Jesús Soria Caro.

Con Ricardo Reis y Alberto Caeiro, Pessoa recorrió esos otros yoes, voces que sonaban en su introspección desde la música del silencio que nace de aquellas otras posibles subjetividades que anidan en nuestra alma, pero que el yo externo como personaje social ha mitigado cual director de orquesta que silencia, o marca el tempo de la nota libre, otra, esa versión ajena al yo externo o social que es la voz sonora que mostramos entre los ruidos falsos del mundo. Juan de Mairena y Abel Martín fueron también en la obra de Machado los espeleólogos de las profundidades insondables del ser, aquellas grutas ocultas hacia el paisaje posible poético de otros yoes que podríamos haber sido, pero que tan solo quedan en lo abisal de nuestro subconsciente. En Labordeta aparecen también esas otredades, músicos de su silencio que suenan con sus voces, lo hacen como esas otras sonoridades en su introspección a las que el yo poético, director de orquesta, debe saber silenciar o privilegiar en el conjunto de la música de su ser. Cada una de estas alteridades recibe un nombre, casi a modo de heterónimo, ya que el poeta les otorga existencia lírica, les dota de voz en el teatro de su interioridad, cada una es una representación de aquellos otros yoes que han quedado en el escenario de su alma, sin embargo, su guión tiene la fuerza de aquello que el yo debe proclamar ante sí mismo. Para Fernando Romo son trasuntos del poeta, de su labor profesional, de sus miedos existenciales, de la lucha con su propio vacío:

No se contenta éste con descomponer su yo poético en diversas perspectivas, sino que a veces bautiza algunas de ellas con nombres propios. Así Julián Martínez destaca la dimensión puramente existencial, al aparecer en su muerte: tanto vale como imagen del poeta como de cualquier ser humano. Mr. Brown sirve a Miguel Labordeta para presentar un trasunto de su profesión. A veces lo sitúa en su dimensión cósmica, otras cotidiana, pero siempre reflexionando sobre el espacio-tiempo y el destino de muerte que aguarda al ser humano. (Romo, 1988: 227)

Sin embargo, hay una diferencia, Pessoa crea esos heterónimos como “seres autónomos”, los dota de biografía. En el fragmento 26 de El libro del desasosiego nos habla de que los heterónimos son cada uno de los vértices de su alma: “dar a cada emoción una personalidad, a cada estado de ánimo un alma” (Pessoa, 2002: 37).En el texto 12 alude a que hace un paisaje de emociones, que la atmósfera que genera el poema sirve como alivio de la fiebre del sentir:”en estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro indiferentemente mi autobiografía sin acontecimientos, mi historia sin vida. Son mis confesiones, y si en ellas nada digo, es que no tengo nada que decir. Si escribo lo que siento es porque así alivio la fiebre del sentir. […]Hago países con lo que siento. Hago vacaciones de las sensaciones” (Pessoa, 2002: 27). En el caso de Miguel Labordeta se parecen tal vez más a los apócrifos machadianos, ambos necesitan estos otros yoes para entenderse y explicarse a sí mismos. En Sumido 25 (1948) están ya las claves de su obra: “Dime, Miguel ¿quién eres tú?” del poema “Espejo”, constituye una pregunta en la que se desdobla el yo poético buscando saber quiénes somos, pretendiendo saber cuál es nuestra identidad frente a la posibilidad de la nada. “Elegía a mi propia muerte” habla de sí mismo como si fuera otro, vislumbrando su propia muerte, lo hace con un lenguaje que nos permite intuir su dolor existencial, acaecido al no haber hallado el sentido que justifique el viaje de vivir. Tras el dolor del vacío vital nace el deseo de fundirse en el cosmos, ser aniquilado en su totalidad, disuelto con el todo del universo indescifrable: “dentro de millones de años/ encontremos su pulpa de cuadrúpedo en el Tótem de una gota de lluvia/ que ansíe dulcemente aniquilarse” (Labordeta, 2010: 108). El yo lírico ha comenzado el proceso que recorre toda su obra: mirarse en el espejo del poema, situarse frente a sí mismo, sabiendo que, en el otro lado, están esas otredades que le devuelven la imagen de quien pudo ser, fue o tal vez podría ser. Las otras voces que anidan en su yo se le muestran al yo lírico, Narciso de sí mismo, que se mira en las aguas de su alma y estas son la realidad solidificada de su soledad, del vacío de la nada, que hacen de las corrientes de su ser espejo de hielo roto, fragmentado por todos aquellos que no pudo ser, que le anuncian, desde sus otros posibles yoes, lo que no quiere ver de sí mismo. Para Fernando Romo la presencia de los heterónimos es un juego especular, una proyección de espejos infinita en las que trata de indagar qué hay más allá del ser, una especie de Mise en Abyme en el que cada imagen es una capa de piel de la eternidad, de una proyección hacia el infinito de su ansia de lo infinito:

Justamente el primer poema de Sumido 25 se titula Espejo. ¿Y qué sentido tiene el espejo sino reflejar una imagen que a su vez puede ser reflejada y así hasta el infinito? A un espejo se le puede oponer otro, y otro, y otro… Lo que Platón hubiera llamado el diálogo del alma consigo misma. (apud Labordeta, 2015:13)

