Celia Carrasco Gil
Miguel Labordeta tuvo aliento de voz imaginaria. Aspiró el hálito azul de la palabra espirando su canto lírico ya desde muy joven, y legándonos a partir de entonces la textualidad de una escritura que muestra desde sus inicios un respeto absoluto por el lenguaje poético y un compromiso muy particular no solamente con el registro verbal, sino también con la dimensión visual de un imaginario propio y rotundamente transgresor. Es el de su poesía un camino sin ningún tipo de atajo ni mucho menos de espacio previamente desbrozado, un recorrido virgen y en constante construcción en el que el poeta va abriendo su sendero propio hacia la cima de cada poema siempre campo a través, aventurándose con frecuencia por los lugares menos transitados y más insospechados de las combinaciones léxicas. Tal vez a este apartamiento voluntario de las rutas señalizadas por otras voces anteriores y coetáneas se deba la imposibilidad de encuadrar su obra, tan heterogénea, en alguna de las corrientes dominantes del momento; porque su escritura muestra rasgos oníricos y surrealistas, pero también expresionistas, y por otro lado dadaístas, fruto de la experimentación vanguardista, y no solo no viene definida por ninguna de estas estéticas en concreto, sino que cruza las fronteras de todas ellas y transita por insólitos márgenes desconocidos en su particular indagación poética.
Si bien Miguel Labordeta fue un excelente estudiante y, tras haberse formado en Zaragoza, marchó a Madrid para realizar allí su tesis doctoral, como le había propuesto su padre, finalmente, en lugar de centrarse en el academicismo universitario, regresó de la capital como un “hombre sin tesis” (Labordeta, 2015: 34) pero con un excelente primer libro, Sumido 25, de 1948, un hecho que, pese a no agradar en absoluto a su padre, que esperaba que siguiera los pasos que él le había recomendado, fue un verdadero acontecimiento. Este poemario, pese a la juventud de nuestro autor, que lo escribió con veinticinco años, es un libro que renuncia a cualquier tipo de tópico erosionado por el uso desmedido y en el que advertimos cómo el poeta despliega los que serán los temas y motivos fundamentales de su particular universo poético. En versos como “Miguel ¿quién eres? ¡dime!” (Labordeta, 2015: 8), “Miguel se ha ido. / Es posible que ya nunca llegue” (Labordeta, 2015: 12) o “En el fondo / de Mí mismo / veo el Tú desafiante” (Labordeta, 2015: 41), vemos cómo ya comienza a aflorar como nexo de unión esa preocupación labordetiana por una identidad que se estira, se alarga, se refleja, se desdobla y se extraña y distancia tanto de sí misma que incluso llega a desconocerse; advertimos además, por medio de imágenes elegíacas, lastimosas y agónicas, la amenaza constante y en ocasiones hasta voluntariamente buscada de la muerte, que hace que la vida derive en “un rayo de astro fulminado” (Labordeta, 2015: 13); del mismo modo, encontramos ya la presencia de esos “asesinados jóvenes” (Labordeta, 2015: 19) que nacen en una “generación perdida” (Labordeta, 2015: 190) como consecuencia de un conflicto que no han iniciado, la Guerra Civil, una obsesión labordetiana que, en palabras de Pérez Lasheras y Saldaña, “quebró las expectativas generacionales de unos jóvenes que, sin haber sido sus protagonistas, resultaron sus víctimas más directas” (apud Labordeta, 2015: LXXXVII); temas todos ellos que recuperará en los libros posteriores, aunque con variaciones en el tratamiento, con nuevas exploraciones que quizás provengan de la percepción de que cada obra conduce a una indagación diferente del imaginario artístico y la expresión poética.
Violento idílico, de 1949, es un poemario en el que vemos estas mismas ideas pero abordadas desde lo que en ocasiones parece un canto casi de destrucción, que no deja de ser en cierto modo la apreciación de un mundo que se desmorona por parte de un “fantasma indiscreto” (Labordeta, 2015: 115) que pronuncia su peculiar “delirio de astros-voluntades-instintos-protoplasmas-glogistos” (Labordeta, 2015: 65), anticipando quizás con este verso de colapsos el fragmentarismo con el que trabajará en su último libro publicado, Los soliloquios. Es Violento idílico un poemario en el que se proclama la simbología de un azul de la liberación y la sensualidad, cuando el poeta pronuncia su voluntad de marchar “¡Hacia orillas azules, libres, desnudas, puras!” (Labordeta, 2015: 65), de una tonalidad que encontrábamos ya en Sumido 25 en el poema “El joven azul de la montaña ha muerto” y que rastreamos en sendas ocasiones a lo largo de la obra del zaragozano, como en los “termómetros azules” (Labordeta, 2015: 82), los “poéticos puñetazos azules” (Labordeta, 2015: 84), “los sobrecitos azules” (Labordeta, 2015: 112), las “azules mañanas” (Labordeta, 2015: 117), el “estertor azul” (Labordeta, 2015: 121) del Mundo o la “muchacha azul” (Labordeta, 2015: 140), entre otros, ya que es este un color que se asocia a la juventud y al ideal de la liberación, que se reforzará en Epílírica, bajo la percepción de que “los viejos ya no tienen cura; solo a los ‘jóvenes santos’ o azules puede concedérseles la oportunidad de marchar, de huir: el poeta será, pues, el ‘conductor de las multitudes’” (apud Labordeta, 2015: LXXXVIII). Pero este recuerdo de masacres que en cierto modo es Violento idílico termina con el contagio de quien lo pronuncia, que encabeza uno de los poemas con el grito en mayúsculas de una gradación de “Vomito […] Escupo […] Sudo […] Rumio […] Sueño […] Silencio […] Concluyo […]” (Labordeta, 2015: 67), hasta que, a modo de último aliento, en el verso que cierra el poemario, declara: “Esto es, / sí, / esto es / lo que quisiera ser, / definitivamente destruido” (Labordeta, 2015: 99).
