Esa casa me fascinó desde el primer día que entré allí con Mar. Todavía éramos dos adolescentes. La fascinación que sentía por esa casa no obedecía a su belleza, grandeza o esplendor. Tampoco era una casa moderna. Más bien antigua, más bien pequeña, más bien destartalada y, sin embargo, fascinante para mí.   Después supe que ella, mi amiga Mar, la odiaba. En realidad, no era su casa, sino la de su abuela, con quien ella vivía desde que el abuelo murió y su madre tuvo la feliz idea de enviar a la mayor de sus hijas a hacerle compañía. Pero Mar la odiaba.Era la portería de un convento de monjas. Entrando por la verja del convento, a la izquierda, había una puerta extremadamente alta —o así me lo parecía a mí entonces— que daba directamente al comedor y sala de estar a la vez. Los muebles antiguos y más valiosos de la casa ocupaban toda la estancia, de tal manera que apenas quedaba sitio para pasar alrededor. A la derecha, una cocina antigua, algo remozada y a la que se le había reducido el
espacio original para construir un minúsculo baño con sólo lo imprescindible. De la cocina partía una escalera angosta y oscura que terminaba en dos alcobas. En la de la derecha dormía la abuela y tenía un ventanuco que asomaba directamente al fogón y la de la izquierda era la habitación-alcoba de Mar. Y su refugio.
La ventana que se veía desde la sala era por la que yo esperaba la aparición de Mar. Cuando iba a buscarla o a visitarla, ella se asomaba desde arriba y yo —que todo lo que había visto eran pisos vulgares— me quedaba boquiabierta como si estuviera tal que frente a un castillo encantado por cuya ventana de la torre principal surgía la princesa Mar con su pelo negro cayendo hasta la mitad de su espalda y sus ojos profundos que me miraban displicentes sin comprender mi fascinación por lo que simplemente era una portería de un convento de monjas —el noviciado se llamaba, por ser el lugar donde se formaba a las nuevas integrantes de la congregación— antigua, destartalada y con escasa ventilación.
Lo que menos me gustaba era que en la casa siempre había gatos. Nunca me han gustado los gatos y me asustaba un poco saberlos por mis pies. A pesar de la pena que me daba cuando Mar —solo por ver mi cara de terror— me contaba el modo en que su abuela ahogaba a los gatillos recién nacidos, cuando alguna gata paría demasiados.
—No queda más remedio —trataba de consolarme después—, de lo contrario esta casa estaría invadida por los gatos y tampoco tendríamos con qué alimentarlos a todos.
Tampoco me gustaban los hábitos negros amontonados en el suelo de la cocina sobre una tela blanca. La madre de Mar, que acudía todas las tardes a aquella casa, los cosía sin parar,
forzando la poca vista que le quedaba. Mar fue acumulando amargura, rencor y odio hacia aquellos seres vestidos de negro que habitaban al lado y que tiranizaron sucesivamente a su abuela, la señora Nicolasa, portera y recadera que tenía que estar a disposición de las hermanas a cualquier hora del día y de la noche; a su madre, haciéndole coser y sobrehilar continuamente hábitos y más hábitos
negros como la noche —la madre de Mar era bastante miope y terminó por perder casi toda la vista—; y, por acabar con las tres generaciones, pretendieron tiranizar a Mar, a base de humillarla en el colegio que ella y yo compartíamos —regentado por las mismas monjas— y recordarle continuamente que podía estudiar gracias a ellas.
El servilismo de su madre y su abuela sacaba de sus casillas a Mar. No perdía ocasión para contestar de forma bastante grosera a las pusilánimes monjas cuando se le acercaban con algún recado. Al principio, las contestaciones de Mar me chocaban porque las veía desmesuradas; luego, caí en la cuenta de que la contestación era un reproche continuo que Mar les hacía por aprovecharse de la posición de ventaja en la que las monjas se encontraban frente a su abuela y del sentido del deber de su madre.