En Violento idílico (1949) sigue la búsqueda de la identidad del yo que se había comenzado en Sumido 25, en este vaciamiento del ser, en su nada, se encuentra frente a la inmensidad del tiempo y del cosmos, ante su silencio eterno frente al infinito. Los heterónimos le permiten ser todos aquellos que dejamos de ser al constituir nuestra subjetividad, para entender, como afirmaba Pessoa, que en nuestra alma habita una multitud de otredades que han sido silenciadas por nuestro yo, batuta del ego y anulador de esas otras posibilidades identitarias nunca alcanzadas. Los heterónimos dialogan entre sí, olvidando al yo, director de ese coro de voces otras. Destaca a este respecto Nerón Jiménez que dimite del mensaje de amor total de Valdemar Gris, que en otros versos hacía una exaltación de la posibilidad del amor como salvación de la destrucción social y existencial, rebatiéndole: “Hambriento de amor Total,/no quiero vuestro memo sucedáneo idílico.//Renuncio. Os devuelvo mis harapos.//Dimito de esta vida.//Te devuelvo tu mensaje, Valdemar Gris.//No ha surgido aún el Alba/en que tu palabra solar sea escuchada./ No surgirá jamás, nunca quizá.” (Labordeta, 2015a: 65).Como señala Calvo Carilla el doble le devuelve su propia imagen: tal vez la del otro. Esos yoes heteronímicos suponen la fragmentación del poeta. Se desdoblan en estos sus otras voces dispersadas, escindidas de sí mismo, los ecos que le confrontan con lo más oscuro de sí, aparecen en el escenario de su introspección, resonando su identidad en el grito del silencio del inconsciente. Este se reconoce como el fragmento de una unidad quebrada por el vacío del ser, el dolor social y existencial:

Pretende reconocerse en sus desdoblamientos, en heterónimos que encarnan esos pedazos de su yo dispersos con sus correspondientes existencias posibles (Valdemar, Nerón u otras representaciones más o menos “grises” de sí mismo) […] Todos ellos son portadores de esa irrestañable unidad perdida. (apud Labordeta, 2010: 28)

Pero no todos esos otros yoes están dotados de identidad heteronímica, algunos aparecen sin nombre, son también esas otras caras en las que el yo poético, en ese juego de desdoblamiento, se habla a sí mismo, a esas otras verdades de su yo que son subjetividades con las que se auto-interpela, para indagar en el misterio de quién es el yo. Fernando Romo alude así a este juego de desocultación de otras voces de su yo interno, son apelaciones al yo externo, al del otro lado del espejo, parar hacer de los pozos del dolor subconsciente fuente externa en la que se pueda ver reflejado en su rostro el yo poético, para vislumbrar así en su reflejo su desarraigo y la violencia de la falta de sentido vital:

Otras máscaras del poeta no reciben nombre propio, pero no son menos características. En “Violento idílico” el poeta gusta de presentarse como joven “virulento joven incisivo” “joven desierto ahogado”, “violento joven desconocido. (Romo, 1988: 228)

Las respuestas a la heteronimia de Pessoa no existen, nacen de las preguntas: “¿Quién soy me es desconocido/lo que siento que soy? Quien quiero serme/mora donde mi ser, lejos, olvido”. Estas son las mismas que encontramos también en Miguel Labordeta, en ambos el heterónimo nace de la tristeza de desconocer quién es su yo: “y mi tristeza consiste/en no saber bien de mí”. Los dos fueron mártires de su vida que hicieron de su propia literatura la única razón de su existencia, trabajaron para sobrevivir, pero no vivían en su yo, lo hacían en sus heterónimos, en la vida de su literatura, en la ciudad de su angustia, que para uno era Lisboa y para el otro la Zaragoza gusanera. En ambos había ecos del tedio y del vacío del spleen, pero el dolor y la angustia cubría la escena interior en la que, en el teatro de la verdad de sus silencios, se materializaba su desasosiego de forma similar al grito de Munch; nacía debido a la angustia ante la historia individual y colectiva y por el vacío existencial del ser ante la falta de respuestas. Para el poeta lisboeta su misión en la vida era la inmolación de su biografía para hacer de esta sólo su mundo literario. Escribió a su amada Ophélia para decirle que sólo podía vivir en soledad, porque como le anunció: “mi vida gira en torno a mi obra literaria -buena o mala-. Todo lo otro en la vida tiene interés secundario”. Labordeta fue un peregrino de su negación, incapaz de vivir el amor en la realidad, lo encontró en la galaxia cosmogónica de su obra, en los mitos de sus dioses en el que podía ser álter ego de su universo lírico y también una deidad mítica enamorada del cosmos, de la belleza del enigma, del silencio del infinito, de su amada Berlingtonia, lejana en la realidad y posible en el sueño poético de sus versos. César Antonio Molina habla de la ciudad simbólica en la obra de Pessoa, lo hace siguiendo la clasificación de René Guénon que matizó a su vez La Poétique de l´espace de Bachhelard. Aludían a ciudades cuadradas o redondas, siendo las primeras aquellas que hacían referencia a un aspecto defensivo, amurallado y las segundas, las que remitían al origen y al paraíso perdido:

Pero la ciudad simbólica es ¿cuadrada o circular? La primera haría referencia más a un aspecto defensivo, mientras que la otra se incardinaría en la idea de vientre, de origen, de espacio íntimo que tiene como último eslabón referencial el Jardín del Edén. (Molina, 2005: 15)

En el caso de Labordeta podríamos combinar ambas categorías fijadas por Bachhelard utilizando así una especie de cuadratura del círculo, ya que es “una ciudad muralla”, que encierra al yo lírico en la “geografía” de su vacío que, tal vez, como afirmaba su amigo Julio Antonio Gómez, se debía a que “Zaragoza limita con la limitación”. Enrique Serrano Asenjo señala que Valdemar habla de la ciudad gusanera que “debe ser incendiada”, lo que es una denuncia metonímica hacia la realidad social, el vacío vital que extendía su falta de sentido a una sociedad en la que la muerte, el vacío y la falta de futuro eran el paisaje colectivo de una introspección herida por el desastre de la guerra:

… él es “corneta”, el encargado de llamar, un avisador para los descontentos. Pero la contestación a Valdemar, quien pedía colaboración para destruir aquel miserable antro, resulta negativa. En la respuesta, Labordeta realiza una acerba autocrítica. No se considera inocente para poder participar en la lucha y opta, entre otros alardes de automutilación, por el suicidio. (Serrano, 1993: 79)

 El “círculo” aludiría a lo que anunciábamos como ese instinto de retorno al origen, de necesidad de recuperar el Paraíso perdido, en el caso del poeta el origen del ideal constituido por el amor a la utopía, el anhelo de retornar, tras el holocausto de su ser (hastiado de su realidad), a la belleza de los sueños de amor total que cantaba Valdemar, cuyo camino conduciría a las rutas solares de la utopía del paraíso social. Suponía también un regreso a los enigmas del cosmos, explorando su infinito, alcanzando en su viaje la disolución de su ser en la belleza de su aventura poética, en lo que esta implicaba de la búsqueda de otros yoes dentro de sí mismo, tras el holocausto de su yo real, externo, desapareciendo en esas otras subjetividades utópicas. En esa negación de su identidad, el yo se sabe célula del instante en el cuerpo del tiempo. Sin embargo, siente la necesidad de la libertad del sueño para intuir otra verdad eterna en las profundidades de su ser:

Hiero con mi pupila tenebrosa este pleno instante del ahora fugacísimo, ayer que se me escapa de las manos. No existe el pasado. No existe el futuro. Este presente herido es ya un recuerdo caso. ¿Dónde estoy pues? Pero lo ido actúa en mis oscuros motores furiosos y latentes. Lo futuro se forja en mí con renovadas coordinaciones misteriosas. El ahora es un punto de una línea que abarca diametralmente mi ser desde su cuna hasta la mortaja. Eternidad que me vibra por entero de pies a cabeza. (Labordeta 2015:27)

En la obra de Miguel Labordeta se recoge un dolor social y existencial que lleva al poeta a desear la dimisión de la existencia, a huir de su yo a través de los heterónimos, lo hace en un viaje de negación ya que el hombre es un peregrino de su nada, el paisaje es una pregunta y el destino su final que le dirige a la desaparición. El propio poeta aragonés poetiza el misterio del hombre afirmando que es: “una sangre que intenta vengar la eternidad del silencio” (Labordeta, 2015a: 358). Unir lo terreno con lo cósmico: “enhebrar raíces con estrellas”. Su pasión fue la necesidad de recorrer el desierto de las preguntas, de alcanzar una respuesta definitiva que hunda el infinito y lo eterno en nuestra mirada cerrada en los límites rotos del tiempo, atrapar la nada y saber si tiene un reverso que nos libere de su negación, si hay grietas de luz en la oscuridad de la desaparición.

BILIOGRAFÍA

LABORDETA, Miguel (2010): Transeúnte central y otros poemas, prólogo de José Luis Calvo Carilla, Madrid, Marenostrum.

_____(2015): Cuando tú me leas dentro de mil años, prólogo de Fernando Romo, Sevilla, Renacimiento.

_____(2015a): Obra publicada, edición de Antonio Pérez Lasheras y Alfredo Saldaña, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, colección Larumbe.

MOLINA, César Antonio (2005): En honor de Hermes, Madrid, Huerga y Fierro.

PESSOA, Fernando (2002): El libro del desasosiego, Barcelona, Acantilado.

ROMO, Fernando (1988): Miguel Labordeta: una lectura global, Prensas Universitarias, Zaragoza.

SERRANO ASENJO, Enrique (1993): “La prehistoria de Miguel Labordeta”, en A. Pérez Lasheras y A. Saldaña,  ediciones, Actas del curso “Poesía aragonesa contemporánea”, Zaragoza, Gobierno de Aragón, 73-87.


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