Hace muy poco que ha aparecido una segunda edición de la /Chambre
claire/ (/= La cámara lúcida/) de Roland Barthes. Me parece una buena
ocasión anotar que este magnífico ensayo sobre la fotografía, lleno de
las más emocionantes palabras de Barthes, tenga cabida recordatoria
siquiera en esa breve reseña escrita ya hace tanto tiempo.

 

Lo subjetivo como objetivo

Roland Barthes: La cámara lúcida.

Nota sobre la fotografía

 

 

M. Martínez Forega 

No sabemos de qué dedujo Dalí la nobleza artística de la fotografía. No lo explica; su pronunciamiento pudo quizá deberse a que la fotografía responde a la exigencia de fijar fielmente (de aquí tal vez la nobleza, la lealtad…) la realidad contextual. El aserto de Dalí daría pábulo al desarrollo de un tratado «objetivo» de la fotografía. Sin embargo, su cita constituye precisamente la síntesis de una visión diametralmente opuesta a lo que Roland Barthes nos propone en su Cámara lúcida.

            Desde el título mismo (cuya traducción española ha optado por una versión más retórica; no, desde luego, literal, que, en este caso, hubiera sido más acertada, pese a la mención en el texto de la camera lucida), Barthes nos propone una oposición: La chambre claire —título original francés— constituye un sintagma cuyo adjetivo —«clara»— se mira en el espejo de su negación tópica administrada por el lenguaje fotográfico especializado: «La cámara oscura». Y, desde el título mismo ya, Barthes manifiesta cuál es su propósito. La oposición, que no deja de ser retórica, incluso lúdica, encierra, sin embargo, un contenido conceptual subrayable al poner en evidencia, y determinar, cuáles serán los términos de su ensayo: fijar, para iluminar, la óptica de lo subjetivo frente a la toma del objetivo. Con esta postura Barthes —que desde las primeras páginas no oculta su intención: «…la fotografía se escapa. Las distribuiciones a las que se le suele someter son, efectivamente, bien empíricas […], bien retóricas […], bien estéticas […] y en cualquier caso exteriores al objeto, sin relación con su esencia…» (página 30)— ensayará convencernos de que la fotografía es preciso mirarla no como un elemento descriptivo de la realidad (aunque también); no como testimonio o crónica de unos hechos determinados (aunque también), sino como causa de efectos emocionales; es decir, como lo que él mismo denomina causa del «punctum» (punzada) frente a la clasificación técnica y a su función descriptiva o testimonial, a la que llama «studium». La analogía entre aquel punctum y las emociones como valor esencial del ser humano susceptible de conmoción ante la imagen preside una de las ideas centrales de La cámara lúcida, una actitud analítica (pero estética) en la que prevalece el sentido impresionista de la observación, del espectador («spectator» para Barthes) sobre el sentido descriptivo del fotógrafo («operator»). No quiere ello decir que sea ésta la función del operator; éste describe, sí, pero en función de su capacidad selectiva, y esta capacidad de selección reside en la subjetividad, en los valores sensitivos antes que en el ejercicio técnico.

            Barthes nos transmite otra idea fundamental: el paso del tiempo. La actitud común del ser humano frente a la fotografía doméstica constituye paradigma del sentido universal de la fotografía misma como género. Las imágenes actúan como recordatorio, pero son a su vez «instantáneas» de un tiempo vivido, aunque detenido en ese mismo instante, paralizado en el «esto ha sido» (página 162); son a su vez imágenes resucitantes, que, como el propio autor señala, nos muestran «el retorno de lo muerto» (página 39). Por este camino se adentrará en la consideración de la existencia de los hechos y de su interpretación. Una verdad indiscutible la funda Barthes en la «detención de la interpretación» (página 182) como certeza inmanente a la fotografía. Esta verdad irrefutable conforma, sin embargo, un obstáculo para el espectador: «si no se puede profundizar en la fotografía, es a causa de su fuerza de evidencia», señala, y continúa: «…pero al mismo tiempo, por mucho que prolongue esta observación, no me enseña nada» (páginas 181-182). El único modo de superar este inconveniente es aceptando la certeza (la verdad) de la fotografía en el plano temporal y, al mismo tiempo, su capacidad alucinatoria, que atribuye a la fotografía rasgos de falsedad en el plano de la percepción. [La fotografía es] «una magia, no un arte», concluye (página 154).

            No resulta, finalmente, casual que Barthes dedique este ensayo a J. P. Sartre y, más concretamente, a su libro La imagination. Un recorrido por La cámara lúcida revela, efectivamente, que, alrededor de los fundamentos expuestos (paso del tiempo, pretexto de la imagen fotográfica como foto fija de una vida con solución de continuidad, realidad del lenguaje fotográfico frente a la inaprehensión del lenguaje común, etc.), gira la consideración del ser humano como entidad individual, única, fuente multicausal de interpretaciones, pero como entidad a su vez abocada a tomar consciencia de su existencia individual y, por tanto, de su inexistencia. Esta angustia, más firmemente expuesta por el propio Sartre en La náusea, encuentra réplica apropiada en palabras de Barthes: «La fotografía correspondería quizás a la intrusión en nuestra sociedad moderna de una Muerte asimbólica, al margen de la religión, al margen de lo ritual, como una especie de inmersión brusca en la Muerte literal. Vida/Muerte: el paradigma se reduce a un simple clic del disparador, el que separa la pose inicial del papel final» (páginas 160-161).

            La fotografía, pues, ya no es para el ensayista francés simple representación de acontecimientos, un evento de trascendencia social o íntima, sino la trascendencia misma del plano documental para situarnos en el vértice de la interpretación histórica; esto es, «entre el clic de la pose inicial y el papel final» puede situarse toda una cronología de sucesos cuyo desarrollo corresponde ya al spectator, a su indagación personal, incluso —y en consecuencia— a su pura invención: «es posible que Ernest, el pequeño colegial fotografiado en 1931 por Kertész, viva todavía en la actualidad (pero ¿donde?, ¿cómo? ¡Qué novela!)» (página 147). En la dinámica «re-creativa» del observador todos estos factores confluyen respondiendo a su actitud —personal y ahora puramente estética—. La premisa que Barthes establece para otorgar magnitud tal a la imagen fotográfica es precisamente la de la intervención en la visión de un espíritu dotado de macanismos traductores que no encuentran su diccionario en la correspondencia significante de la técnica (procesos físicos o químicos, diafragmas o velocidad de obturación, papel duro o blando, forzado o no, virado, solarización…, es decir, en esa parte del «studium»), sino, y al margen de cualquier consideración morfoprofesional, su traducción es sólo posible mediante la semántica del corazón: «No veo la emulsión química, ni la plata, ni la fijación ácida que el amateur o profesional reducen a la empírica del laboratorio. Esta labor puede realizarla un no-operator» (página 97). La exaltación («punctum») se manifiesta no en el detalle formal, sino interpretativo de la capacidad mágica de la imagen, pero el espectador deberá asociar a ese estímulo una respuesta (cuyo campo semántico es ya sí analógico o sinonímico: imagen÷imaginación÷magia: «…(para mí el punctum son los brazos cruzados del segundo grumete)» (página 100).

            Nos encontramos, por consiguiente, frente a un ensayo de la emoción, de la superación de una visión que fundamenta en el sensualismo (aquí tomado en su estricta significación etimológica) el contenido —esencial— de las formas, no las formas. La exterioridad constituye, por fin (y éste nos parece el mensaje concluyente), el pretexto para el desarrollo de una exégesis de la interioridad.

(1995)


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