Jordi Siracusa

©Pilar Aguarón Ezpeleta

MERMELADA DE MORAS

    de

     Jordi Siracusa

 

Relato inspirado en una bella y homónima canción de La Ronda de Boltaña.
A los pueblos olvidados y a los que se tragó un pantano.

 

MERMELADA DE MORAS

Amar no significa ver que todo es bello en la
persona amada, sino descubrir que ella es la
belleza.

 

 

Juan

Por aquellos años yo era contador de estrellas y me creía feliz. No sabía que, con el tiempo, iba a serlo en toda su extensión. Trabajaba la tierra como lo hicieron mi padre, mi abuelo, y el padre de mi abuelo. También mi madre y mi abuela se atareaban en esas tierras cuando no trasteaban en la casa, en la cocina o en el corral. Fui un buen estudiante, pero para seguir como quería don Adrián, el maestro–, tenía que ingresar en el seminario y a mí las faldas solo me gustan cuando las llevan las mozas. Así que me quedé en la casa. Hogar de gruesas paredes de buena piedra subida desde el río o traída desde una cantera cercana a la Corona de los Muertos, un paraje en pleno valle en la Selva de Oza y transportada por mi bisabuelo a golpe de carreta. Ruejos y cascajos de la ribera del tamaño de un melón o cantales tan viejos como el mundo habían levantado los muros de la casona y de sus corrales. Paredes gruesas y fuertes contra las que se estrellaban los rayos del sol en verano y el frío gélido de las noches de invierno.

Me aseveraban los mayores, mientras dormitaban y se arrugaban al sol del mediodía, que el futuro estaba en la ciudad. También don Adrián, con las palabras de un antiguo pensador griego y para disuadirme de continuar con la vida de mi padre y mis ancestros. No es posible bañarse dos veces en el mismo río, me repetía. Y si las aguas cambian ¿por qué no los hombres? Y empecé a pensar que, a pesar de sentirme feliz, poco porvenir tendría si permanecía toda la vida en el pueblo. Pero cuando abril llegaba ya se me había pasado la sed de aventuras. La Val d’Echo se abría a la vida, las aguas del Pirineo, después del deshielo, bajaban tortuosas y muy frías y llenaban la cuenca y las pozas, donde bañarse con los amigos. Nada tan sonoro como el eco de las risas y del chapoteo entre el silencio de las cercanas cumbres. Nada tan rico como la sopetas de melocotón y vino que hacía mi madre.

En aquellos años me sentía feliz porque confundía adolescencia con placidez y futuro con lejanía. Tenía casa y hogar, amigos, bosque, Pirineo, cercanos valles que descubrir y la biblioteca de la escuela, con permiso de don Adrián. Era rico sin jamás llevar una peseta en el bolsillo, salvo en fiestas, que disponía de un duro para mí solo. Era creso porque los bosques, las aguas y el cielo me pertenecían. Era habitante del valle por el día y contador de estrellas por la noche, tumbado en el prado sobre los remendados pantalones cortos después de una cena de tortilla de patata.

Todo cambió cuando los pantalones se me quedaron demasiado cortos y el valle se volvió aburrido de puro familiar. Y tuvimos, mis amigos y yo, que hacer kilómetros para ver mozas en las fiestas de los pueblos vecinos. Y ya no bastaba el duro. Y tenía que llevar, envueltos en papel de estraza, los zapatos para el baile, ¡ojo no te los manches! y sustituir a las alpargatas antes de entrar. Y descubrí que no era ni rico ni creso, que era eso que llaman gente humilde, a pesar de tener el bosque, las aguas y el cielo. Y supe lo mucho que ganan, pero lo poco que cobran, los contadores de estrellas, los labradores y los pastores. Lo duro que era cuando padre se ponía malo —madre nunca enfermaba— y que los habitantes del corral comían cada día, fueran o no fiestas. Y que a pesar de trabajar todo el día seguía sin llevar una peseta en el bolsillo, salvo los cinco duros cuando iba al baile. Y que cuando contaba estrellas, allí en el prado, se me escapaba la mente a los muslos de la Pilar, de Gala, de Iguázel, de Neus o de la forastera del último verano y las manos se me perdían por dentro de la bragueta. Solo una cosa no había cambiado, las sopetas de mi madre con aquel vino grueso que teñía la taza.

