Por Santiago Sancho Vallestín

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Su casa estaba en el centro de la ciudad, al final de una ancha avenida que concluía en la plaza que lleva el nombre de la región; plaza rodeada de chalets y un gran monumento al Justiciazgo. Hasta los once años fue a un colegio de religiosos cercano a su domicilio: una construcción singular con grandes ventanales y un hermoso patio de recreo en el que había dos cipreses cuya altura sobrepasaba al edificio. A los doce años, al comenzar segundo de bachillerato, le trasladaron -sin saber por qué- a un colegio de seglares situado al lado del Mercado Central de la ciudad, cercano a las murallas romanas; un colegio completamente distinto en cuanto a instalaciones -un caserón envejecido-, al alumnado -enseñanza mixta-, y un internado en donde convivían alumnos de diez a veinte años con un profesorado muy heterogéneo. Su director, catedrático de latín, era amigo de sus padres.

En el colegio religioso los alumnos externos iban uniformados y hasta llevaban corbata; los internos oían misa antes de empezar las clases y los externos pasaban por la capilla al marcharse a casa por la tarde. En el nuevo colegio, tanto los chicos como las chicas vestían anárquicamente; sin embargo, nadie esquivaba la amistad ni miraba altivamente al compañero de curso. El cambio fue tan brutal que le costó bastante adaptarse. Y fue en el recreo, un pequeño solar cercano al río Ebro, cuando vio a un alumno de su curso amedrentar con el puño cerrado a un chico del curso inferior. Lo miró detenidamente, aunque asustado, y le dijo con voz temblorosa:

-Déjalo tranquilo. Métete con los mayores.

Su mirada amenazante atravesó su cuerpo. Luego, con gesto rabioso le soltó brutalmente:

-¡Cállate mocoso, que eres un borde expósito!

Tenía doce años y aquellas palabras desconocidas le sonaron cruel y groseramente en sus oídos. Cuando volvió a casa miró en el diccionario que su padre tenía en su despacho de abogado y   buscó nervioso dichos vocablos.

La palabra “borde” tenía dos significados: lo que está a la orilla de alguna cosa y el hijo nacido fuera del matrimonio. Buscó luego “expósito” y leyó: Se llama de esta manera al recién nacido que es abandonado o confiado a un establecimiento benéfico.

No entendía muy bien lo que aquello significaba dedicado a su persona, pero le creó cierta inquietud preguntándose si sus padres no serían sus padres y él era un niño de los que en la guerra quedaron huérfanos y ellos le adoptaron. Había nacido en 1936 y sabía que una gran enfrentamiento dividió a España en dos bandos causando miles de víctimas. Durante unos días estuvo intranquilo y triste. No se atrevía a preguntar a sus padres la verdad de su origen porque creía que lo que le dijo en el recreo aquel compañero matón fue por tenerle envidia; en clase él sacaba buenas notas y los profesores alababan su dedicación al estudio, asunto que él nunca conseguía. Sin embargo, contemplando detenidamente una fotografía familiar que su padre tenía en la mesa del despacho, descubrió que su pelo era castaño claro y el de sus padres bastante oscuro. Entonces no pensó en aquella diferencia y el tema quedó olvidado. No obstante, pasado un tiempo las dudas le volvieron a atormentar.

Fue en sexto de bachillerato, en la clase de Ciencias Naturales. El profesor, al explicar las leyes de Mendel sobre la herencia genética, les habló de genes dominantes y recesivos; fue entonces cuando las palabras borde y expósito volvieron de nuevo a su cerebro. Y la pesadilla se acentuó cuando puso el ejemplo de unos padres que tuviesen el pelo negro afirmando que el descendiente de la primera generación lo tendría también negro; la fotografía de sus padres volvió a inquietarle. Pasados unos días su abatimiento era tan palpable que su madre, preocupada, le preguntó qué le pasaba. No pudo remediarlo y la miró con cierto desafío. Ella, asustada, lo estrechó entre sus brazos con el cariño que siempre lo hacía y le dijo:

– A ver qué le pasa a mi hijo. Ya se ha hecho hombre y su mirada creo que encierra preocupaciones.

Con los ojos humedecidos y la voz entrecortada le explicó que en el colegio, hacía cinco años, le llamó un compañero con dos palabras que entonces no entendía muy bien y que ahora, al estudiar en Ciencias las leyes de la genética, le estaban martirizando. Su madre, contrariada, puso un gesto de sorpresa al mismo tiempo que le preguntó:

– Pero, qué te dijo.

– Me gritó delante de otros compañeros que yo era un niño borde y expósito.

