Carmen BandrésMemorias de bata blanca

Los recuerdos de la infancia aparecen y desaparecen de mi memoria. Se esconden y juegan conmigo; me sacan la lengua, ocultos en cualquier rincón de mi mente y, si por una casualidad los sorprendo, se burlan de mí desvaneciéndose a tal velocidad que resulta imposible atraparlos. Me gustaría borrar alguna de esas imágenes. Contemplar como se esfuman para siempre sin dejar el menor rastro de su presencia anterior.
Son huéspedes indeseables, alojados aquí y allá, que una y otra vez emergen para hacer gala de su talante repulsivo mientras tiñen el mío de turbación. Procuro despistarlos, confundir sus caminos. Es inútil. Me acosan y vuelven, siempre de improviso, para ensartar sus uñas en mi alma desgarrada.
Ortigas que se ensañan con mi espíritu, aguijones ponzoñosos… como las inyecciones que me ponía el practicante tras interpretar con mirada grave la inescrutable letra del doctor Duval.
¡Querido papá! Tu presencia vuelve a mí para reconfortarme. Eras muy reacio a las visitas del médico y presumías de que jamás uno te había atendido, ni siquiera cuando sufriste aquel accidente con el coche: dos vueltas de campana y una costilla rota. “El mejor doctor es la sabia naturaleza —decías, para añadir inmediatamente—: Sólo es menester acudir al facultativo cuando todo falla” Y, en tu opinión, nunca sucedía tal cosa, lo que transformaba la ciencia de los galenos en algo absolutamente prescindible.
A pesar de todo, tu ánimo inquebrantable —intransigencia o manías insufribles, según quienes te querían menos que yo— se resquebrajaba con cierta frecuencia y te inducía a caer en algunas curiosas contradicciones, no siendo la menor de ellas el fervor casi místico con el que recibías la aparición del doctor Duval en casa, algo que sólo acontecía si mis hermanos o yo misma nos contagiábamos de alguna de las numerosas enfermedades infantiles que de vez en cuando asolaban el colegio. En efecto, cuando tras una abundante serie de cataplasmas, baños de vapor e infusiones de las más diversas especies vegetales, mi madre, agotada, te ponía en las manos el listín telefónico y, muy seria, te señalaba el número del doctor subrayado con lápiz rojo, comenzaba un acostumbrado ritual que culminaba con la limpieza exhaustiva de la casa. Nada se libraba y menos aún la habitación del enfermo, preparada con todo esmero para recibir tan importante visita: los cristales alcanzaban un grado insospechado de transparencia, se sacudían las alfombras, intactas desde el último sarampión y se cambiaban las sábanas del enfermito, quien, por supuesto, estrenaba un pijama celosamente reservado para la ocasión. Se dotaba al baño con un juego de toallas impoluto y se acondicionaba el escritorio del salón para que don Ángel escribiese sus recetas con toda comodidad, a pesar de lo cual en nada mejoraba su letra atrabiliaria e indescifrable que, paradójicamente, trazaba con tanta lentitud como solemnidad. Cualquier estancia de la casa, susceptible de albergar siquiera por un instante la mirada perspicaz del doctor, debía ser puesta en revista. Teniendo en cuenta los escasos minutos de su permanencia en nuestro hogar y el agobio que suscitaba, nada tiene de extraño la intensa colaboración y empeño que todos poníamos para aliviar con remedios caseros cualquier malestar incipiente.
Pero al filo de mis trece años, algo cambio dentro de mí. Miraba al doctor de manera diferente y cuando era yo la enferma, experimentaba una sorprendente mezcla de sentimientos: miedo y fascinación, anhelo y rechazo; a veces incluso deseaba que el termómetro, examinado por mamá con ansiedad, señalase la cifra fatídica, límite para promover toda la parafernalia descrita, cuyo desenlace consistía, ineludiblemente, en una serie de inyecciones…
Sin embargo, mis más procelosos recuerdos de bata blanca poco tienen que ver con don Ángel Duval ni con don César, el practicante, a quienes nunca vi vestidos con una de aquellas inmaculadas prendas. En cambio, sí usaba bata, algo arrugada y bastante holgada, mi dentista, cuyo nombre nunca he conseguido suprimir de mi mente por más que me niegue ahora a mencionarlo. Hombre arisco y engreído, de sonrisa tan contraída como su alma, se creía depositario de un enorme poder para hacer y deshacer —sobre todo, en mi boca— con la mayor impunidad. Y, ante la mirada beatífica de mamá, abusaba con saña de sus prerrogativas con el pretexto de empastar una caries o aliviar un absceso. Yo ni siquiera osaba morder aquella mano inmunda que hurgaba en mis dientes armada con maquiavélicos instrumentos de tortura… No lo detestaba tanto como papá, sino mucho más que él.
Todo empezaba en una sala de espera atestada de sillas de un dudoso color verde oliva. Aunque, en realidad, el preludio se iniciaba mucho antes: crueles augurios que precedían a semanas de dolor, sufrido con paciente resignación y vana esperanza de que el padecimiento se esfumase solito, como por ensalmo, lo que obviamente, nunca sucedía. De forma indefectible, el destino se conjuraba para convocarnos a mamá y a mí en aquella antesala sádica, en la que de vez en cuando se filtraban el chirriar del torno y lo quejidos de la víctima de turno. Las sillas mudaban de inquilino una y otra vez, mientras contaba cuántos desdichados pacientes me precederían antes de que yo ocupase el sillón del tormento con los labios bien apretados. Aquel miserable sacamuelas perdía enseguida la paciencia —entre sus muy escasas virtudes no destacaba tal rasgo— y con un par de estudiados pellizcos en las mejillas conseguía un reflejo involuntario que aprovechaba para colar en mi boca algún instrumento y hacer palanca con él…

