M. Martínez Forega

Resistencia del aire. La poesía de Fernando Aínsa

Martínez ForegaEn 2010 trasladé a Fernando mi impresión epistolar sobre Bodas de oro, algunas de cuyas palabras reproduje en la librería Cálamo durante la presentación de ese libro magnífico publicado en Cáceres por la Institución Cultural El Brocense. Citaba allí a Henri Bergson (nadie como Bergson para estetizar el tiempo, y nadie como Bachelard para estetizar el espacio) para probar la influencia mollar del tiempo en el abordaje de la poesía. Y citaba a Bergson porque las cronopatologías como argumentos estéticos están más que documentadas por los exegetas; y citaba a Bergson porque ya decía Wordsworth que detrás de todo poeta ha de haber siempre un buen filósofo, cualidad que atavía a Aínsa en abierto contraste con la sutil ignorancia filosófica que reduce a simple vacío a una grandísima parte de la última poesía neorrealista. Así que me parece argumento bastante para referirme otra vez al más kantiano pensador parisino. Entre otras cosas, porque difícilmente encontraremos símil poético más acabado que esta Resistencia del aire para ilustrar la esclarecedora certeza que Henri Bergson redacta en su Memoria y vida. Si el filósofo francés propugna ahí que cada suceso de nuestra existencia incrementa sin tregua el pasado sobre el pasado y éste se conserva por sí mismo, la poesía reunida por Fernando Aínsa en este libro constituye una prueba evidente de esa memoria acumulada. Sin embargo, Bergson advierte que la memoria no es una facultad que clasifica recuerdos en un cajón, sino que la memoria, consustancial al pasado en su propia definición, se encuentra siempre inclinada hacia el presente, pugnando por juntarse con él, presionando contra la puerta del presente. A partir de esta formulación, poco puede añadirse al hecho de que sea la poesía uno de los mejores mecanismos literarios, y más proclives, a que la memoria abra finalmente el portón del presente o se cuele de contrabando por su puerta entreabierta para instalarse en la conciencia con el propósito último de esclarecerlo. Ni más ni menos que lo que Aínsa nos propone: esclarecer su presente con estos poemas que reúnen su trabajo poético de diez años, los que van desde 2007 a 2016.

Fernando Aínsa llega tarde a la poesía, pero con una fuerza y vitalidad que están a la vista, las mismas fuerza y vitalidad características de su personalidad singular. Publica su primer libro de poemas con setenta años, raro ejemplo de provectismo poético que desmiente concluyentemente cualquier célebre precocidad. Ni Rimbaud, ni Keats, ni Corbière, ni Mácha, por ejemplo, habrían imaginado siquiera semejante fuerza expresiva a esa edad, que aún se prolonga con Reflejos en el tiempo, aparecido el año pasado en la editorial Vitruvio.

Aprendizajes tardíos se redacta en pretérito imperfecto y, además, para desmentir a Milton siquiera preventivamente, se escribe en el paraíso encontrado de Oliete, en ese huerto junto al río Martín que, de la misma manera que para Leonardo Sciascia lo fue Sicilia, será para Fernando su gran metáfora topológica.

Bodas de oro, presenta cierto estoicismo de raíz senequista, una especie de temblor sereno que, a veces, se distancia con ironía o entra de lleno en la sosegada observación de esa presencia de la compañera cuyo hábito reúne reproche y ternura siempre conducidos por el amor traspasado de tiempo, pero que tiene su ancla en aquella primera playa que ignoraron las mutuas miradas.

Clima húmedo es un ajuste de cuentas con el pasado, aunque un ejercicio de observación puntillista de lo cotidiano y, como las rutinas, signo del progresivo deterioro en el que las cosas, los objetos, se transforman en intangibilidad filtrada por la decidida exposición emocional del poeta.

Poder del buitre sobre sus lentas alas, se asimila a un permanente ensueño no sólo de vuelo, sino de la materia transmutada en inmanencia espiritual, en una especie de metempsicosis personal, privada, que atestigua, en fina paradoja, la fuerza de la decadencia biológica.

