LOS FANTASMAS DE LA CASA ALFÓS

Chus Fuentes
Escritora y profesora

 

Chus FuentesEl autobús se detuvo en Monzón. Al apearme me impresionó el imponente castillo templario que se erguía indiferente al paso del tiempo. Me hubiera gustado quedarme un buen rato fotografiándolo en diferentes perspectivas, pero mi principal objetivo era llegar a Fonz y para ello no tenía más remedio que coger un taxi cuanto antes. El autor del libro “Fonz y su historia” me había encargado un reportaje fotográfico de las casas y lugares más emblemáticos del pueblo. Era mi primer trabajo como fotógrafa profesional y solo disponía de tres días, así que no podía entretenerme.
—¿Conoce el pueblo? —me preguntó el taxista mirándome de soslayo por el retrovisor.
—No, es la primera vez que voy —contesté distraída.
—Pues, no será la última. Ese lugar engancha, tiene magia y mucha historia.
En la recta final del trayecto, la silueta de Fonz me pareció tan sugerente, con su campanario coronando el montículo por donde se distribuían las casas, que rogué al chofer detenerse cinco minutos para fotografiar aquella imagen recortada en el atardecer.
La mansión, donde me hospedaría durante aquellos tres días, era la llamada Casa Alfós, un palacete cuya dueña conocían mis abuelos, que veraneaban en Arenys de mar donde ella vivía largas temporadas. Insistió en alojarme en aquel caserón, aunque yo hubiera preferido un hotel —cosa que no existía en el pueblo—, porque aquella especie de castillo me intimidó desde el primer momento y su dueña también. Doña Pepita era una mujer altísima pero encorvada y sus gafas exageradamente graduadas, solo dejaban adivinar los ojos por dos puntos al fondo de los vidrios.
Nada más abrir la puerta exclamó de alegría y enseguida me invitó a pasar. Parecía muy contenta. “Normal —pensé—, viviendo tan sola y viuda desde hacía pocos meses, una compañía debe ser un bálsamo para ella”.
Después de recorrer metros y metros de salones y pasillos interminables, atiborrados de muebles decimonónicos, llegamos a un enorme dormitorio con una cama altísima, cortinajes estampados y llena de cuadros y espejos por las paredes.
Aquella noche casi no pude dormir. Todos los maderos crujían y el aire aullaba por las rendijas de puertas y ventanas. Tuve la sensación de que había gente caminando por el piso de arriba, pero me calmé al recordar que el dormitorio de Doña Pepita estaba por el segundo piso de la mansión, aunque la señora era ruidosa y no paraba de abrir y cerrar cajones.
Me desperté muy tarde y tuve que recapitular para saber dónde me hallaba. Mientras intentaba ubicarme, escuché voces que venían de la gran cocina, contigua a mi dormitorio. Me vestí rápidamente y me dirigí allí para desayunar y comenzar mi trabajo.
—Buenos días, niña, veo que se te han pegado las sábanas —dijo doña Pepita, mientras calentaba la leche en un antiguo fogón imposible de definir.
—Sí, ya me perdonará por hacerla esperar.
—Oh, no, no, estoy muy distraída con Simón, es mi ahijado que ha venido a visitarme.
Simón era un joven muy atractivo, de ojos oscuros, cabello largo y un aire distinguido, a pesar de su ropa desenfadada.
—Encantada, Simón.
Me dio dos besos y una ligera brisa movió mi cabello. Tomamos un café con rosquillas huecas, que Pepita hacía con la receta del panadero. El tiempo pasó sin darme cuenta y la conversación era una delicia. Aquel chico me gustaba; me gustaba mucho, tal vez demasiado.
—Si quieres, te enseño el pueblo —dijo cuando le expliqué a lo que había ido Fonz.
Paseamos por la plaza alargada y amplia, como una calle que se ensancha y, al fondo, una curiosa fuente renacentista con siete caños. Mientras la fotografiaba, tuve la sensación de que la gente se paraba al verme, incluso se asomaban a los balcones.

—¿Por qué me miran tanto? —le pregunté a Simón un poco incómoda.
—No les malinterpretes —contestó él sin darle importancia— es pura curiosidad. Ya ves que a mí no me hacen caso, tú eres la nueva.
alfonsLlegamos al palacio de Valdeolivos. Fotografié toda la fachada y, en especial, la placa “a Pedro María Ric” y el blasón rectangular con la base redondeada, cuarteado en una cruz e inscrito en una cartela con motivos vegetales.
—Podemos entrar —dijo sonriente—, conozco a las dueñas, las baronesas, y me dan permiso.