En aquellos años yo creí ser feliz y luego descubrí que la felicidad va por tiempos y por momentos, como las volutas de humo que cambian con un soplo de viento. Me planteé irme al este, donde ataban a los perros con longanizas y hablaban parecido a la lengua del valle y donde ya habían recalado muchos de nuestros vecinos. Tanto era mi deseo que la llamada al servicio militar tuvo ese destino tantas veces presentido. Nunca imaginé que, por aquellos lares, llegaría a alcanzar tanta dicha; tampoco que, en ella, sería desventurado

 

Leyre

El mar, el viejo mar, es un destino. No solo para los que viven en él ni para los que habitan en sus orillas, también para quienes lo sueñan desde las montañas. Desde las cumbres el mar se presiente, pero no se huele, como la nube que será niebla cuando descienda al atardecer, pero que ahora solo es esencia de porvenir.

Creo que los marineros y los pescadores le llaman, con especial cariño, la mar. Así en femenino como si de una novia se tratara. Una novia apacible, a veces; pasional en ocasiones; colosal en sus plétoras y bella, muy bella. Y peligrosa siempre. Desde el Pirineo la mar es distancia, sueño, promesa. Futuro imperfecto. Camino por recorrer. Esperanza. Horizontes lejanos a los que llegar. Porque la lejanía atrae y ya no es primavera.

En los años cincuenta de mi siglo, el Pirineo Aragonés era el paisaje más bello del mundo y uno de los más olvidados. Un escenario natural para los sentidos; el teatro de las emociones. Despertar con los cencerros de las vacas, que se saben ricas porque allí lo tienen todo; con los trinos pajareros de los que pueden llegar al mar sin billete; con los ecos de las voces de los cabreros; o con el olor a pan recién hecho, a leche recién ordeñada y a mermelada de moras, es un placer reservado tan solo a unos pocos. Un lugar para quedarse siempre, si no midiéramos la vida por logros y por consumos. Y si los hombres no estuvieran obsesionados con matar paisajes.

A finales de los años cincuenta de mi siglo, yo era muy joven. Pensaba que el Pirineo era el lugar más bello del mundo, mi valle y mi pueblo los más hermosos y el río Aragón el más bonito. Sí, yo era muy joven y los muros del pantano tan altos como la lejana pirámide de Micerinos. Las fértiles tierras del valle quedaron anegadas, las casas hundidas en el fondo y el balneario termal, del que habían vivido media docena de generaciones, sumergido hasta que no pudo verse. Habían construido un pantano con hormigón y con el alma de muchas gentes. El agua sería para todo el mundo menos para los que fuimos sus protectores hasta entonces.  La parte alta del pueblo con la iglesia y media docena de casas quedaron como atalaya impúdica del destierro y la soledad.

Una mañana me despertó el ruido de los camiones llevando material para la construcción de los muros. Yo ya no estaba en mi cama, ni en mi casa, ni las vacas hacían sonar sus esquilas, ni los cabreros cantaban; todos habíamos sido reubicados en pueblos vecinos. Una hoja robada por el viento del norte se estrelló contra mi rostro, llegaba el otoño. Solamente los pájaros seguían trinando y en su melodía me parecía escuchar: Vete al mar, vete al mar.

Al despuntar de los años sesenta de mi siglo, dejé mi valle y me fui al mar. Aquel día me despedí del sendero y de las flores que no entienden de argamasas y de los pantanos que no saben nada de vacas sesteantes y pájaros enamorados. Ya no era una niña, pero demasiado joven para dejar la hierba, la nieve y las calles de un pueblo que ya era historia. Dejé de llorar cuando el paisaje, ya herido por el hombre, quedaba detrás de la ventanilla del autobús, como una pirámide levantada al progreso, como decían los del NODO. Rumbo al este, camino de la mar.

 

Verbena

La luna está impaciente por salir, el verano se asomará esta noche. Mientras tanto, el sol permanece quieto, no quiere marcharse, aunque ha sido su jornada más larga; la primavera languidece triunfante. Es solsticio.

Como los layetanos, aquellos paganos que vivieron en la ciudad antes de que tuviese nombre, había que celebrar la llegada del solsticio de estío. Será esta noche, noche de verbena, noche serena que se prolongará hasta el día de mi santo. Pero antes, antes he de bailar con la muchacha más guapa de la ciudad; lo presiento. Querría ser el mejor bailarín del mundo. Sería maravilloso poder deslumbrarla. ¿Pero dónde está?