Capitulaciones del silencio y otras memorias, apela al recuerdo puro de un tiempo inscrito en la pubertad y la juventud. La importancia de la amistad y de la relación familiar que, con dolor a veces, con nostalgia otras, vierte una mirada nítida sobre un pasado preciso y bien perfilado.

Tenemos, por lo tanto, un conjunto de textos capaz de juzgarse sin riesgo como las memorias poéticas de Fernando Aínsa, escogidas, eso sí. Pero el tránsito por esos períodos pasados que, como decíamos, se acumulan en el presente para desvelarlos y, desvelándolos, iluminarlo, no sería nada si no concluyera por adherirse a la firme convicción de que «vivir es haber vivido», axioma que André Gide (coetáneo de Bergson y parisino como él) formula en El inmoralista y que hace a ambos tan resumidamente próximos. Ya nos advierte Aínsa en el poema preambular de Aprendizajes tardíos que hará recuento de parte de su vida; sin embargo, con ser casi siempre la vida —desmintamos a Nietzsche transitoriamente— un fin regido por la utilidad, no es éste el asunto que el filtro de la memoria rescata en los poemas de Fernando; muy al contrario, se sirve de sus útiles, de sus rutinas, incluso de sus acontecimientos más pueriles para otorgarles esa fuerza verbal transida por el pálpito de la emoción que los muda en frutos verbales ya trascendidos; los convierte en valores universales, como así le es propio al verbo de la poesía. En este reto tiene mucho que ver la existencia; la existencia no tomada en su significado común, sino en su extracción etimológica, en el sentido de aparición, de salida al exterior, porque ningún conocimiento de algo es lo suficientemente profundo y radical si no comienza por descubrir el lugar y el modo dentro del orbe que es la vida. Éste es el verdadero significado de la realidad, lo que surge ante nosotros, lo que existe ajenamente a un yo que Fernando Aínsa ha sabido inscribir en sus poemas después de descubrir el lugar (la poesía) y el modo (un pasado traído al presente). Vivir, sí, es muy probablemente haber vivido, aunque de todo lo accidental que la vida nos ofrece, vivir es también haber leído, máxime cuando nos atenemos a las condiciones de la escritura como ejercicio transformador de la realidad que es, al fin y al cabo, lo que la literatura persigue y, más aún, la poesía. Asunto que a Fernando —como a todos nosotros— le es extraño en la medida en que forma parte de una realidad externa, pero que en él conforma a su vez esa memoria edificante encargada de construir su presente lírico; de ahí la profusa presencia de autoridades que o bien actúan de pórticos del discurso poético o bien se entreveran en los versos encontrando perfecto acomodo verbal.