En aquel momento empecé a sentirme totalmente hechizada. Mi máquina disparaba incansable todo lo que me llamaba la atención. Me estaba sintiendo atrapada, como decía el taxista y no solo por aquel sitio lleno de historia, sino también por el joven de ojos cantarines y sonrisa sin claroscuros, que parecía conocerme de toda la vida.
Por la tarde seguimos recorriendo el pueblo; paseamos por la judería, el pasaje de Moner, el arco de Codera, la calle de la Amargura y mi cámara plasmaba incansable cada rincón, cada blasón, cada piedra.
Aquella noche Simón se quedó a dormir en la casa. Después de cenar dimos un paseo por su jardín y nos sentamos bajo la enorme morera. Empezaba a añorarle antes de tiempo.
Al día siguiente visitamos las casas solariegas, subimos hasta la ermita de San José y al mirador del Cinca y bajamos por las afueras a la Carrasca de Fuentes. Por la tarde, Pepita nos enseñó toda la mansión de Alfós, incluido el sótano por donde se accedía por una inquietante puerta que había en el suelo. Nos dijo que las bodegas comunicaban con otras viviendas.
Cada vez me daba más miedo aquella casa, sobre todo cuando la mujer nos contó que su difunto marido la visitaba por las noches y abría cajones y puertas mientras ella dormía. Me estremecí y Simón, al notarlo, me cogió una mano para tranquilizarme. Ya no nos soltamos en toda la tarde.
Pepita se fue a dormir pronto y nosotros volvimos al jardín, con las manos entrelazadas y un millón de cosas que contarnos. Por la mañana, de nuevo me esperaba en la cocina con el café y las rosquillas huecas.
—Hoy te llevaré a un lugar precioso —me dijo con los ojos brillantes—, es un manantial que, tal vez, le dio su nombre al pueblo, Se llama “El ojo de la fuente” y está a unos quilómetros de aquí.
Atravesamos los caminos de Los Palaos, que comienzan por una vía romana. Simón iba contándome leyendas de duendes y hadas del agua, ondinas que salen por los caños de la fuente en el solsticio de verano, de brujas que habitan en el árbol del manantial y aparecidos que merodean por la sierra de la Carrodilla.
El camino se iba volviendo verde y húmedo, olía a junco y a hierbas. Al llegar al manantial nos sentamos a descansar. Simón arrancó una rama de lavanda y la prendió en mi pelo. A continuación, nos abrazamos en silencio.
—¿Volveremos a vernos? —le pregunté.
—Yo siempre estaré a tu lado —fue su respuesta.
Nos quedamos abrazados durante horas, como fuera del mundo. Después de hacernos algunas fotos, me dormí profundamente y, al despertar, se había hecho tarde, ya caía el sol y Simón no estaba a mi lado. Hacía frío y, muerta de miedo lo llamé hasta quedar afónica, pero no tuve ninguna respuesta. Antes de que se hiciera de noche, intenté volver al pueblo. Temía equivocarme de camino, pero un instinto que yo no tengo, me guiaba y llegué antes de oscurecer.
Cuando entré en la casa, Doña Pepita estaba en su fogón preparando unas tortillas. Le pregunté por Simón y se quedó mirándome con cara de pasmo, como si le hubiera preguntado por un fantasma.
—¿Cómo que dónde está Simón?
—Me ha llevado al Ojo de la Fuente y se ha ido mientras yo dormía. He tenido que volver sola y casi de noche.
Los ojos se le abrieron como platos, a pesar de las gafas.
—Hija mía, Simón no puede haberte llevado a ningún sitio.
—Estos días me ha enseñado el pueblo y hoy hemos hecho una excursión —le dije.
—Niña, Simón era mi ahijado y murió camino de los Palaos, cuando lo atacó un jabalí. Lo encontraron junto al manantial, pero de eso hace mucho tiempo.
—Pero usted me lo presentó cuando la vino a visitar.
—También me visita Alfós, mi marido, pero eso son cosas de esta casa y mías. No te conciernen.
Me puse a temblar, sin saber si era pena, miedo o el temor de haberme vuelto completamente loca. Aquella misma noche, llamé a un taxi y volví a Monzón, donde me hospedé en un hotel para volver a mi casa al día siguiente. Antes de dormir, conecté la cámara al ordenador y visualicé las últimas fotos que hice en el ojo de la fuente. El escalofrío me recorrió desde el pelo hasta la punta de los pies. En ninguna foto estaba Simón, sólo mi figura y el paisaje. Pasé mi mano por el pelo, como para ahuyentar aquel misterio y mis dedos tropezaron con una ramita de lavanda, que cayó al suelo. La guardé con cuidado entre las páginas de un libro. Allí sigue, después de varios años.
Pepita murió y la casa fue sustituida por viviendas adosadas, el jardín también desapareció para dar paso a una calle ancha. Todo se esfumó en poco tiempo, pero yo conservo unas palabras: “siempre estaré a tu lado” y la ramita de lavanda que él prendió de mi pelo, digan lo que digan los que no creen en los fantasmas de la casa Alfós.


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