La calle se ha vestido para la ocasión. Farolillos de colores tintinean movidos por una ligera brisa, los músicos afinan sus instrumentos lanzando acordes sin sentido. En una mesa han extendido suculentas cocas de frutas confitadas, crema y piñones. Sonrío al recuerdo de mis años de niñez y al vértigo de mi primer viaje para jugar a soldado. Hoy, esta ciudad es mi patria, porque mi país, mi valle, mi hogar y mi pueblo han quedado lejos y ahora mi alma pertenece a este lugar. Esta misma tarde he ayudado, como muchos vecinos, a colocar los farolillos y banderitas de países imposibles. No lo contrasto con nada, aquí empieza todo y acaba la nostalgia. Feliz, presiento que me quedan muchos caminos por andar y poder ver llegar otras primaveras y otros veranos. Suena, un tanto desafinada, la primera canción. Las parejas toman el centro de la calle. Yo la espero a ella. Sé que vendrá. Busco el milagro y el prodigio llega.

Érase una vez una hermosa muchacha de ojos grandes y boca perfecta. Un sueño hecho de piel de melocotón, como las sopetas de madre. Allí estaba, frente a mí, sonriendo a la vida. ¿No me conoces?, dijo, como si fuese posible olvidarla. Pero lo cierto es que no la reconocía pese a indagar impaciente en los recovecos de la memoria. Se rio. Yo permanecí mudo, mirándola interrogante. Tu valle y el mío están tan cercanos como nosotros ahora, dijo. Entonces recordé a una niña de largas trenzas en una de las visitas al pueblo de mi madre, una cocina de paredes encaladas y un bote de mermelada de moras. ¿Leyre? Ella sonrió de nuevo, asintiendo. Hablamos del trino y los olores, de las piedras que envuelven sueños, de la ternura, de las montañas y hasta de las brumas del paisaje. Me cogió de la mano y me llevó al centro de la calle. La orquesta ya entonaba mejor y sonaba un pasional bolero: Que se quede el infinito sin estrellas… Aquella noche no tenía ninguna intención de contarlas.

Bailamos toda la velada, probamos aquella apetitosa coca y bebimos cava de la tierra. Tal vez demasiado. Está muy buena, pero no es tan dulce como nuestra mermelada de moras, dije mientras saboreaba el enésimo trozo de postre. Prueba aquí, dijo ella señalando sus labios. Nunca un beso supo tan bien. La luna se escondía ya, un tanto celosa de Leyre. En la cercana playa las gentes festejaban a San Juan y a los dioses layetanos, primeros en el orden cronológico. Sonaban las explosiones y el olor a pólvora se extendía por toda la calle, los niños corrían dichosos sabiendo que aquella noche casi todo estaba permitido. Nosotros seguíamos bailando. El mundo era más bello y Leyre su diosa perfecta. Aquella noche de lunas, verbenas y labios dulces como la mermelada de moras, fue la primera de muchas noches, de muchas lunas y de muchos besos. Empezaba una felicidad imposible de explicar con palabras. Muy cerca del mar.

Dragones y princesas

Él me regaló una rosa y yo le regalé un libro. Era Sant Jordi en Barcelona y San Chorche en nuestros valles. No se cumplía un año desde aquella noche de verbena en una calle llena de farolillos y banderas de países todavía por descubrir. Yo conservaba el regusto del exceso de cava en la memoria y Juan el sabor de mis labios. Saben a mermelada de mora, decía a cada beso. En muchas esquinas de la ciudad había un cartel con el caballero de la blanca montura lanceando a un dragón y en las pastelerías dulces de chocolate con el mismo motivo.

Paseábamos por el claustro de la catedral de la Santa Cruz y Santa Eulalia, gótico de hacía seiscientos años levantado sobre una iglesia paleocristiana y una basílica románica de más de mil. Habían visto tantas cosas sus paredes que ya de nada se sorprendían, salvo de la ingenuidad de las gentes. En el patio del claustro, la fuente cubierta de musgo lanzaba su interminable chorro hacia el cielo acribillando a la luz con miles de gotitas que levantaban pequeños arcos Iris; los pececillos de colores que navegaban en la poza se disputaban unas migas de pan que unos niños les lanzaban; las trece ocas blancas, recuerdo de los trece martirios de Santa Eulalia, esperaban su pitanza a la sombra de los magnolios y de las palmeras.

