Lo que te digo se deshace en el aire.

Esto que te digo, escúchame bien, se enciende, se deshace en el aire.

No palidece y cae para estrecharse entre las ramas y las brozas

y los restos de una naturaleza ya caída,

se pica y se impacienta,

se enciende e incinera antes de llegar.

Su destino. Esto que te digo,

no es sublime, sino etéreamente irreconocible.

Llega a tus oídos (pavesa, reliquia del carbón), porque lo que se alza y se arroja tiene que llegar,

tocar algún punto en su impaciencia.

Aunque lo hace —rebasa, quiere meterse— como algo ya crispado,

ya molido en su agitación y su prisa.

 

De ser algo, esto que te digo, sería la neblina implacable de ese paisaje al pie del Lago.

Un lago que, tras la vehemencia, descansa en sus heridas

un lago que no vi, pero que me mostraste como una imagen distante y blanca:

aquí estuve sin ti. Éramos algo.

 

Antes de decir, lo que te digo, antes de rayarse en el aire,

las palabras si acaso serían eso: eclipses,

paisajes de nada que aparecen de pronto y vuelven a romperse.

Ciudades derruidas, almas derruidas, consumiéndose en el aire.

Pero lo que se alza y quiere penetrar nació para perderse:

la palabra escucha, imperativa y perniciosa, la misma palabra protectora,

con su bardo de maldición, la palabra sorda, auscultando los ritmos lentos,

las palabras remanso de las palabras se queman y se acaban en el aire.

Estas almas, estos seres convulsos que en algún momento fueron visos,

señales de orientación para las civilizaciones farsantes

hoy crecen y se escuecen en la boca.

Yo las digo con una maldición. Yo las digo

para verlas romperse y llegar a su destino incierto ya perdidas.

Con un olor de inmisericordia en el aire. Esto que digo

se deshace, se pierde como los emporios y las almas en su clamor contrario:

la neblina de una embocadura. Esto,

mi resabio negro todavía encendido, mi asolada y tonante, envilecida.

 

(de Maremágnum)

 

 

 

TRATADO ÍNTIMO DE ALQUIMIA EN QUE SE IMPONE UN NACIMIENTO

 

En lo que impone, la alquimia. El milagro de sus coces

levantando la bruma, el nigredo, el cejo de la bruma.

 

Yo soy el palacio, aunque te ocultes.

Alguien dijo: si tiene algo valioso, alguien en algún momento

sintió la ira, el arrebato. Y tú sabes la pregunta:

¿Y la desgracia y la vergüenza y la exaltación?,

¿la zona incontrolable de llegar al día

33 es una víspera en que estamos solos?

 

En lo que impone, subir, sentir las marejadas,

los enjambres que trastornan al hombre como yo,

como a mí. No irás a lado alguno, sentirás, al contrario

a contrapelo, el ansia del animal salvaje,

electrizado en contra por tu acto.

 

—Yo estuve ahí en la deformación

del habla. Ba

bla ya.

—No lo creo.

—Ya.

—Ya.

 

En mi sueño más hondo saludaba a una jefa antigua,

la misma que golpeó sus dientes contra los míos.

Era un prostíbulo oculto de la zona, a la vez reconocido.

Ahora nos saludamos de paso en la ciudad, hacia la bruma.

 

Sentir las ganas de entregarse. Un hombre como yo,

como a mí, electrizado, en lo que impone,

sin lenguaje, con un golpe entre los dientes.

 

—Bla ba

ya

—¿Pateamos así, en la desgracia?, ¿y la vergüenza?,

¿estamos solos?

 

Los caballos corrían mal esa carrera.

¿O eran los jockeys con sus nombres pesados Pequeño Juan,

Alquimia el Salvaje, Diente de Oro José Santos, Solo

el Jacinto Fallecido?

Esta tierra no conoció el oro ni la bruma.

Con sus coces los caballos levantan la corriente.

Es el polvo, el puro polvo transformado, electrificado,

maldecido en diminutos granos, partículas que vuelan,

revolotean, a veces brillan.

 

(De Maremágnum)

 

 

 

 

CON LA VOZ. TERCERA VARIACIÓN

En su estructura guardamos nichos. Paredes de cal. Oramos durante largo tiempo. Por la aventura suprema, por las grandes ciudades del gran mundo, oramos. Aleteos de nuestro espíritu. Después vino el ruego. Minamos los abismos de las carreteras. Largas parvas de moscas desde las cercanías. Un cadáver en la pescadería, un cadáver para el aleteo blanco. Hacia las maquiladoras, hacia el abismo de las sepulturas,

se extiende este reducto.

Entre un paso y otra zona de las fallas sísmicas

se abren puentes en llamas; supercarreteras que conectan los hipermercados del mundo. Oblicuas extensiones alcanzan la luz rauda. El fin de un ciclo de edificaciones, el comienzo de otra cercanía. Al borde salvaje de los puentes, junto a una larga vía de hierro para trenes,

recuerdo la potencia de la voz.

(Deshicieron su voz ante el sonido)

 

Ruega. Concédenos ojos ante la noche.

Nuestra plegaria como una alarma. Ruega.

 

 Turba nuestras tercas voluntades con dolor.

 

Cada iris roto de lo que no tenemos,

desunido, está alineado. Frente a los basamentos, viejos teatros, edificios municipales,

traban sus cornamentas.

BIOGRAFÍA

Alejandro Tarrab (Ciudad de México, 1972). Es autor de los libros: Siete Cantáridas (2001); Centauros (2001); Litane (2006); Degenerativa (Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen, 2009); Caída del búfalo sin nombre. Ensayo sobre el suicidio (2015), y Ensayos malogrados. Resabios sobre la muerte voluntaria (2016). Parte de su obra ha sido traducida al inglés, al portugués, al francés, al checo y al serbio.


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