anticiparse en la huida y también en las dentelladas. Todavía no ha puesto Verónica un pie en el peldaño de madera y la puerta se abre, invitándola a proseguir en su descenso a los infiernos.

«No esperaba que vinieras» dice el hombre que ocupa el umbral. Tiene un aspecto enfermizo, desaseado, la barba ensombreciéndole el rostro y las ojeras profundas como una máscara atornillada al contorno de sus ojos.

«Y yo no esperaba venir» responde Verónica con aires de derrota, envarada en el primer escalón de acceso y guardando una distancia prudente, «así que estamos los dos igual de decepcionados. Me alegro al menos de haberte sorprendido, significa que no me conoces tan bien como presumes»

«Yo no estoy decepcionado, en absoluto. Sorprendido sí, lo reconozco, pero encantado de que estés aquí. Te echaba de menos…»

«¿Me dejas pasar?» ataja Verónica con impaciencia. «Me vendría bien un café cargado, no he pegado ojo en varias noches»

Los dos entran en la casa como púgiles que pisan el cuadrilátero donde minutos después, medidas las distancias y la calidad del adversario, disputarán un rincón a puñetazos. Verónica elude mirar a su alrededor, sabe que aquí y allá encontrará rastros que anuncian la próxima crisis y no quiere perder los nervios. Después de seis años sirviendo al demonio, es fácil anticipar el momento en que la bestia rasgará la piel del hombre que la envuelve y se iniciará la cacería. Los primeros signos de esa transformación ya forman parte de la expresión de Federico, y con toda certeza habrá libros desguazados por toda la casa y páginas arrancadas que alfombran los suelos. El trastorno del hombre que la acompaña se hace aún más evidente en la cocina, donde los libros acuchillados se entremezclan con la comida fermentada en platos sucios que se amontonan por todas partes.

«Nunca entendí que esto comience siempre por los libros» susurra Verónica, sirviéndose el café junto a Los abrazos de Galeano hechos pedazos. «Me intriga ese estallido inicial de odio hacia algo que en realidad te mantiene con vida. Si no fuese por tus clases y tu pasión por la enseñanza, hace años que hubieses perdido el juicio»

«Quizás sea precisamente por eso» responde Federico, erguido como una sombra a espaldas de ella. «No son los libros, sino yo mismo quien está roto en estas páginas. Es a mí a quien reprocho seguir viviendo. Además, no son ellos los que me mantienen con vida. Eres tú, y a ti nunca te haría daño»

Federico ha posado sus manos en los hombros de Verónica, apropiándose de ese espacio como un asalto previo a la conquista de un cuerpo que nunca ha dejado de ser suyo. Pero Verónica se rebela, sabe que no podrá defenderse si le concede esta ventaja, y se gira con un gesto brusco que termina por diseminar Los abrazos de Galeano a sus pies.

«El dolor que tú me produces es de otra naturaleza» responde irritada, y se aparta con la necesidad urgente de encontrarse en cualquier otro lugar del mundo. Pero está aquí, a tres baldosas del hombre que ha enclaustrado su vida en un laberinto del que sólo hay una manera de salir. Eso lo ha comprendido esta pasada noche, mirando entre lágrimas esa luna que llenaba su ventana.

«Y sin embargo has venido» insiste Federico en ganar terreno, «he rezado para que fuera así pero no tenía ninguna esperanza. Te estoy muy agradecido, no sólo por hoy, sino por todos estos años. Sé que has pasado un infierno…»

Verónica se aguanta las ganas de llorar, se tambalea pero resiste, ayudada por la certeza de que no tendrá otra oportunidad para poner fin a estas miserias. Será hoy o nunca, ella lo sabe, pero todavía no se ha decidido por uno de estos dos caminos. Tendrá que esperar al instante en que escoger no sea ya una opción, sino un mandato dictado en sus tripas.

«Imaginemos que no he venido» sugiere, hay una sonrisa triste en sus labios que se refleja en la ventana de la cocina y devuelve una mueca insoportable. «¿Qué ibas a hacer?»

«No lo sé, de verdad. No he dejado de pensar en ello desde que te fuiste. Suena egoísta, pero dependo de ti para sobrevivir»

«Querrás decir para que otros sobrevivan. No te equivoques, no estoy aquí por ti. Ese vínculo se rompió hace mucho tiempo, por eso me marché. El caso es que no he podido ir muy lejos, ya ves. He vuelto porque no puedo vivir con el peso de los crímenes que vas a cometer. Me angustia el daño que harás sin mí»

Federico se calla, acobardado por los sentimientos de culpa que sólo ella sabe provocar. Con un gesto absorto se contempla las manos en vilo, ensimismado en las líneas cruzadas que recorren su piel. Verónica se lleva la taza de café a los labios y le mira en silencio, reconociendo los cambios que avanzan siempre en el mismo orden, de los ojos hundidos al mentón desencajado, de los dedos hinchados a los hombros desplazados, del cuello rígido a la respiración impaciente y el corazón lleno de sangre.