¿Por qué el dragón tiene que ser malo?, me preguntó Juan de improviso. Vacilé. La leyenda dice… No me dejó terminar. Él únicamente pretendía enamorar a la princesa, no suponía que un bruto viniera para atravesarle con su lanzón, dijo. No supe qué responderle, había mucha razón en su argumento. No debes preocuparte, dragón, tu princesa solo te quiere a ti. Él lanzó una quimérica llamarada desde sus ojos verdes como el musgo de la fuente y sonrió. Los rayos del tibio sol se colaban entre los capiteles poblados de extrañas criaturas. Un olor a incienso nos invadió.

Desde aquel día él fue mi dragón y yo su princesa. Él quería comerme y yo lo deseaba íntimamente, aunque me obstinaba en ofrecer cierta resistencia como un canto a una adolescencia que había terminado con aquel beso con sabor a moras de una noche de solsticio. Sin embargo, el silente eco de mi pecho pedía pertenecer a mi amado y en la siguiente noche de San Juan cumplimos nuestro anhelo, mientras buscábamos un trébol de cuatro hojas embriagados por perfumes de verbena.

                         

 

Pueblo Seco o Poble-Sec, como prefieran

Pedirles a dos pirenaicos de frondosos valles, donde el agua brota en miles de fuentes para mostrarse clara y transparente en cientos de arroyos, que inicien su vida en un lugar que se llama Pueblo Seco parece un sarcasmo. Sin embargo, teníamos que empezar nuestro viaje en común en algún lugar asequible de la gran urbe. Encontramos un piso en una calle de reminiscencias florales. La calle del Rosal se deslizaba como un río desde la falda de la montaña de Montjuïc hasta desembocar en el mismísimo Paralelo a la altura del mítico Molino, el cabaret más cosmopolita de la ciudad.

Para una pareja nacida en amplios y soleados valles donde luz es sinónimo de vida, un piso de pequeños balcones y patios interiores parece un lugar muy oscuro, salvo que estés acompañado por un destello de sol en forma de mujer. Un regalo constante para el enamorado, que no precisa de grandes horizontes cuando lo que más ama está junto a él. Tímidos rayos se colaban por la estrecha calle, repleta de geranios y buganvillas a pesar de su rosáceo nombre. Un espacio perfecto para una pareja que piensa que el amor en sí es suficiente y que la luz entrará de mañana por los balconcillos y de tarde por la galería que da al patio de manzana y, a toda hora, por los ojos de Leyre. Lo teníamos todo: medio sol de mañana, medio de tarde, la cercanía de Montjuïc para pasear y recoger moras con las que hacer mermelada… y los mejores vecinos. Cerca de allí, apenas a doscientos metros, en la calle del Poeta Cabanyes, había nacido el cantautor Joan Manuel Serrat. Sus canciones eran repetidas por todas las gentes del barrio mientras regaban sus geranios o daban de comer a sus canarios cantores, prisioneros en sus jaulas de alambres. A decir verdad, en aquel momento, Serrat era tan solo un tímido muchacho que empezaba su carrera artística desde la radio barcelonesa. También por la zona habitaban las cupletistas y bailarinas del Molino, del Apolo, del Arnau, del Victoria, del Bagdad o del Barcelona de Noche, incluidas las parranderas del barrio. Todas y todos desfilaban cada atardecer camino de los cafés-conciertos del Broadway barcelonés. Nuestra calle en los sesenta no tenía salida, se estrellaba contra la falda de la montaña y por tanto apenas tenía circulación. Los niños jugaban libremente y los maletillas hacían sus pinitos sobre los adoquines imaginando tardes de gloria, hasta que el cielo vespertino les cerraba la plaza. Amor, maletillas soñadores, niños, parranderas, flores y canciones, todo en una calle. Y en el Poble-Sec, muy cerca de una avenida de intenciones cabetianas diseñada por el padre del Ensanche barcelonés, Ildelfonso Cerdà, y justo por donde pasa un paralelo terrestre: latitud 41º22’34” norte. Un lugar mágico.