-¿Tú sabes el significado de esas palabras?

Le explicó que lo sabía y estaba confundido. Sacando fuerzas escondidas se atrevió a preguntarle si ella era su verdadera madre. Sorprendida retiró sus brazos de su cuerpo, su cara enrojeció y sus manos parecían temblar; luego, algo más relajada, le preguntó por qué pensaba esa posibilidad. Con cierta vergüenza y temor le contestó:

– Hace tiempo que lo consideré al contemplar la fotografía que el papá tiene en su despacho; mirándola detenidamente descubrí que mi pelo era castaño claro y el vuestro negro. Entonces no le di importancia, pero ahora sé que según las leyes de la genética esa posibilidad no puede darse; lo explicó el profesor de Ciencias Naturales en la clase de la semana pasada.

-¿Y no le has preguntado al profesor que en ocasiones hay genes recesivos que pueden aparecer de nuevo volviéndose dominantes?

-Qué quieres decir. No te entiendo.

-Mi padre tenía el pelo negro y mi madre rubio castaño. Yo nací con el pelo oscuro, pero si te fijas bien es mucho más claro que el de mi padre. Si tú lo tienes castaño es debido a que el gen de tu abuela se ha manifestado en ti.

La explicación no le pareció bastante convincente pero al menos le tranquilizó. Lo que le sorprendió fue que su madre, licenciada en Historia, supiese las leyes de Mendel mejor que él que las acababa de estudiar.

Pasados treinta años, recién estrenada la democracia en España, sus padres fallecieron en un accidente de coche sin haber podido disfrutarla. Él seguía soltero. Sus inesperadas muertes le dejaron abatido y desorientado. Cuando acudió al notario para conocer el testamento que ellos realizaron, le dio también un sobre lacrado en el que ponía: “Entregar a nuestro hijo cuando sus padres hayan fallecido”.

En su interior había una carta explicando todo lo referente a su origen. Sus verdaderos padres habían sido encarcelados y sentenciados a muerte en plena Guerra Civil en un juicio sumarísimo en el que no pudieron defenderse. Les acusaron de rojos republicanos y por prestar refugio domiciliario a un importante dirigente sindical de la ciudad. Sus padres adoptivos, amigos íntimos de los verdaderos, le recogieron con dos años de edad y le criaron y educaron con todo el cariño; mas ellos nuca le hablaron de lo sucedido. En la carta no le explicaban dónde podían estar enterrados.

Veinte años después, una editorial zaragozana publicó un libro titulado Fusilados en Zaragoza. Era la transcripción de un diario escrito por un padre capuchino que ejerció de capellán en la cárcel de la ciudad durante la Guerra Civil y en los años posteriores. Él, como buen samaritano, dio ayuda espiritual a todos los condenados que se lo pedían e informaba a los familiares de lo ocurrido porque muchos de ellos no se enteraban de los trágicos hechos. Diario duro y estremecedor en donde se cuenta también el fusilamiento de mujeres embarazadas y de madres a quienes los guardias arrebataban a sus niños de pecho que ellas defendían con todas sus fueras. Niños que luego entregaban a monjas para que buscaran familias que los adoptaran. En el libro aparece una impresionante lista de personas que desaparecieron sin que sus familiares tuvieran conocimiento. En esa macabro listado pudo leer el nombre de sus padres entre los fusilados en las tapias del cementerio un mes de agosto de 1937. Los cadáveres, cuenta con mucho dramatismo y misericordia el capellán, tras recibir en la nuca el tiro de gracia, eran arrojados y amontonados en zanjas a modo de fosas comunes perdiendo así su identidad y la posibilidad de que sus familiares pudieran conocer su paradero.

Al día de hoy, nuestro personaje, con su cuerpo labrado de arrugas y sus ojos con luces y sombras, duerme sin embargo más tranquilo. El Ayuntamiento de la ciudad aprobó hace cuatro años levantar un Memorial recordando a todos los hombres y mujeres que fueron fusilados entre 1936 y 1945 por la dictadura franquista. El original monumento, en forma de espiral, ocupa una gran extensión a la entrada del cementerio. En él, 3.500 placas metálicas de noventa centímetros de altura tienen escrito el nombre de cada uno de los desaparecidos; en dos de ellas están los nombres de sus padres biológicos. El monumento culmina con un gran cubo de color rojo simbolizando el sufrimiento de aquella época. En una placa muy visible hay inscrito un verso del poeta Luis Cernuda: Recuérdalo tú, recuérdalo a otros. Desde que se inauguró acude cada 14 de abril a depositar dos rosas rojas.

(Relato basado en un hecho real)

 

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