A la manera krausista, adopta Aínsa esa actitud casi hierática del observador que piensa: su mirada describe y su pensamiento escribe dando así pábulo a la comunión inicial de la forma y el contenido que luego han de constituir los argumentos de la linealidad en el espacio y en el tiempo de la escritura, pues, en efecto, escribir ha de definirse como la construcción de un espacio en el tiempo. Del mismo modo, imagino a Fernando, desde su hortus apertus, dirigir su mirada al río Martín en Oliete y contemplar el discurrir del cauce cuyos guijarros fruncen las aguas someras de la corriente, y vagar de la observación a la reflexión, de lo estático a lo móvil, de lo visible a lo imperceptible dispuesto ya a asumir su traslación a la rica movilización interior de un ser mutado ya en poeta. Este ayuntamiento del observador y del pensador da por fin con el scriptor, citémoslo en latín para autenticar mejor su tarea y su germen. De este jardín abierto brota su poesía como brotan las hortalizas, el nogal y el olivo, la higuera, el manzano y el almendro, y allí se envaina en la tierra el riego del agua prístina fluyendo de aquel hontanar en lo alto nutrido por los cúmulo-nimbos estivales y los hielos del invierno quebradizo. De ese plano cerúleo jaspeado por los pájaros y cuyo sol es a veces eclipsado por el ala del buitre, procede también el activo recordatorio: la bufanda roja en Palma de Mallorca, la humedad sofocante del Río de la Plata, el barrio Malvín en Montevideo, Eduardo, la barca, Álvaro y su «Triumph» de 500 cc., la «Guzzi», la cima de Sainte-Victoire en Aix-en Provence, Manila, el jersey negro de cuello alto, Ginebra, la India, Zaragoza, la hermana, mamá y su güisqui, Nefertiti, Dorita, el padre melómano y mozartiano… tránsitos recordatorios encabalgados en este auténtico eutópos turolense que no sólo es fértil en su donación natural, sino como señuelo irresistible para el traimiento de realidades difusas que van revelándose y creciendo hasta adquirir su unívoco perfil madurado por el recuerdo y que inequívocamente señalan no sólo una iconografía simbólica universal, sino también la fijación de una mitología personal, doméstica y, sin embargo, desplazada hasta la comprensión del lector como nomenclatura propia, identificativa, asimilada al propio universo mitológico de cada uno de los lectores.

También le recordaba a Fernando en aquella carta una cita de Horacio: Difficile est proprie communia dicere. Aunque me parecen útiles y prácticos (porque así el censor evita muchas complicaciones), no soy partidario de los análisis formalistas. Ese criterio, no obstante, ayuda en algunos aspectos que —debo decirlo en seguida— atañen a esta lectura de Resistencia del aire y que me parece abiertamente —lo reitero— unas memorias poéticas. Anclaré esta impresión en la generosidad con que el léxico de Fernando Aínsa acude a la serie nominal ‘pasado’, ‘presente’, ‘memoria’, ‘recuerdo’, etc., además de a la amplia extensión de los campos semánticos asociados a ella y a su numerosa familia también semántica. No los citaré por su desmedida objetividad no pertinente aquí. Lo que sí interesa destacar es la certeza (yo así lo creo) que destilan las palabras de Horacio. Es difícil expresar con propiedad las cosas corrientes, dice el republicano. Entonces, ¿de qué herramienta se sirve Fernando para hacer sencillo lo complejo, para que su selección léxicosintáctica fluya como una corriente sin obstáculos en un discurrir pausado pero constante en el que de nada sirve el apremio? Cuánto deberían aprender los poetas postmodernistas, tan prosaicos, de este flujo rítmico que deja tras la lectura el regusto de la cadencia del verso. Aínsa logra concertar la unidad formal con la unidad de contenido, alcanza bellísimos destellos porque en su frente brilla aquello que los krausistas llamaron «el rayo del genio»; puede, por lo tanto, recoger y, al recoger, anudar el lazo que identifica la realidad exterior y el misterio desvelado para ofrecer como producto de su arcana gestación la intimidad de un mundo que sublima nuestras propias emociones y las recrea.

En todo ello confluye un contundente acento existencial en el sentido que antes mencionaba, es decir, en el sentido de surgimiento, de aparición de la realidad frente a un yo plenamente lírico que habrá de arrojar sus redes exegéticas para transformarla: desde la memoria hasta el presente, pero con clara proyección a un futuro en cierto modo estoico; desde la elipsis perifrástica que elude citar a la muerte como acontecimiento trascendental hasta la presencia aparentemente elemental de una nuez o de una patata. Interviene en este proceso aquella actitud socrática de autoconocimiento, a quien Fernando cita sin citarlo, pero también de reconocimiento de lo externo trasladado a la corporeidad de la palabra que va recreando su memoria psíquica, a veces en paralelo a un presente literalmente contemplativo de mirada panorámica; otras, remitiéndose él mismo al análisis meticuloso de una externalidad que jamás sucumbe a la indiferencia, sino que se convierte siempre en materia poetizable.