 

 Boda como Dios manda

En aquel tiempo las bodas eran por mandato divino o eso decían los curas. A pesar de que Juan militaba en la CNT y presumía de libertario clandestino, tuvimos que satisfacer a nuestras familias. Su pueblo era el lugar más indicado, puesto que el mío solo existía en la memoria y su iglesia ya era una reliquia asomándose al pantano. Aprovechamos unas vacaciones de agosto y consentimos con gusto que nuestras madres lo organizaran todo. La casa de mis suegros seguía igual que en nuestra última visita, flotando sobre un prado al final de un camino que moría frente al portón de entrada, con ventanas recuadradas con pintura blanca y un par de grandes chimeneas circulares con remates cónicos. Nos casamos en el monasterio de San Pedro. Así, a principios de los sesenta de mi siglo, firmamos nuestra unión, aún a sabiendas de que para amar no hacen falta documentos, ni partidas de nacimiento, ni bendiciones apostólicas.

Y aquella noche, tendidos sobre el prado de la casa de chimeneas cónicas, bajo las estrellas que Juan había contado tantas y tantas veces, envueltos en el dulce ámbar de la mermelada de mis labios, concebimos a nuestro primer hijo. A veces, cuando acojo entre mis brazos a mi hijo mayor, recuerdo la fragancia de aquella hierba y del lejano lugar de nevadas montañas donde el mar es tan solo un presentimiento y un deseo.

Antes de regresar al este visitamos mi atormentado pueblo. Las aguas, escasas por un verano seco y caluroso, dejaban ver, como un esqueleto al sol, parte del antiguo balneario termal. Las aguas sulfurosas se abrían paso entre la escasa profundidad y permitían su disfrute como un melancólico recuerdo de lo que fueron y nunca volverían a ser. Algunas ovejas pastaban ajenas a la historia. Rebaños obedientes a los intereses de los de siempre, como repetía Juan en sus momentos de exaltación revolucionaria recordando a Francisco Ascaso, oscense como nosotros, enterrado en el cementerio de nuestra montaña de Montjuïc, en otras verdes campiñas donde ya no se escribe el futuro y todo aquello que fuimos o creímos ser se redacta sobre lápidas de mármol o de piedra. Sin embargo, cerca del lugar del eterno silencio, crecen zarzas y moras y tal vez, alguna de las que recolectábamos en las laderas de Montjuïc para hacer mermelada, llevara consigo parte del espíritu libertario de Ascaso.

 

Tiempo de cosecha

Habíamos trabajado tanto que el tiempo se había esfumado entre suspiros, películas para niños, jornadas en la fábrica y en la escuela, y transiciones políticas que trajeron algunas bonanzas y muchos desengaños. Nuestros hijos habían crecido y ahora eran ellos los que habían buscado en otras verbenas a sus futuras parejas. El mayor ya la había encontrado en una catalana cuyos apellidos se remontaban a media docena de generaciones y la pequeña andaba ofreciendo sus besos y sus muslos a otro catalán de aires andaluces que prefería hablar en el idioma del principado en detrimento del castellano con deje sevillano, porque así no se le notaba el acento materno. Con la prevista boda de Nuria nos íbamos a quedar solos en aquella casa de la calle Rosal de la que habíamos querido desprendernos hacía ya demasiados años, pero antes habían sido prioritarias las carreras y ayudas para los nuevos y espaciosos nidos de nuestros hijos.

Los tiempos habían cambiado, cierto. Serrat, el vecino más famoso, hacía años que ya no vivía en el barrio y las cupletistas y bailarinas del Paralelo preferían otras latitudes. Solo algunas parranderas seguían en el vecindario junto con los geranios y aquellos canarios que se me antojaban inmortales. Nuestra calle ya tenía salida y muchos coches aparcados permanentemente en ambos lados, los niños habían desaparecido embobados frente a sus televisores. Leyre seguía dando clases en una escuela municipal y a mí me ofrecían la posibilidad de meditar una jubilación anticipada en la fábrica. Éramos dichosos. Me bastaba con tener mi cueva con medio sol matinal y medio sol vespertino, porque en ella habitaba mi princesa. Por vez primera en la leyenda ella prefirió al dragón y el bruto del lanzón había tenido que conformarse con ver su figura en hierro coronando la fuente del claustro de la catedral y el huevo bailando sobre el chorrito de agua los jueves de Corpus Christi bajo la atenta mirada de miles de turistas.