Aquel viernes, cinco de junio, fue el día —de dolor y gloria— en el que transcurrió mi última visita a aquella consulta. Mamá observaba tras las ventanas las palmeras de la avenida, cuando entró en la sala de espera un rostro vagamente familiar.
—¿Asun, no es verdad?
—¿Y tú? ¡Clara!
Ambas charlan animadamente, felices ante aquel encuentro casual, y yo veo aproximarse mi hora mientras ellas se olvidan de mí. Sobadas revistas de cotilleo se deslizan de mano en mano, rostros demudados por la ansiedad, sonrisas furtivas de solidaridad. Uno menos. Y otro. La revista, estrujada entre mis manos; toda la eternidad cabe en un minuto, un instante fatídico al que las inexorables saetas me aproximan sin tregua.
—¡ Niña, no rompas la revista!
Puertas que se abren y cierran: por fin, lo hacen para mí. Eva, la enfermera, ha venido a buscarme, con su sonrisa que parece un anuncio de dentífrico. Le hubiera sacado la lengua (ocultando, eso sí, el espacio oscuro que se abre entre mis dientes), si mamá no lo hubiera impedido con una mirada clara y determinante.
—Doña Asunción, ¿cómo está usted?… por favor, doña Asunción; por aquí, doña Asunción. Ya sabe usted el camino, doña Asunción…
Y, sin darme cuenta, casi sonámbula, me encuentro sentada en el siniestro sillón, rodeada de instrumentos amenazantes que sugieren terribles torturas. Siento cómo se arquea mi espalda, las piernas rígidas, las manos cubiertas de sudor y los dedos clavados en los brazos de cuero del asiento; un babero que cuelga de mi cuello, la presencia infame del dentista detrás de mí y su orden casi inmediata:
—¡Abra la boca!
Por supuesto, no obedezco. ¿Me ha tratado de usted? Quizá lo haga así, como si yo fuera una persona mayor, para que proteste menos, pero está muy equivocado.
—Siempre tan joven, doña Asunción. El tiempo no pasa por usted.
—Cariño, abre la boca.
Gracias a la complicidad de mamá, ha conseguido burlar mi resistencia y, entonces, separo mis mandíbulas hasta que parecen un buzón de correos, no vaya a pensar que es él quien manda.
—¡Más abierta! —exclama imperioso, para recobrar su autoridad—. Yo intento desobedecer y fundir en uno mis labios. Inútilmente, pues el muy ladino ha aprovechado la ocasión para introducir el torno entre ellos. El giro a gran velocidad de la máquina emite un silbido siniestro y su eco bate mis sienes.
—¿Verdad que no te he hecho daño? —exclama mirando a mamá con su falsa sonrisa, mientras maniobra con sus utensilios en mi boca para impedir el menor conato de respuesta. Me agito en el sillón con la pretensión de incorporarme. Mido con la mirada los metros que me separan de la puerta, calculando mentalmente mis posibilidades de alcanzarla. Inútil. Las manazas del doctor me aferran al asiento y me devuelven a la realidad… ¿Manazas? En realidad, manaza, pues la otra palpa mi muslo, oculta a la vista de mamá, con un pellizco de castigo, o, al menos, eso creía entonces: que se trataba de una simple maniobra represiva. Con el tiempo han crecido mis dudas sobre las verdaderas intenciones de aquel miserable botarate…
—Veamos, doña Asunción. Esto no está nada bien. Debería haberme traído antes a la niña. Seguro que come demasiados dulces… ¡Cuánto sarro! Primero, acabaremos con los empastes y, luego haremos una buena limpieza.
Él, feroz. Despiadado. Implacable. Yo, que intuyo mi próxima adolescencia, opongo una rebeldía aún novicia y, por tanto, poco eficaz. Entre comentarios insidiosos para desviar la atención de mamá y maniobras soterradas, el tiempo transcurre segundo a segundo; derrotada, mis forcejeos se desvanecen poco a poco, débil testimonio de la ansiedad que aún me embarga.
Todo tiene su final, incluso la eternidad. El muy cretino, murmura entre dientes algo sobre la educación de las niñas de hoy en día, que servirá para ganarme una reprimenda suplementaria de mi madre, camino de casa; yo dolorida, con gesto torcido y la mejilla inflamada, no tengo fuerza ni deseo de musitar el menor comentario.
—¡Pero que mala cara trae esta chiquilla! —me saluda la portera—, ¡Anda, niña, que no volverás al dentista en una buena temporada…!
—Me ha dicho que hasta la semana que viene…
—Mire, doña Asunción… no quiero entrometerme, pero he oído que se ha establecido un joven. Aquí mismo, en la casa de al lado. Dicen que tiene muy buena mano y, además, está especializado en niños.