Entre rabieta y rabieta, Mar pasó su infancia. Su naturaleza inquieta y espíritu de contradicción permanente le causaron no pocos problemas en su época escolar de la que salió bastante airosa gracias a su inteligencia y sentido común. La adolescencia —ya de por sí difícil— fue para Mar una continua lucha entre lo que sentía y lo que su razón le decía que debía hacer. Pero también, o quizá por eso, fue su época más creativa. Porque Mar era una artista. En cualquier faceta de expresión artística habría destacado, aunque nadie de su familia se hubiera parado un minuto a pensarlo. Mar, a pesar del parapeto que se había construido en forma de mal carácter, era la hija sensata de una familia en el seno de la cual se pensaba que lo que había que hacer era trabajar para vivir y dejarse de pamplinas.
En esa época, sin embargo, ella todavía se dejaba llevar por su espíritu creativo y comenzó a expresar sus sentimientos a través de la pintura, la música y la literatura. Lo que mejor hacía, sin duda, era lo primero, pero lo más sencillo para una simple alcoba sin intimidad alguna, era lo último. Yo le animaba con la pintura. Un buen amigo, muy querido por ella, también. Nadie más.
Tenía la capacidad de captar en cuatro pinceladas el significado de las cosas y de su corazón salían palabras de amor en forma de poema dulce y delicado, sin rozar siquiera la cursilería, lo que contrastaba con su carácter habitualmente rudo y seco. Me llevó su tiempo darme cuenta de la naturaleza sensible de Mar. Ella no solía dar a conocer sus sentimientos a nadie. Tenías que adivinarlo por tu cuenta y poner interés. Así que me atrevería a afirmar que sólo cuatro o cinco personas de las que la conocieron entonces ratificarían que Mar era una persona dulce, sensible y tierna. Ella se encargó de parapetarse detrás de un muro de pragmatismo, realismo y una buena dosis de mal genio.
Mar nunca dijo a nadie que se moría por practicar el arte que más amaba: la pintura. Su capacidad para comprender que su familia no se podía permitir el lujo de que la hija mayor y más inteligente se decidiera por una vida bohemia que supondría, en cualquier caso, romper con ellos de por vida y, desde luego, arriesgarse a cruzar esa línea que sólo los aventureros, idealistas y con poco sentido del deber y la responsabilidad, se atreven a cruzar. Mar no era de esa clase de personas y sofocó a jarros de agua fría el fuego de su corazón.
Poco a poco se fue construyendo una vida bastante vulgar y rutinaria a mis ojos, que consideraba que ella merecía tener la vida de princesa de cuento de mi imaginación. Tanto era lo que la admiraba y la quería.
—Mira —me explicaba con paciencia inusual en ella—, no le des más vueltas, tengo claro que después de estudiar encontraré un trabajo, me casaré, tendré hijos, crecerán, envejeceré y me moriré. Como todo el mundo. Eso es todo. Yo no soy especial, no te engañes.
Pero sí lo era y cada vez que hacía un comentario de este tipo algo se retorcía dentro de mí y me sumergía en una sensación mezcla de decepción e injusticia. Porque quien tiene la lucidez suficiente para comprender el proceso de una vida en la época adolescente, es que tiene la capacidad de ir más allá de la apariencia de las cosas.
Mar nunca cayó en la trampa de creerse, como yo, que por delante había una vida maravillosa y llena de posibilidades para nosotras dos. Ella sabía exactamente hasta dónde se podía llegar y no quiso hacerse la ilusión de que era posible romper la inercia, dar un giro y lanzarse a un abismo de creatividad grande y ancho como la propia vida que nos aguardaba.
Sin embargo y aunque ella no lo quería ver entonces, algo de bueno tenían aquella casa y el convento de al lado: el olor. El olor que salía de ambas cocinas te penetraba hasta dentro y te envolvía en aromas conocidos de siempre y recordados mucho tiempo después como los olores que podrían identificar toda una época de nuestras vidas.