Los agostos íbamos al pueblo. Primero cada año, para que nuestros hijos contemplaran su cielo estrellado, el valle y el río y jugaran en el abandonado corral que mi padre había acondicionado para sus nietos antes de morir. Luego, cada tres o cuatro años. El lugar se iba convirtiendo en sombra de lo que fue, en un fantasma traslúcido, vacío de gente, devolviendo silencio al paisaje. Madre no quiso dejar nunca su Pirineo y mis suegros seguían viviendo en Barcelona llenos de achaques y de nostalgia.

 Se casó la pequeña y empezamos a buscar un piso para nosotros dos, con mucho sol y ¡con ascensor! Y una amplia cocina con alacena para guardar los tarros de mermelada de moras que ella cocinaba y envasaba no sé si al baño María o en sus labios.

Amaneceres

A mediados de los años noventa de mi siglo cambiamos de piso. Nos fuimos a la parte alta de la ciudad, pero no a territorios de la burguesía sino a una zona de clase media. Me costó dejar la calle del Rosal y la montaña de Montjuïc, cada vez más hermosa, y el mágico Paralelo cada vez menos bohemio. Ya éramos abuelos, Chorche tenía un chico y una chica y Nuria una niña a la que llamaron Ona (Ola), por eso de la integración. A la familia andaluza de mi yerno les parecía un nombre “desaborío” pese a estar lleno de sal mediterránea. Tampoco mi hijo y mi nuera se quedaron atrás, consintieron que la niña se llamara Leyre porque era una virgen pirenaica, pero al niño le pusieron Jordi.

Anduve tan atareada con el nuevo piso que mi dragón no hacía más que lanzarme llamaradas con sus ojos verdes. Era tiempo para descubrir nuevas libertades y para adornar la terraza desde la que se veía otra de las montañas que acunan a Barcelona: El Tibidabo. Nuestro nuevo abastecimiento de moras lo reencontramos en un parque cercano. El Laberinto de Horta era un jardín otrora clásico de fisonomía italiana y más tarde romántico, que se remontaba al siglo XVII. Había sido propiedad de un noble catalán, que utilizó el recinto para sus correrías amorosas y las de sus invitados; sobre todo en el simulado laberinto de cipreses que ocupaba su parte central y en el que los caballeros, nobles, e incluso un par de reyes, persiguieron a señoras y a cortesanas para luego perderse entre los recovecos perfumados por las camelias o bajo los tilos y los cedros, para estar protegidos de inoportunas miradas merced al follaje.

Mi primera visita a tan sugerente lugar se remontaba al segundo aniversario de nuestra boda. Juan tenía buena amistad con un guarda municipal, paisano nuestro, que vigilaba las tranquilas noches del ahora jardín público. En la soledad del recinto, mi dragón me vendó los ojos y me despojó de la banda en la plaza central del laberinto bajo la estatua de Eros, el dios del amor. Allí, en la soledad del parque, me pidió que me desnudara, él hizo lo mismo y nos perseguimos por el laberinto de cipreses hasta que me alcanzó junto a una pequeña gruta artificial dedicada al amor frustrado de la ninfa Eco. Hicimos el amor como posesos, mientras la pequeña cascada de la cueva cantaba su melodía acústica bajo unas estrellas tan cercanas y luminosas como las de nuestro Pirineo. Amanecía cuando Juan me contó la leyenda de la enamorada ninfa Eco y del ególatra Narciso embelesado de sí mismo, y que aparecía resumida en un bello poema cincelado en la pared rocosa: De un ardiente frenesí, Eco y Narciso prendados, perecen enamorados, ella de él y él de sí. Nosotros sí compartíamos destino y futuro con nuestro amor. Sabíamos que los dragones no se consumen en flores blancas de centro amarillo, ni las princesas se quedan atrapadas entre montañas para repetir incesantes y eternamente el nombre de los caminantes.

Ahora, por fin, había llegado nuestro tiempo. Podíamos dedicarnos mutuamente la vida. Y vimos amanecer en La Habana; en el Bósforo con el telón de docenas de mezquitas; en el templo de Karnak en Luxor y en media docena de lejanas ciudades. Era el tiempo de pasar del televisor y de sus memeces, tiempo de siestas tranquilas, de mirarnos fijamente a los ojos y de degustar sin prisas la mermelada de moras, ya fuera del tarro o directamente de mis labios.

Pero todo cambió cuando empezó aquel dolor agudo, aquel pinchazo continuo al que traté de restarle importancia; era demasiado dichosa, demasiado indestructible para pensar en otras cosas que no fueran mi familia y mi dragón.