Casi abracé a la oronda señora. Un cuidadoso y bien planeado cerco sobre mamá y, fruto de mi perseverancia, jamás volví a la consulta de aquel sacamuelas… ¡jamás escribiré su nombre! Mi nuevo odontólogo se llamaba Juan Lacasa y se mostró, desde el primer instante, tan amable como comprensivo. Casi logró borrar mis terrores pues, aunque continué soñando con batas blancas, de las que pendían muelas oscuras y dientes amarillentos, tales aprensiones escasamente perturbaban mi descanso y, poco a poco, se fueron disipando. Ni siquiera las recordaba cuando ingresé en la facultad de medicina, contrariando los deseos de papá que había previsto para mí un brillante futuro en el mundo de las leyes.
Llegó el momento de elegir especialidad y la frustrada jurista optó por… la estomatología. Desconozco que oculta razón, tatuada con un bisturí de fuego en lo más recóndito de mi cerebro, me impulsó por ese camino… Pero, algunos años más tarde, en mi propia consulta, cuando recibo a mis tiernos y temblorosos pacientes con una gran sonrisa —dirigida exclusivamente a sus madres—, les ordeno con voz imperiosa:
—¡Niño, siéntate ahí!
Observó sus piernas trémulas y los dedos agarrotados sobre los brazos del sillón y, con una alegría compulsiva y extraña, pellizco con fuerza y maestría sus carrillos hasta que, totalmente indefensos, separan las quijadas sin opción para impedir el asalto de mi torno.
—¿Quieres abrir un poco más la boca, cariño? —sugiero taimadamente, mientras una de mis manos, libre del torno, explora su muslo para, al menor descuido de su madre, depositar en ellas una huella de posesión.
—¡Vuelve dentro de tres días!

Y vuelven.

 

POEMAS

 

POEMAS

COGER EL TREN

Trémula, vestida de oscuro gris
espera la mujer en la estación
ese tren que, dicen, lleva a la libertad;
pretende pasar desapercibida,
que ni verdugo ni dolor la encuentren;
quiere subir al tren de la esperanza.

¡Llévame, amado tren, más allá
al otro lado de las montañas,
allí donde el amor no hiere!
Pero la taquilla está cerrada
nadie vende un billete a la libertad.

Cargado de ilusiones llega el tren
mas no se detiene en la estación,
pues nadie tiene billete a la libertad.

Sollozo helado, efigie de mármol,
se aleja la mujer cargada de pesadumbre.
Torna junto a quien la golpea y humilla
aquel que temprano traicionó
su falsa promesa de amor eterno.

Tal vez mañana, suspira afligida;
pero nadie vende billete a la libertad,
nadie podrá mudar su fatal destino.

LA FELICIDAD

La felicidad es sirimiri
grácil rocío sobre la piel
caricia sutil, beso del cielo
que raudo se desvanece
mientras ansiosos osamos
retenerla, sentir de nuevo
una, otra y otra vez
su abrazo anhelado;
la felicidad es una gota de agua
que se evapora antes
de llegar al suelo,
que infiel y caprichosa,
traviesa y esquiva,
siempre se eclipsa
sin promesa de retorno.

Felicidad, amiga mía…
Qué hacer, querida:
¿implorar tu regreso
o evocar tu recuerdo?


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