Si algo sabían hacer aquellas monjas era comer y dar bien de comer. La abuela de Mar —gran cocinera de estilo casero y tradicional— les ayudaba en ocasiones en que debían agasajar a invitados relevantes: algún cura venido de las misiones o benefactores que dejaban una parte de sus fortunas para ganarse un trocito de cielo mientras disfrutaban de una buena ración de pepirigate de verduras, conejo a la canela o arroz a la zaragozana.
Muchas mañanas de domingo, muchas tardes de sábado y, sobre todo, en fechas como Navidad o Pascua, yo podía disfrutar del olor de los pucheros en cuanto enfilaba la calle. El jamón con tocino y la longaniza friéndose en la sartén, con un fondo aromático de cebolla (era mi olor preferido), me daban la pista de que ese día había gente importante y la verdura tenía que ser aliñada con esmero. Al entrar al patio, cerraba los ojos y me imaginaba las sartenes soltando humos de distintos sabores. No podía evitar una punzada de placer en el paladar y en el estómago.
Pero no era necesario que fuera un día especial para poder percibir en aquella cocina los olores más seductores. Durante los días de labor —como los llamaba la abuela de Mar— también se comía bien. Y eso era lo más curioso de aquella casa de tan escasos recursos.
Gracias a los favores —trabajo no remunerado en opinión de Mar— que la señora Nicolasa hacía a las monjas, podía conseguir lo que en muchas casas de aquella época se hubieran considerado manjares. A las monjas no les faltaba de nada, ni en los tiempos de más carencias, así que, por mucho que Mar las odiara, teníamos que reconocer que más de un día y más de dos, pudimos saborear una buena merienda, comida o cena, gracias a su existencia y, por supuesto, a la de la abuela.
Mientras esperaba a que Mar terminara alguno de sus poemas, yo me dedicaba a observar a la abuela, sentada en una silla de anea que había en un rincón de la cocina. Con el rabillo del ojo vigilaba a los gatos que tenían la costumbre de subirse al halda de quien se sentaba en esa silla. Me inquietaban los gatos, pero me atraía más ver las manos de la señora Nicolasa cortando a láminas idénticas unas patatas con movimientos rápidos y seguros o pelando alcachofas a la vez que vigilaba los trozos de cordero freírse en el recipiente de barro que acabaría llenándose del más exquisito rancho o removiendo unos ajos en la sartén que se doraban para un sofrito o machacando con el almirez el perejil que siempre tenía en un vaso de agua, verde y fresco.
Mar me llamaba desde arriba y a mí me costaba quitar los ojos de aquellas manos tan diestras. Subía la escalera volviendo la cabeza varias veces para observar los gestos repetidos una y otra vez de idéntica manera.
—Mañana haremos migas —anunciaba algunas tardes la señora Nicolasa Y yo me preparaba rápidamente para ponerme a cortar en forma de parrilla la hogaza de pan guardada durante una semana. Luego, las íbamos sazonando con sal y humedeciendo con unas gotas de agua. Con un paño, algo húmedo, las tapábamos hasta el día siguiente en que me encargaba de llegar a tiempo para disfrutar del olor de los ajos pelados haciéndose despacio en la sartén.
Pero los mejores momentos eran aquellos domingos de invierno, de esos inviernos de entonces cuando hacía tanto frío que el calor de una cocina era el lugar más seguro para pasar la tarde. Y era en esos momentos cuando la señora Nicolasa, si no tenía ningún quehacer para las monjas, nos hacía una de sus especialidades de repostería que saboreábamos con una taza de chocolate calentito y espeso, colmando de placer mi paladar.