Resistencia del aire es con propiedad una biblia, un libro de libros en el que Fernando Aínsa recupera lo acaso perdido, mucho más lo inadvertido, haciendo buena la interrogativa duda del poeta «¿nunca antes de conocerte te había visto?»Resistencia del aire conjunta un universo poético donde cobra extraordinaria importancia la materia, un materialismo por completo exento de horror vacui en el laberinto de su escritura. Si Aristóteles en su Física refutó la existencia de ese vacío abismal, tuvo razón; sobre todo tuvo razón para atestiguarlo hoy en la poesía de Aínsa, a quien en absoluto deduzco seguidor del atomista Demócrito, puesto que Resistencia del aire lo ocupa todo, lo llena de materia física y de sustancia psíquica. De la materia viva que avanza hacia su caducidad final como lo hace una vida; de la materia viva microbiológica que termina identificándose con la macrobilogía de la vida y la experiencia propias; de la materia carnal transmutada en vuelo, en ave poderosa que acoge el hábitat interior del poeta y sus hábitos; de materia carnal que adquiere plena conciencia de la decrepitud y de la muerte hasta desear ser víctima del ágape sacrificial del ave vulturina como gran metáfora del eterno retorno o de la resiliente fénix egipcia; de la materia lúdica y zoomorfa que en escorzo irónico identifica el topo excavador y ciego con su apéndice balaneal. Fernando Ainsa lo ocupa todo con esa también mirada antropológica restauradora de la raíz y la sabiduría popular difuminando por completo el prejuicio preventivo ante lo diferente; transforma lo baladí en eminente y distiende la rutina doméstica hasta el plano universal del conocimiento porque se cimienta en el amor y en la firme pertenencia mutua del uno en el otro; la pérdida de la energía vital la advierte con la natural serenidad de quien, en todo caso, agradece la demora a la cita con la que él llama la «dama del abismo».

Resistencia del aire es un mayúsculo ejemplo de sinceridad moral y de desvelamiento de un poeta tardío que ha vadeado definitivamente un género literario. De este baño, cuando alcanzó la otra orilla, siguió siendo un hombre distinto. Tuvo tiempo y lo guardó. En su respuesta no hubo lamento, sino la constatación de un hecho insoslayable que exige impasibilidad, un ejercicio que no es tanto de resistencia pasiva como de vitalidad intelectual; no es tanto de entereza como de acción literaria; y lo es sin duda de firme fortaleza contra la escatología.

Anotaba Kierkegaard que la vida siempre se proyecta en el futuro, pero es el pasado el que la impulsa.

En la manifiesta aspiración panteísta de Fernando Aínsa confluye esa otra línea casi inédita en la poesía española: el animismo, una consciente restitución de las cosas a su lugar de origen, de las bestias a su hábitat, del ciclo vital a su medio natural, una, en fin, identificación del espíritu con las cosas, con su morfología y su zoomorfía.

Todos los actos poéticos se subordinan a ese fin supremo de gozar de la palabra en armonía imitativa, en luz asombrosa y enriquecerla así como fruto eugenésico de ese connubio. De ahí arranca la estética más convincente de Fernando Aínsa, pues la estética no es un sistema cerrado de dogmas o creencias, sino actitud lírica ante el fascinador espectáculo del mundo y de la vida como memoria del tiempo, como descansillo de la fatiga o como renacimiento. Ese ardiente enamoramiento de la belleza y su síntesis transfigurada en múltiples espacios, en seres que visten sus ropajes antropológica o zoomórficamente perfectos, seres tonsurados por la divina carimba. Fragua donde se urden los fuegos léxicos, el mundo fenoménico que llega a aparecérsenos como símbolo de algo superior, pues al poetizar la realidad de esas cosas sensibles tan reales, nos encontramos con que son así, en efecto reales, pese a tener que asignarles un mantillo abstracto; Resistencia del airemuestra, por fin, la riqueza poética de un optimismo realista y la fe de un corazón que siempre palpitó con naturalidad absoluta.


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