Su dulce rostro, aún dormida, mostraba tatuado el rastro del sufrimiento, y la pena, dos cauces creados por el llanto derramado, desde la comisura de sus ojos y hasta los lados de su nariz.  La radiante luz del medio día incidía directamente en la habitación de paredes blancas y en la cama de sábanas blancas.  Su piel también pálida se mimetizaba con el entorno de la habitación.  Blanco, blanco, blanco; todo era tan níveo y luminoso como si la luz procediera de un estallido nuclear.   Le pasé la mano por la frente apartando su pelo y la besé.  Su cuerpo en reposo produjo un suspiro sobrecogido, acompañado de un leve gemido en el fondo de su pecho, que subía y bajaba con movimientos suaves e inspiraciones profundas.  En la habitación reinaba la paz y el silencio, apenas el sonido de su respiración era perceptible. La cama era un firme colchón de látex sobre un somier articulado, del que partía un cable negro que culminaba en un mando a distancia abandonado sobre una mesilla de haya en el lado izquierdo del cabezal de aluminio.

Al lado derecho del catre donde dormía María, había una minúscula cuna transparente.  Me acerqué sobrevolando la eternidad, sin tiempo ni espacio.  Una dulce personita diminuta abrió sus párpados en cuanto me asomé sobre su pequeña cabecita, mirando a través de mi cuerpo al móvil de juguete que volteaba ositos sobre su cuna.  El amor que sentí hacia esa pequeña criatura no lo había sentido nunca en vida; y la intensidad de ese amor no parecía poder pertenecer a ese mundo, esa tierra cruel, preciosa, y desdichada a la que se viaja a experimentar el sufrimiento.  Porque nadie, ni rico ni pobre, ni enfermo ni sano, ni loco ni cuerdo; nadie; puede pasar por este espacio denso y pesado que llamamos mundo, sin experimentar lo que es el sufrimiento.  Y yo cumplí y lo experimenté sobradamente.  Lo que no sabía es que se puede seguir amando  tanto después de que la parca te arrebate lo que eres, tu “yo”, o mejor dicho, lo que creías que era tu “yo”.

El arroyo cristalino que fluía dentro de la cuna se revolvió, miró directamente hacia mi esencia y entrecomilló dulcemente una maravillosa sonrisa que sobrecogía el alma.  Sus ojos guardaban el color del grano de café maduro que también tenían los de su madre y de su padre y sus mejillas lucían sanas y sonrosadas como la piel de un lechón. Se revolvió molesto, y bajo la sábana blanca descubrió sobre su pecho, una cadena con una pequeña medalla labrada; dos pequeñas serpientes de plata enlazadas entre sí.

Mi hijo levantó su pequeña manita hacia mí.  Yo miré a su madre que yacía dormida recuperándose.   Me aferré a aquella pequeña manita, y la besé. Con la mano libre me así también a la de su madre que la aceptó y arropó aun estando dormida.  Porque nadie es una persona más.

Así me detuve y así sostuve ambas manos durante mucho tiempo; por toda la eternidad.


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