 

 

Atardeceres           

Empeñado en ser feliz, no me di cuenta. No me di cuenta de sus angustiosas fatigas, de su rechazo a la comida, de su inapetencia por todo. Le propuse nuevos viajes o ir al Pirineo para las vacaciones, para romper las soledades forzadas de mi pueblo y pasar por el suyo para escupirle al pantano. No quiso, por primera vez no quiso ir, lo atribuí a la repentina muerte de su madre y al deterioro mental que sufría su padre al que no hubo más remedio que ingresar en una residencia y al que íbamos a ver cada sábado, aunque sabíamos que la pobre luz de su cerebro se iba apagando como una candela a la espera del último soplo de viento.

Acudimos al médico. El doctor nos habló de reumas y del síndrome del nido vacío, pero yo sabía que nos sentíamos amorosamente liberados de las obligaciones para con nuestros hijos y había llegado ¡al fin! nuestro tiempo. No era ese el diagnóstico correcto, no. Cada atardecer la veía marchitarse y un dragón que se precie jamás debe consentir que su princesa se esconda en el fondo de la cueva. Insistí en volver al galeno y que buscara otro dictamen en lugares más carnales que en los síndromes y en las depresiones.

Sin creer en ello, tuvimos que aceptar el resultado de aquel maldito análisis. Y empezamos a luchar contra el hado fatal que no sabe distinguir a las princesas felices. Acepté aquella oferta de jubilación anticipada para estar más tiempo con ella. Volvimos a buscar moras, cada vez menos numerosas, entre los zarzales de Montjuïc, y dejamos de visitar al abuelo al que poco le importaban aquellos desconocidos que le hablaban de blancas montañas y valles preciosos y de un pantano tan alto como una pirámide. Tratábamos de pasar el máximo de tiempo compartiendo la soleada terraza de nuestra casa y los paseos en los atardeceres primaverales por las orillas de aquel mar que tanto habíamos presentido desde la distancia y al que ahora tanto queríamos. Yo le hablaba de verbenas y de futuros, ella sonreía y me pedía que le repitiera la leyenda de Eco y Narciso. Me sentía muy desgraciado dentro de la magia de compartir con mi princesa los murmullos del agua, el soplo del viento y los recuerdos de paisajes pretéritos. Pese a todo, seguíamos luchando, acudiendo a feroces terapias, repitiendo análisis, escuchando opiniones, aborreciendo las batas verdes y azules. Evitando ahora los potentes rayos de sol en la terraza de casa y echando de menos los tibios y pobres destellos de los balconcillos de la calle Rosal. Buscábamos astillas de esperanza entre los brutales palos de la realidad.

Anocheceres

Ahora ya me siento dispuesta, con el equipaje listo y preparada para la partida. Sé que no veré el final de siglo. Por eso siempre sentí este tan propio, no veré el siguiente. Ahora vivo el anochecer más importante, el mío. Lo siento por mi dragón, porque nuestros hijos ya viven su vida y nuestros nietos creen que ya saben vivir la suya. Pero él me necesita de veras. Me echará de menos todos los solsticios y el resto de los días del año. Le repito que no esté triste que yo seguiré a su lado, aunque ya no pueda ofrecerle la dulzura de mis labios. Le pido quedarme en Barcelona, en Montjuïc, la montaña que nos vio felices y que nos dio tanta mies y tantas moras. Él me riñe al escuchar mis pláticas, insiste en que todavía tenemos que compartir muchas cosas.

Es nuestro aniversario, le digo que voy a darle una sorpresa. Anochece. Todavía me queda la suficiente fuerza para conducir un rato. Le pido que se acomode en el lugar del copiloto y le vendo los ojos. Llegamos. El amigo de Juan, todavía cancerbero municipal, tiene ya abierta la cancela del parque para que no sospeche nada. Le llevo de la mano hasta la entrada del laberinto, allí le quito la venda de seda y le hago leer lo que hay escrito en la losa de la entrada: Entra y saldrás sin rodeo, el laberinto es sencillo, no es menester el ovillo que dio Ariadna a Teseo. Trato de que entienda que tendrá que salir solo del enredo, que ya no estaré al otro lado del ovillo para que no se pierda. Me besa en los labios, saben a…, trata de decir; no concluye la frase, una lágrima resbala por su rostro y la voz se le rompe. Me levanta en brazos y me lleva atravesando pasillos de cipreses hasta la cueva de la ninfa; resopla, ya no es un dragón tan joven. Pero se comporta como tal haciendo el amor a la luz de la luna. Gimo de placer y de desasosiego porque sé que será la última vez.