«He bajado tres veces al sótano» dice Federico, la mirada fija en esas manos que ya no parecen suyas, «pero la tentación de dejarme llevar es tan fuerte… Ahora, antes de que tú llegaras, quería bajar de nuevo pero no encontraba las fuerzas para hacerlo solo. No puedo luchar con esto si tú no estás conmigo…»

Verónica se acaba el café y pega el rostro a la ventana. El sol desciende y la sombra de los cerezos se alarga, anunciando la llegada de una noche cálida y luminosa.

«Vamos» dice por fin, «no tenemos mucho tiempo. Nunca nos hemos retrasado, no vayamos a hacerlo ahora. Ya no tendría ánimos para interponerme en tu camino»

Salen de la cocina pisando las hojas arrancadas de los libros que Federico ha de comprar una vez tras otra a lo largo de su vida, y descienden la escalera que conduce al sótano excavado en las entrañas de la casa. Las últimas luces se filtran por el ventanal a pie de calle, iluminando el polvo en suspensión y los muros vacíos de muebles. Federico, aquejado de temblores, se deja guiar hasta una esquina y se sienta en el suelo, la espalda apoyada contra la pared y el cuello estirado como una iguana que sigue atenta el movimiento circular del sol. Verónica se inclina y extiende unas cadenas ancladas al muro. Con la frialdad de una liturgia repetida en demasiadas ocasiones, comprueba el estado de los eslabones, extiende con una brocha una capa de aceite en los tobillos y muñecas de Federico y le ajusta las argollas una a una, asegurándose de que deja la holgura suficiente para la inflamación de los músculos y el crecimiento súbito del cuerpo.

«¿Te quedarás mañana?» pregunta Federico, dejándose amarrar con una expresión resignada. «Quédate por favor, no tiene sentido que vengas sólo para esto. Te necesito conmigo cada día, no sólo una noche al mes»

Verónica se levanta, se retira dos pasos y se sienta en una silla que coloca frente a Federico, bajo el ventanal que permite seguir el transcurrir del tiempo.

«¿Sabes lo que llegué a pensar ayer? Me imaginé que, desesperado, le confesabas todo a una de esas jóvenes alumnas que tanto te admiran y la convencías para aceptar esta servidumbre. Una idiota enamorada es capaz de todo, bien lo sé yo, que he estado esclavizada a tus demonios durante seis largos años. Pero claro, no era más que una ilusión estúpida, nunca te confesarías así. Tu vida ha sido siempre una fachada y eso no va a cambiar ahora. Al contrario, estoy segura de que has gozado con la posibilidad de que yo no viniera hoy y tuvieses por fin una excusa para ser tú mismo otra vez, libre después de tanto tiempo de esas cadenas que han salvado tantas vidas. No me mires así, no te he dejado por esas aventuras absurdas con tus estudiantes. Me marché porque no podía vivir este horror durante el resto de mi vida. Pero fíjate, aquí estamos de nuevo, tú atado a la pared y yo sentada en mi silla de siempre, esperando a que la bestia llegue, luche toda la noche por liberarse y termine por regresar a la guarida remota de tu alma sin satisfacer sus ansias de sangre»

«No has contestado a mi pregunta» insiste Federico, las palabras masticadas con dificultad en sus mandíbulas poblándose de dientes. «¿Te quedarás mañana?»

Verónica se aferra a la silla, la transformación ha comenzado y no consigue, a pesar de vivir este momento en tantas ocasiones, que sus tripas contengan el vómito. Las manos de Federico se estiran, las uñas se abren paso en las yemas de los dedos y se atornillan al suelo por efecto de las convulsiones que siguen a la aparición dominante de la luna llena en el ventanal del sótano. Su esqueleto se descompone, los tendones y tejidos se expanden y todas las piezas se encajan de nuevo en una criatura enorme e inflamada. El cabello se alarga como racimos de algas, el ruido de vísceras y huesos que se ajustan se entremezcla con los aullidos de dolor que brotan de su garganta, y los ojos verdes de Federico se oscurecen de sangre y de furia enloquecida.

Verónica se limpia el vómito y percibe que, en ese preciso instante, ha sorteado sus dudas y tiene ya una decisión tomada. Ajena a los perdigonazos de saliva que llueven sobre ella, se acerca al monstruo encadenado, levanta el revólver que siempre tiene a mano y apunta cuidadosa entre los ojos, indiferente a la bestia que muestra su cólera a dentelladas.

Autor: Alberto Jodra Marcos.

Zaragoza, 1971.

Desde 2004 trabaja en ayuda humanitaria como responsable de operaciones y de logística con la organización internacional Médicos sin Fronteras, empleado en diferentes países como Sudán, Etiopía, Mozambique, Níger, Filipinas, Colombia, Ecuador, Haití, Zimbabue y Chad. Actualmente está en Camerún.

En 2013 fue galardonado con el PREMIO TIFLOS de novela por El aroma de la pólvora, publicada por Edhasa Castalia.

En 2015 fue galardonado con el PREMIO ATARRABIA de relato por Justicia Poética.


GRACIAS POR ACEPTAR nuestras cookies, son simplemente para las estadísticas de visitas en Google.

Ver política de cookies
 
ACEPTAR

Aviso de cookies
Ir al contenido