Nunca ha sido el dulce una de mis preferencias, pero había dos cosas que me entusiasmaban: los mantecados de almendra y las rosquillas. De estas últimas me solía llevar unas cuantas para desayunar al día siguiente. En estas tardes de domingo, la señora Nicolasa se molestaba en explicarnos cómo iba haciendo la merienda que despacharíamos en cinco minutos después.
—Para que el día de mañana sepáis hacer algo más que un huevo pasado por agua.
Mar, a la que no le ilusionaba nada esto de la cocina, hacía un mohín de disgusto, pero yo la miraba suplicante y cedía a mis deseos. Yo trataba de no perderme detalle, observaba con atención cómo batía los huevos con azúcar, los mezclaba con la manteca, la levadura, la harina y la almendra molida, para hacer la pasta. Y ahora venía la parte que más me gustaba y en la que la abuela nos dejaba participar: estirar la pasta y cortarla para poner a hornear los mantecados una vez bañados con el huevo batido. ¡Qué olor salía de aquel horno! Si no tenía mucha prisa, también nos dejaba formar las rosquillas con las manos, después de asegurarse de que nos las habíamos lavado a conciencia.
Comencé a amar la cocina desde entonces. Creo que la señora Nicolasa contribuyó en una buena medida a que me guste tanto moverme entre cazuelas y pucheros. Me fascinan las cucharas de madera, las tarteras de barro y todos los tipos de sartenes desde que frecuentaba aquella cocina. Mar se reía de mí y me auguraba un futuro de ama de casa rodeada de una docena de hijos y haciendo los domingos una enorme cazuela de albóndigas de bacalao, mientras calculaba con sonrisa maliciosa las horas que tardaría en formar las cuarenta y ocho o cincuenta albóndigas que, según ella, necesitaría para la ocasión.
La visión de este escenario de harina, rodeada de niños gritones me ponía los pelos depunta y me alejaba durante unos días de aquellos olores, pero justo cuando empezaba a convencerme de que no podía limitar mi mundo a las paredes de una simple cocina, ocurría que llegaba un viernes de cuaresma y sus consabidas torrijas bañadas en leche y canela o, lo que ya era el colmo del placer de la gula, la boda de una sobrina de las monjas que ponía en marcha los hornos disponibles en el convento y la portería para asar a fuego lento el ternasco y medio que aparecía como por encanto en poder de quienes —refunfuñaba Mar— tenían voto de pobreza. Y es que, en esos momentos, de lo único pobre que se acordaban las monjas era de las patatas que, «a lo pobre», acompañaban al exquisito asado.
Y así, mi afición al arte de la buena cocina, de la cocina sin juegos florales ni acrobacias, fue creciendo al mismo tiempo que mi deseo para que no se echase a perder la capacidad creativa de Mar. Por ambas razones, mis visitas se tornaron cada vez más frecuentes, hasta convertirse en cotidianas.
Una tarde muy fría y muy triste, la abuela de Mar murió. Pocas horas antes, había dejado un cocido preparado cuyo caldo se encargó Mar de tirar por la fregadera, enrabietada por la muerte de la abuela —que ella achacaba al desgaste al que le habían sometido las monjas— y porque odiaba la sopa con toda su alma y la sopa había estado presente en todas las cenas de Mar. Juró no volver a probarla.
Volvió a casa de sus padres y yo nunca más puse los pies en aquella casa. Pero siempre que he pasado por esa calle —en coche, porque andando siempre la he evitado— me ha vuelto el recuerdo oloroso de las cocinas, la grande, la oficial y la de la portería. Ambas me iban construyendo el calendario según el aroma que respiraba. Sabía que llegaba la Navidad porque me lo recordaban el olor de la salsa de almendras que acompañaba los cardos y el vino quemado, perfumado con canela en rama y corteza de naranja y azúcar, típico de la Nochebuena. Caía en la cuenta de la Cuaresma porque no se olían ni refritos de jamón, ni longaniza y los garbanzos eran de «ayuno». Me enteraba del Carnaval más por los crespillos que por las máscaras. De este modo, se repetían los aromas y con ellos las fiestas mayores y menores, salpicadas de algún imprevisto, fruto de una visita inesperada merecedora de obsequio especial.