En Transeúnte central, de 1950, vemos a un homo viator que camina por un mundo que no comprende, que pregunta “pues el Hombre / decidme: el Hombre, / ¿para qué existe?” (Labordeta, 2015: 141), y avanza en una suerte de fuga, en una constante deserción de cualquier tipo de conducta impuesta, asegurando “me escapo ¾huyo¾ me evado” (Labordeta, 2015: 143), sin cejar en su empeño de interrogar al mundo por ese “secreto espeluznante maravilloso” (Labordeta, 2015: 139) que es la vida, por ese enigma, por ese misterio irresoluble, “sabiendo de antemano que nada es la respuesta” (Labordeta, 2015: 143); una nada que, sin embargo, todo tiene que ver con las quimeras de ese amor inalcanzable en el que indagan versos como “Berlingtonia-galaxia mía / amor mío inexistente / inmortal” (Labordeta, 2015: 128), siendo Berlingtonia el símbolo idealizado de una mujer real, de “un amor juvenil, una alumna del propio colegio de la que Miguel quedó prendado” (apud Labordeta, 2015: XLVI). Además, advertimos cómo, pese a todo, pese a no comprender ese enigma y pese a no ser en absoluto correspondido en esa idealización del amor, Miguel Labordeta trata de aferrarse a unas “campanas de esperanza” (Labordeta, 2015: 130), y además de unos bolsillos sin contenido que denotan cierto vacío personal y un esbozo de la identidad perdida, encontramos el símbolo de la pavesa, que se repite varias veces en la obra del zaragozano y que parece ser un elemento dual, que al tiempo que en cierto modo nos remite a los “Dioses Solares” (Labordeta, 2015: 39) de la creación, también nos conduce al recuerdo de las calcinaciones de todo tipo de destrucción.
Ya en Epilírica, poemario publicado con cierto retraso en 1961 por problemas con la censura, nos sorprende la denuncia de los conflictos por parte de quien nuevamente se pronuncia “desde la cumbre de su juventud perdida” (Labordeta, 2015: 160) y reclama ante todo el retorno a la humanidad, al mutuo entendimiento entre iguales, como vemos cuando escribe “pero antes de matarnos / quiero chocar mi mano con la tuya / como hombre que somos, no te parece?” (Labordeta, 2015: 171). Miguel Labordeta suplica así el contacto con el enemigo a modo de recordatorio de su hermandad como personas, como seres humanos, una condición que, a su parecer, debería sobreponerse a las diferencias creadas por el conflicto bélico. Y en cierto modo hace que la figura del poeta se erija como la de un nuevo guía, como la de un hombre de treinta años que pide la palabra, como la de un sacerdote de la poesía que aspira a conducir a su pueblo hacia un nuevo horizonte, “hacia otras aventuras más hermosas” (Labordeta, 2015: 158), en definitiva.
