Luisa Miñana Rodrigo
Born
Lo que ya no encuentro. La memoria
insiste en excavar.El sol sobre la tarde, como siempre, los años ardiendointensamente.
¿En qué pienso si digo como siempre?
El sol. Tumano alta. Mi voz pequeña.
Lo que ya no encuentro, ni en los secretos. Lo reinvento.
El mar y las manzanas, el verano.
Lo que ya no persigo. Tus pasos poderosos
y mis pasos al aire. El camino feliz
de los tranvíasdesplazando las ruinas.
Sobre las ruinas hoy ondean las banderas.
Autos de fe y hogueras sobre la arqueología.
La ruina de las ruinas,
etiquetadas,aunque irreconocibles.
Los embalsamadores de la memoria, los que gritan
con lengua esclerotizada. Los antropófagos,
sus altavoces, mi hueco. Lo que me han extirpado.
Mis huecos bajo el sol.
Tu mano firme y alta al final de una ligera guayabera
azul celeste. Mi voz pequeña
sujeta en trenzas y lazos blancos.
Tu sombra larga y mi sombra diminuta,
el sol rotundo junto al mar.
Lo que ya no encuentro sino en mí, el mapa
invisiblede la memoria.Duele la amputación.
Las vidasduelen
que ya no puedo convocar. Hay que bajar hasta la luz. Rehabitar las sombras. Así que apago las hogueras. Arranco las banderas y los mástiles.
Árbol.
Y yo en las ramas.Sin.
Ondea largamente hacia adentro el sol.
La amante inglesa de Santo Orlando
A Santo Orlando le resultaba insoportable la melancolía. Por eso viajaba una vez al año a Londres, a comprar ropa para él y para su esposa Chiara, a ver los espectáculos de moda y, en los últimos años, a acostarse con dos o tres amantes, damas jóvenes pertenecientes a muy buenas familias londinenses, todas muy bien casadas, que le esperaban para la primavera como a un exótico pájaro del sur que anunciara la alegría del buen tiempo. Y eso que Santo Orlando era más bien taciturno y no muy hablador, y más que a ellas apreciaba en Londres las tiendas de Kings Street y JermynStreet. Siempre volvía a su Villa Buzza, en Palermo, cargado de unas docenas de camisas y un buen número de trajes. Desde Hawes & Curtis a David Salomon, pasando, claro está, por James Lock & Co., a todas las casas enviaba su tarjeta, con el fin de que le reservasen hora en exclusiva. Los zapatos los encargaba invariablemente, nada más llegar a la ciudad, a John Lobb, para que tuvieran tiempo suficiente de hacerle todos los pares que necesitaría hasta el año siguiente. En cuanto a las cosas de Chiara, tenía un acuerdo con una de sus amantes, Lisa Shergold. No es que él no supiera de moda femenina ni de tejidos delicados y suntuosos o adornos singulares. Pero estaba el detalle de las pruebas. A la amante el asunto le divertía. Elegir los modelos y probarse prendas para la mujer de su amigo siciliano formaba parte del juego amoroso, le añadía perversidad, le otorgaba el poder que una imagen simbólica tiene sobre la realidad. Santo Orlando nunca habló sobre su mujer en Londres, ni cuando ella vivía ni después. Y puesto que él nada dijo, nadie le preguntaba.
Una primavera, pocos días antes de que Santo llegara a Londres, lo hizo por su lado y por vez primera su cuñada, la joven Laura Barbieri, recién casada. El nuevo matrimonio, en viaje de luna de miel, frecuentó todos los salones de moda de la capital británica. Así fue como todo Londres supo que Chiara Barbieri, la esposa de Santo Orlando, llevaba muerta cinco años en las Catacumbas de los Capuchinos en Palermo.
Del diario adecentamiento del cadáver de Chiara y de desvestirlo y vestirlo se encargaba personalmente el conde, ayudado por la misma doncella que su esposa tuvo en vida. Todas las mañanas, puntualmente a las diez, llegaba el carruaje de Santo Orlando a la puerta de las Catacumbas. Todo el mundo sabía en Palermo que el conde no volvería a casarse. Seguía estando casado con aquella jovencita muerta con la que pasaba las mañanas, a quien le leía las novelas sentimentales que a ella le gustaban, para la que organizaba semanalmente conciertos de cámara, en unas reuniones que llegaron a conocerse como el salón de la condesita Orlando. La gran sociedad palermitana parecía detentar el poder de paralizar a la muerte. Todo aquel que había sido alguien en la ciudad desde el siglo XVII residía allí, en estas Catacumbas, resistiéndose a desaparecer de la faz de la tierra, embalsamados por las sabias manos de los padres capuchinos y vestidos como si fueran a salir a hacer su paseo vespertino por Vittorio Enmanuelle o Via Maqueda.
Lisa Shergold nada preguntó cuando el conde regresó a Londres aquella misma primavera en que Laura Barbieri había desvelado las circunstancias de la vida del siciliano. Ningún anglosajón podría entender aquel fenómeno de las Catacumbas de Palermo.Lo consideraron como un asunto personal y ahí se acabó la indagación. Eso sí, las otras amantes esporádicas de Santo le excusaron de sus favores desde aquel momento. En cambio, Lisa no sólo continuó la relación como siempre, sino que acrecentó su tácita complicidad. Nunca explicó sus razones, pero ayudó al conde a mantener su idolatría y a habitar en su locura. Si bien muchos dijeron en Palermo que fue ella quien le mató por celos envenenándolo, lo cierto es que murió en Londres, en la casa que alquilaba siempre, en compañía de Lisa. En sus brazos, se difundió enseguida. Aunque eso nunca se pudo saber puesto que Lisa sólo habló de las circunstancias exactas de la muerte con los médicos que dictaminaron un fallo de su corazón como causa del fallecimiento. En Londres fue un escándalo mayúsculo. A Lisa le costó su matrimonio. Pero no le importó. Todo Palermo la vio, enlutada de los pies a la cabeza, recorriendo el camino entre Villa Buzza y las Catacumbas, detrás del féretro que portaba el cadáver embalsamado de Santo Orlando. Luego fue a contarle, al oído, a la niña Chiara lo que había sucedido.
Vía Láctea
Nuestro Sol y los planetas que lo rodean,
incluida la Tierra, viajan por la Vía Láctea a 220
kilómetros por segundo, suficiente para llegar de Madrid
a Ciudad de México en 45 segundos, y
Eso, ¿qué tiene que ver conmigo, que tardo tanto cada
mañana en despertar, mirar al Sol, decidirme a bajar a la
calle y caminar?