Mar cumplió a rajatabla su predicción de adolescente sobre su trayectoria vital. Para no dejarse ni un solo detalle de normalización y estandarización existencial, hizo oposiciones a funcionaria en plaza administrativa para realizar un trabajo rutinario y mecánico en el que cada año no se distinguía un ápice del anterior. Se casó, tuvo dos hijos y cumplió, de esta forma, con las expectativas familiares y sociales que tan poco tenían que ver con sus aspiraciones creativas de adolescente soñadora. No volvió a coger un pincel, ni a inventar una letra para una canción, ni siquiera un pequeño poema de amor o desamor.
Yo, contrariamente a ella, no seguí ninguno de los cánones de la buena compostura social. Mi falta de rebeldía adolescente fue compensada con creces por mi rebelión posterior. Mi amor a la cocina no disminuyó y mi ubicación en el mundo siempre tenía que ver con la gastronomía, pero mi postura divergente dio con mis huesos en la indefinición permanente:
no acababa nada de lo que empezaba, ni mis estudios de hostelería, ni mis relaciones de pareja, ni tan siquiera la integración en un grupo humano, fuera el que fuera. Caminaba por la vida dando tumbos, picando de aquí y de allá sin llegar a descubrir cuáles eran mis objetivos. Parecía como si el cierre de la cocina de la portería del convento hubiera acabado con mi serenidad emocional y me hubiera echado al mundo desprovista del agarradero suficiente como para construirme un ritmo vital sin tanto sobresalto.
Habían pasado muchos años y mi vida era un caos. Destrozada físicamente por el derroche desenfrenado de energía en vida nocturna, probándolo todo y no quedándome con nada, no tenía ni valor ni ánimo como para pararme a pensar qué hacer. Una mañana de resaca imposible me encontré con Mar. Fue quizá el momento más lúcido de mi vida, al que, naturalmente, contribuyó definitivamente el sentido común de Mar que lo tenía en cantidades industriales.
Me miraba detrás de esos grandes ojos oscuros y profundos, mientras yo le ponía al día de mis últimos desencuentros con la vida. Pero, gracias a ella, salí de este encuentro decidida a hacer algo sensato y cabal que equilibrara el completo desatino anterior.
—Todavía tienes tiempo —me insistía Mar.
Como compensación por haber seguido creyendo en mí, yo, que nunca había dejado de creer en ella, la convencí para que volviera, retomara o empezara de nuevo con los pinceles.
Y ella, que llevaba ya un tiempo con el gusano artístico recomiéndole las entrañas, aceptó intentarlo, pero con una condición.
—Me vas a prometer que pensarás en montar un restaurante en el que deposites todo ese amor que tienes por la cocina y, lo que es más importante, te proporcione un medio de vida Mar no levantaba nunca un palmo los pies del suelo. Siempre sensata, siempre pensando en las cosas prácticas, en las raíces. Sin embargo, en esa ocasión yo supe arrancarle a ella la promesa de pensar en volar de vez en cuando. De este modo, ella olvidaría alguna vez su seriedad y yo bajaría de vez en cuando a la tierra para asumir responsabilidades. Aceptó el reto y me entusiasmé con la idea.
La idea se me hacía grande y lejana, pero inmensamente atractiva y, a medida que tomaba forma y se acercaba, aumentaba mi entusiasmo. Con el empeño y apoyo inestimables de Mar, conseguí las ayudas y acopio de valentía suficientes para poder abrir las puertas de un lugar en el que se combinan las recetas más novedosas con todas las especialidades de la señora Nicolasa.
