El día que perdí a Pilar fue el más triste de mi vida. Durante más de catorce años había sido mi compañera, mi amiga; el ser que velaba por mí y que al mismo tiempo lo esperaba todo de mí. Yo cuidaba de ella y ella me daba lo único que podía darme: cariño, el regalo más hermoso que en este mundo puede recibir un ser humano.

Dormirla había puesto fin a su sufrimiento, pero me pesaba en el alma como si hubiese cometido un crimen nefando. Antes de cerrar los ojos besó mi mano y me miró. Sabía que había sido lo mejor para ella. Pero me sentía vacío, culpable y solo, absolutamente solo.

La sórdida sensación de haberla perdido me fue contaminando como una infección. Lloraba por Pilar, pero sobre todo por mí. Una noche salí a tirar la basura, tropecé y caí al suelo. Entonces vi unos ojuelos garzos mirándome con curiosidad. Era otro perro diferente, pero era ella. Lo supe. Se acercó y me dio un lametón en la mano que me recordó aquel beso de muerte. La abracé y lloré de alegría. Luego se fue y no volví a verla, pero se quedó conmigo para siempre.


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