Al postrer año de mi siglo morí. Lejos de mi valle y de un pantano que me cambió la vida ¿O fue una verbena? Mi alma, como aquella iglesia del viejo pueblo, espera. Ella una resurrección; yo, a que venga mi dragón a rescatarme de la nada.

                                              

 

 Soledades

Las cosas han cambiado mucho, mi hijo Chorche quiere ser Jordi y mi nieto Jordi quiere ser Chorche y regresar a Aragón, hacer el camino a la inversa del que yo hice hace casi sesenta años. Mi hijo quiere que vote al nuevo partido de Convergencia; mi nieto que me haga de la Chunta. Yo les repito que soy ácrata, anarquista hasta la médula, que no creo ni en las banderas ni en las patrias, solo en el género humano. Soy un barcelonés nacido en el Pirineo Aragonés, un dragón sin su princesa; un mendigo de la felicidad. Mi hija vigila que no me atiborre de mermelada porque tanto dulce, a mi edad, puede derivar en diabetes. ¿Cómo decirle que la mermelada de moras me recuerda a su madre?

Hoy es domingo, domingo de fútbol, y mi hijo barcelonés, profundamente nacionalista, junto con mi yerno, barcelonés y convencido independentista, irán juntos a ver al Barça. Gritarán todo lo que no se atreven a gritar a sus explotadores y a los que se esconden detrás de las banderas para robar al Pueblo. Ni se acuerdan de sus raíces aragonesas y andaluzas ni que mamaron leches pirenaicas y tartesas. Mi nieto prefiere el baloncesto y mi nieta pequeña a su novio y a su móvil; pero Leyre vendrá a verme. Hablaremos de su abuela y de los valles de aquel pueblo tragado por las aguas, tan cercano a Navarra y al monasterio que lleva el nombre de ambas. Luego se irá, la veré andar deprisa desde la terraza, en dirección al metro, con los mismos pasos largos que tenía su abuela.

En las horas de insomnio me siento a escuchar música, porque leer me cansa la vista; canciones de Serrat y con toda seguridad aquel pasional bolero de nuestro primer baile. No dejo de preguntarme: ¿Qué pinta un dragón sin su princesa? La añoro más que a cualquier cosa, más que a cualquier lugar, más que a cualquier recuerdo. Estoy solo de la peor forma que se puede estar, rodeado de gente, y no lloro porque ya lo he llorado todo. Aunque sigo contando estrellas.

Agosto. Hoy es nuestro aniversario. Le pido a mi amigo el cancerbero que me deje entrar en los Jardines de Horta, ya cerrados a los visitantes. ¡Tiene tan poco que hacer un dragón sin princesa! Me mira comprensivo y complace mi deseo de viejo solitario, él también empieza a serlo. Me paseo por el laberinto en busca de evocaciones y estrellas para contar. De la nada, entre brumales, calcando el milagro, aparece Leyre; tan joven y bella como en aquella primera verbena. Suena, lejano, un bolero: y que pierda el ancho mar su inmensidad… Sonríe. Te esperaba, me dice. Intuyo que podemos empezar de nuevo, que ni el tiempo, ni las células locas, ni el caballero del lanzón pueden con nosotros. Las estrellas han escuchado mis ruegos. ¿Y ahora cómo volvemos a casa?, me pregunta, un tanto inquieta e impresionada por el prodigio. La abrazo tiernamente y beso sus labios, tan dulces como su mermelada. En taxi, le respondo sin dejar de sonreírle. Un extraño cielo nos envuelve, parece que en un instante de magia el mundo se ha detenido y el aire huele a moras silvestres.

Llega radiante la mañanada. El dragón, triunfante, levanta en brazos a su princesa y cruza la puerta del laberinto. La belleza es el momento mágico del sabor de un beso.

 FIN

 

Nota: El presente relato es parte del libro Metus, o los rostros del miedo de Editorial Quadrivium y en el que me acompañan, con sus propios trabajos: Pilar Aguarón, Elena Laseca, Carlos Manzano, Eugenio Mateo y Belén Mateos.

 


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