Mar recordó, una por una, la composición y elaboración de los platos más exquisitos que habíamos tenido el privilegio de degustar en vida de su abuela. Esta fue una de mis mayores sorpresas. Yo sabía de la capacidad de Mar para memorizar, pero lo que me dejó atónita fue comprobar cómo en los días en que tan entusiasmada estaba yo en la cocina de la portería y ella tan ausente, en realidad, era ella quien había captado y retenido todas las cantidades, las proporciones y las maneras de hacer de las especialidades de aquella casa.
Me vio tan entusiasmada que hizo un esfuerzo por buscar hasta el último rincón de su memoria las imágenes que tenía grabadas y, entre las dos, pudimos componer un menú variado en el que se combinan los platos tradicionales de su memoria, como las alcachofas en salsa roya, la fritada, los espárragos con bacalao, el arroz con conejo y caracoles o la pierna de cordero mechada y las nuevas adquisiciones que yo había aprendido, a salto de mata, en los innumerables cursos en los que había estado inscrita, sobre todo en Francia, cuando me fui siguiendo la huella de un amor fou.
Decidimos que teníamos que dar a la casa de comidas —como nos gustaba llamarla— un toque de especialidad. Le dimos vueltas y más vueltas hasta que a Mar se le iluminaron los
ojos y con una pícara sonrisa comenzó a interrogarme.
—Vamos a ver, a ti ¿qué es lo que te hacía disfrutar más de lo que guisaba mi abuela?
—Pues, mira, no sabría decirte. Me gustaba todo tanto que…
—Pero —insistía— ¿cuándo eras más feliz?
—Sin duda, los domingos por la tarde —contesté sin pensar.
—¿Y qué solíamos merendar?
—Siempre dulce: pastas, tortas, chocolate, pasteles, rosquillas…
—Pues lo que tienes que hacer es especializar el local en postres caseros y dulces como aquellas tardes de domingo.
—Pero, Mar, a mí el dulce es lo que menos me gusta —protesté.
—Mejor, así no te lo comerás.
Y quedó zanjada la cuestión. Volvió a sumergirse en su privilegiada memoria y una a una fue confeccionando todas las recetas con que su abuela había endulzado tantas veces su
trastocada infancia. Y así es como en mi carta se pueden encontrar el bizcocho borracho, los crespillos de borraja, las charabascas, la leche frita o la torta de cerezas de La Cañada.
Mi pequeña casa de comidas va saliendo adelante. Si consigo hacer frente a todas las deudas en las que me he embarcado, lograré hacer de este local mi medio de vida. Cada mañana, al
entrar, cierro los ojos y los recuerdos de aquellos aromas de la cocina de la señora Nicolasa vuelven con la fuerza de los días vividos en la adolescencia. Los manteles a cuadros y las
sillas de anea le dan el toque rústico que yo andaba buscando. Pero a Mar se le antojaba que en estos tiempos teníamos que dar alguna concesión al diseño porque, según dice, ya no
vivimos en los tiempos de su abuela —ni en el de las monjas, pienso yo que piensa ella—. Y mientras trajinaba un día entre los pucheros y las sartenes se me ocurrió.
Acabo de llegar de colgar el último cuadro de la primera exposición de Mar. La casa de comidas tiene ya un toque de diseño: los focos dirigidos hacia los cuadros que adornarán
las paredes y darán la oportunidad a los nuevos creadores, como Mar, de exhibir su obra.
La exposición de Mar será la primera. Está muerta de miedo esperando la reacción del público. Montones de botellas de champagne aguardan en la nevera para celebrar lo que,
para mí, diga lo que diga el público, ya es un éxito. Los tonos pastel de los cuadros de Mar me llenan de gozo infinito. Ella está cumpliendo su sueño.
Mañana nos sumergiremos en un mar de champagne sobre fondo pastel.

Elena Laseca
1º Premio de Relatos Liceo Francés de Zaragoza (1998)
Publicado en el libro “Álex y otras historias”


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