Era primavera y feliz. Ahuyentaba las hormigas de su falda negra con un abanico hecho de plumas y pétalos de mandrágora, mientras bebía a pequeños sorbos el zumo de frutas que le trajo el hijo primogénito del infortunio. Le gustaba contemplar la caída de la tarde sobre las aguas del Turia, sentada en el sillón de mimbre que heredó, igual que la casa en otro tiempo, el jardín o la poca suerte. Cuanto la rodeaba había pertenecido alguna vez a otra persona. A veces le entristecía, pero, a menudo, creía sentir las manos de los objetos acariciándola y escuchar las voces de sus antepasados contándole historias de aquellos parajes enjutos y secos.

Podía ser verano y asustarse, tener miedo del sol y de los animales; esconderse en su habitación sola, tarde tras tarde, con el único propósito de confeccionar inútiles encajes que ya no interesaban a nadie. Por la mañana, todo el calor de las horas perdidas sobre el campo le abrasaba la piel y eran sus huellas la señal inequívoca del abandono de una tierra vaciada. Solo disminuía el dolor cuando esperaba pacientemente el desmayo suicida de alguna estrella fugaz frente a su ventana. Entonces abría la caja azul de los deseos y sacaba uno cualquiera, como cuando era niña, mientras pensaba que esa noche no había tenido suerte en la extracción y que quizá otro día.

Había sido otoño y derrotada. Solía caminar con la ausencia de unos labios admirando el crepúsculo. Llevaba entre las manos pequeñas, arrugadas y escrupulosamente limpias, un libro negro de palabras antiguas. Repetía un nombre y era el eco de su salmo un puñal que surgía del aire hiriéndola a muerte. Le encantaban las hojas alfombrando la tierra y abrigándola; el sonido del viento al moverlas de sitio y amontonarlas un poco más allá para luego volver a dispersarlas.

Como en invierno y silencio, la pereza de sus huesos helados y eternamente yermos, no era sino el comienzo de la metamorfosis. Se había despojado de las plumas y los pétalos de mandrágora, aunque solo por su estricta obediencia a la nieve caída sobre la claraboya del granero. Leía un pedazo de papel a contraluz mientras se desvanecía la cordura de las piedras. Nunca fue capaz de comprender el evidente valor de las proezas. Era prisionera en una guerra que no le interesaba y sin embargo, en otro tiempo había luchado ferozmente en las trincheras.

Había sido primavera y feliz, aunque, tal vez, todavía a su manera lo fuera. Unas pocas palabras volvían a perfumar sus caídos senos con violetas, mientras oía cerca, muy cerca, el trino de algún mirlo enamorado.

Todo podía ser en ese tiempo inmaculado y etéreo que sobrevuela el vacío del recuerdo. Olvidar la realidad que aguijonea en los ojos, devora y encadena los pasos que desean únicamente sobrevivir y ser flor en el páramo.

Era, únicamente, el momento y esperar.


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