Autor: José Gabarre.
Despertaba la década de los noventa y Occidente se sentía eufórico, era noviembre de 1989 cuando caía el muro de Berlín, mientras el bloque oriental se desmoronaba y tocaba a su fin la Guerra Fría; el optimismo era tal que algunos predijeron directamente el “final de la historia” (Francis Fukuyama), prefigurándose un mundo feliz de Huxley en el que sólo habría espacio (ideológico) para una alternativa, la democracia de corte liberal, que se erigía como la única posible tras la ofensiva encabezada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Por esas mismas fechas, junio del 89, aparece el álbum “Bleach” (Nirvana), que presentaban unos desgreñados de Seattle y la historia de la música, y algo más, no volvería a ser lo mismo.
Hasta ese momento la década de los ochenta había sido un territorio fértil para las cabelleras esculpidas en laca, las mallas de colores vivos o el uso masivo del glitter, Whitesnake, Aerosmith, Skidrow o Bon Jovi hacían gala de una fastuosidad barroca y una puesta en escena digna de toda una ópera-rock, no peleado con un virtuosismo a las guitarras y unas melodías vocales que si no eran perfectas a uno se lo llegaban a parecer. En todo caso, arrastraban una actitud impostada y unas letras hiperhormonadas, además de empalagosas, que dejaban más bien fríos aquellos que no estaban dispuestos a quedarse en una simple imaginería superficial.
Pero no perdamos de vista ese horizonte tan prometedor que nos ofrecía el renovado american way of life , una promesa de futuro resplandeciente, sin nubarrones aparentemente en el horizonte, puesto que la Historia había acabado, la lucha de clases había sido desterrada, y ya sólo quedaba entregarse a un futuro de universidad, resaca, y juventud eterna; todos lo sabían, todos parecían estar satisfechos, todos menos los desgreñados de Seattle situados en una de las esquinas olvidadas de los Estados Unidos, y olvidados, a su vez, por la crítica musical centrada tradicionalmente en los polos más socorridos: Nueva York o Los Ángeles.
Precisamente ese “aislamiento”, al que había estado reservado el estado de Washington –y su capital Seattle-, libre, o al menos con una exposición mucho menor, a la influencia más comercial, hizo que perseverase el embrión de algo radicalmente distinto, pero ante todo que iba a conectar con la verdad profunda de unos jóvenes que, a pesar de tenerlo todo, comenzaban a sentirse unos desheredados.
Aquellos desencantados, con apariencia de vagabundos, que zozobraban por las calles de Seattle, dieron lugar a una subcultura juvenil que en lo estético recogía fuertes influencias de la cultura del noroeste de los Estados Unidos mezclado con el punk, camisas de franela o escocesas, gorros de esquimal, pantalones jeans (la mayoría de ocasiones rotos o desgastados) y zapatillas converse, pero ante todo una actitud manifiestamente descuidada y desaliñada, que rivalizaba con su nihilismo y en clara sintonía con el estilo musical que iban a alumbrar, que estaban alumbrando.
El sonido Seattle, o grunge directamente, nace así a finales de los ochenta en una serie de pequeñas salas de conciertos cuyos antecedentes podían verse en grupos como The Melvins, Green River o Malfunkshun, a lo que se puede sumar ingredientes del heavy metal (Black Sabbath) que terminó de configurar el sonido del noroeste. Un sonido lento y pesado, crudo las más de las veces, donde el abuso de la distorsión o las disonancias no conocían límite, con unos estribillos pegadizos y repetitivos, voces guturales y los riffs más desconcertantes hasta el momento.
Por su parte las letras terminaban de añadir una atmósfera de apatía y depresión, un grito de desencanto contra los valores que se imponían inexorablemente desde la nueva sociedad triunfante –y de los que aún nos encontramos rehenes- del consumismo y la competitividad. Era la ansiedad hecha música que se agitaba en sus discos, “Nevermind” (Nirvana) y “Ten” (Pearl Jam) dieron un vuelco a las listas de éxitos de 1991, y se produjo un efecto llamada que puso el foco mediático en la ciudad del desencanto, el tirón fue aprovechado, sin duda, por las compañías que se apresuraron a firmar con el resto de bandas de la escena, Alice In Chains, Sound Garden, o a reeditar discos como de los Mother Love Bone (del malogrado Andrew Wood), y toda una generación, la Generación Mtv, se identificó con aquel carnaval, un nuevo verano de las flores pero esta vez con ansiolíticos.
Autor: José Gabarre.
Poeta, editor, profesor y animador cultural.
Oscense, Licenciado en Historia por la Universidad de Zaragoza.
Obra publicada:
La ebriedad de las estatuas. ed. Eclipsados 2012,
Mi hambre negra. ed. Quadrivium 2016.
Co director, junto a Pablo Delgado, en los Bigotes de Potemkin y La herradura oxidada.
Y modelo ocasional.