En cualquier caso, si tanto Epilírica como los tres poemarios anteriores ya nos sorprenden por su tratamiento de la imagen, quizás el giro más vertiginoso en el sendero de la escritura poética de Miguel Labordeta lo veamos en Los soliloquios, obra de 1969, el último libro que el autor publicó en vida, en el que nuestro poeta se centra en una escritura en el margen fundada sobre el paso del guijarro, sobre el hueco que la piedra deja en la arena firmada por quien la transita, de tal manera que Miguel Labordeta permite que su palabra se desvincule de sí misma y saque la entraña del significado de la piel que la constriñe, descomponiéndose para trabajar de manera más maleable los temas que preocupan a nuestro autor, siempre a través del fragmentarismo. De esta forma, nuestro poeta, este “anciano muchacho solitario” (Labordeta, 2015: 206) y sin juventud que ha decidido recorrer el camino de la escritura, consciente de que, a medida que la edad avance, “el viento del atardecer / barrerá las lunas / hacia el silencio” (Labordeta, 2015: 210), tras estos cuatro primeros poemarios, cierra su obra pública con la descomposición de la escritura hacia la esencia, tratando así de “emigrar / hacia / un / universo / de silencio” (Labordeta, 2015: 211), hacia la palabra con sordina, con frecuencia visualmente disgregada en renglones descendentes, en versos que se retraen en ocasiones hasta la mínima expresión de una única palabra, una sola imagen que, bajo la forma de un “síncope / de / agotada / belleza / sorprendida” (Labordeta, 2015: 217), se suspende, de tal manera que Miguel Labordeta, a través de esta escritura totalmente fragmentaria, consigue conducir al lenguaje hasta sus límites más remotos para encontrar en el último instante, en el borde mismo de cada verso, continuas escisiones e incluso rupturas sintácticas, logrando de esta manera, además, dotar de la mayor significación posible a cada palabra aislada, que por medio de las pausas se proyecta. En este poemario cabe destacar el poema “Planisferio del alquimista Zósimo” (Labordeta, 2015: 204), donde Miguel Labordeta establece un planisferio poético de su palabra imaginaria que parece tener que ver mucho con su proyecto de escritura, cartográficamente representado con los puntos cardinales del “océano de la soledad y de la luz”, que sería el Norte, el “océano de la melancolía y de la destrucción del tiempo”, al Sur, el “océano sin nombre sin sentido sin objetivamente”, que sería el Oeste, y el “océano de las tradiciones matemáticas y de la noche que gime”, que sería el Este. Y en el centro de todo este mapa cartográfico vemos cómo Miguel Labordeta coloca su particular brújula del sentido lírico, y renombra su cuestionamiento continuo de la identidad, presente en todos los libros anteriores, preguntando al vacío “eres yo? / soy tú?” (Labordeta, 2015: 204), y asumiendo al tiempo que lo hace el riesgo de ser respondido por su propio eco, con o sin interferencias del entorno poético en el que asienta su escritura. Esta cuestión la vemos en otros poemas de Los soliloquios, como en la imagen que advertimos en “yo-tú”, un dualismo de la identidad que se disuelve finalmente en el lenguaje, y por eso leemos “yo-tú / cuándo / por qué / mueren / los días/ nacen / las palabras / las palabras / las palabras / las palabras // envejezco” (Labordeta, 2015: 209).
Además, retomando la cartografía, el mapa del poema anterior en cierto modo nos remite a otra de sus propuestas creadoras, la obra dramática Oficina de horizonte, que ambienta en su Oficina Poética Internacional, donde también habla de un plano de su vieja vida de mortal, y escribe: “al Norte, con la tristeza del pensamiento; al Sur, con el deseo despavorido; al Este, con un corazón que añora, y al Oeste, con el mundo, con el llantorrisa de los jueves” (Labordeta, 2015: 270). Es esta una obra de teatro poética dividida en tres actos bajo la forma de dos edades y media, una obra dramática donde la alegoría y el hemisferio de un cielo imaginario en el que sueña que vive y vive que sueña el poeta, Ángel, que habita en las “Mansiones Azules” (Labordeta, 2015: 271), son los elementos fundamentales. Es una obra muy rica en lo que a metáforas, amores idealizados y ambientes oníricos se refiere, que juega con el papel del poeta en la OPI y con la imaginación creadora, hasta el punto de fundar un universo propio para el artífice de la poesía. A esta OPI también se refiere nuestro autor en un poema de Los soliloquios en el que precisamente explora ese vacío que antecede a la creación y que Miguel Labordeta pareció buscar al final de su vida, en esta negación del flujo verbal y esta retrotracción hacia la contención de la palabra medida y con sordina. Lo vemos en un poema sin título en el que deja un espacio en blanco y al final de la página escribe “Espacio libre para escribir / un réquieminvidente / a cargo del lector” (Labordeta, 2015: 213), y más abajo añade “Es una gentileza de la Oficina Poética Internacional, que dicho sea de paso, subvenciona interesadamente este paquete metalírico” (Labordeta, 2015: 213). Esta OPI la concibe Miguel Labordeta como “una estructura internacional, en la que quepan todas las manifestaciones ajenas a las concepciones oficiales de la poesía y prime el valor y el sentido del hombre, el humanismo como centro de una poética del futuro y del presente” (apud Labordeta, 2015: XLV); una oficina que hoy podemos imaginar en la cima de esas Mansiones Azules, a la luz de los dioses solares y los “Dragones Inventores del Destino” (Labordeta, 2015: 271); un espacio virgen que nuestro autor nos ha legado, pero al que únicamente se puede acceder mediante el rito iniciático del propio adentramiento campo a través, de la aventura lírica individual más allá de los lugares transitados por los poemas oficialmente ortodoxos, un trayecto que se vaya construyendo a sí mismo al tiempo que avance hacia el desbroce azul que a lo largo de sus poemas fue abriendo y hermetizando Miguel Labordeta.
Labordeta, Miguel (2015), Obra publicada, ed. de Antonio Pérez Lasheras y Alfredo Saldaña, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, col. Larumbe.
Excepcional Celia Carrasco, que bien nos dibuja la escritura de Miguel Labordeta, estoy seguro de que, él, estaría fascinado.