David Montolío Torán
maestroderubielos@gmail.com
En los últimos tiempos, para gracia o desgracia de todos los oriundos, naturales, nativos, pobladores, etc. de amplios territorios de interior, se ha venido a popularizar el término «España vaciada», sobre todo aplicado a áreas españolas de demografía escasa, sometidas al fenómeno de la despoblación constante y a una economía constreñida. Un concepto, de un espíritu marcadamente negativo, que viene a plasmar, sobre el papel, el tremendo y severo impacto que las secuelas demográficas de los últimos tiempos están produciendo en nuestras abandonadas demarcaciones rurales.
Sin embargo, en cuanto a nuestra provincia de Teruel respecta, este fenómeno no es nuevo ni debe de engañar a nadie, pues la emigración de sus gentes ha resultado y resulta una constante histórica, un continuado goteo poblacional de salida que, tomando como eje principal la vía aragonesa del Camino Real entre Teruel y Valencia,-que actualmente coincide, aproximadamente, con la N-232, la Sagunto-Burgos, o la Autovía Mudéjar-, ha ido desmigajando progresivamente la población del Aragón meridional durante siglos para esparcirla, principalmente, por todo el levante peninsular.
Una relación entre áreas geográficas, en cierta medida, perfectamente complementarias, entre la montaña y el altiplano de agricultura de secano y ganadería y el valle costero de regadío y mar, con un intercambio de productos propios y manufacturas, históricamente portado por arrieros y comerciantes. Todo este gran entramado conformaba una amplia zona de influencia, entre la potente zona valenciana de la Huerta Norte, Camp de Morvedre y el valle del Palancia, con todo el abanico sur aragonés que abarcaba y comprendía desde la Sierra de Albarracín, el alto Turia, la Sierra de Gúdar-Javalambre y el propio valle del Jiloca. Productos expuestos, comercializados y distribuidos, desde tiempos medievales, a lo largo del camino, en coloridos mercados semanales de sus principales epicentros poblacionales.
De cualquier manera, no es circunstancial decir que Teruel siempre estuvo muy volcada, desde el amanecer de sus días, hacia Valencia, como así se atestigua en las “Crónicas de Teruel” o en el “Libro de los Jueces” (siglo XIII), donde se recoge un sinfín de bosquejos sobre la tierra vecina y sus características y arquetipos. En este sentido, también es sabido que el sistema de carreras de postas del año 1720 comunicaba la ciudad del Cid con centros clave como Madrid, Barcelona, Denia y, directamente, con Teruel, significando que, esta última, no estaba surtida desde su teórica capital, Zaragoza, demasiado lejana sobre el papel y sobre el espíritu. Consecuencia de una mayor cercanía mental y geográfica de nuestra urbe con el «cap i casal».
No obstante, el interés por recorrer este camino lleno de dificultades y repechos, entre las murallas de Espadán, Javalambre, Calderona y subiendo el puerto del Herragudo (997 m.), adentrarse en el páramo desde Vallada y Barracas hasta las planicies de Sarrión y Puebla de Valverde, muestra la gran apatía y el olvido de la gran parte de viajeros que, en el pasado, recorrieron las intrincadas sendas de la Península Ibérica y que, salvo gloriosas excepciones, espoleados por lucrativos encargos y proyectos, como Juan Bautista Lavaña (ca. 1554-1624), Antonio Ponz (1725-1792), Richard Ford (1796-1858) o José María Quadrado (1819-1896), rara vez se aventuraron a transitar por sus enlosados campestres y, mucho menos, a contarlo en sus relatos.
El «repertorio de todos los caminos de España» de Juan de Villuga (1546), ya establecía la ruta más común entre las grandes urbes de Valencia y Zaragoza, con sus paradas y puntos más destacados. Enclaves e itinerarios más tarde plasmados en el resto de relatos y cartografías, desde el mapa del Reino de Valencia de Antonio Cassaus (1693), del Arzobispado de Valencia de Tomás Vilanova (1791) o los trabajos de J. J. Carbonell (1769) o Tomás López (1775).
Aunque, por otra parte, el tramo de la carretera realizado en el siglo XIX desde Sagunto al cambio de demarcación provincial, siguiendo el trazado más sencillo para aquel momento, también fue transitado en los albores del XX, salvando los abruptos saltos de altura, ramblas y cortados, por autores como Elías Tormo (1869-1957), SarthouCarreres (1876-1971) y, más cercano a nuestros días, por eminentes viajeros locales como Luis Gispert.
Sin embargo, y pese a la desgana de gran parte de los escritores, constituye sin duda una antiquísima ruta que ha sido partícipe del trasiego de un trajín de viajeros que, en ambos sentidos, ha ido erosionando la calzada desde tiempos de la lejana antigüedad, entre Saguntum y Caesaraugusta, como bien atestiguan los escritos del propio Antonio Nebrija (1444-1522) o Pedro Medina (1493-1567), en unos territorios más tarde recorridos a caballo, en el siglo XI en sus expediciones, por las mesnadas de Rodrigo Díaz de Vivar (ca. 1048-1099), germen del actual y turístico “Camino del Cid”: «Tres mil moros cabalgan e piensan de andar. / Ellos vinieron a la noch en Segorve posar. / Otro día mañana piensan de cabalgar, / vinieron a la noch e Çelfa posar» (Poema del Mío Cid, Cantar del Destierro, 32).
Un hecho, una realidad, francamente natural, ya que no deja de constituir la salida más rápida y natural al mar desde Aragón. Añeja ruta que, de alguna manera y desde la conquista de Jaime I, vino a desplazar al importante trayecto citado por Al-Idrisi (1100-1166),-cartógrafo, geógrafo y viajero-, en tiempos islámicos, que venía hacia nuestras tierras remontando el curso del Turia por Liria, Alpuente, Castielfabib y Albarracín.
Por estas circunstancias naturales favorables, desde nacimiento del Reino de Valencia, la conexión constante y más directa entre Aragón y Valencia, reinos de la misma Corona, se realizará por el Palancia, por el Camino Real, buscando los llanos de Barracas, para introducirse en Aragón, dejando a los costados a poblaciones como San Agustín, Rubielos, Mora o Sarrión. Una vertebración del territorio favorecida por el citado monarca, que obligaba a pasar por los pueblos o, incluso, atravesarlos. Las razones: los impuestos y la evangelización, en unos términos cada vez más plagados de instituciones, edificios y referencias religiosas. Un camino que, además, cruzaba y vertebraba la diócesis de Segorbe y Albarracín, hasta 1577, y la de Zaragoza en su flanco meridional, más tarde obispado de Teruel.
Proyección de su importancia, en este sentido, fue la implantación, a su vera en el camino, de las más importantes órdenes religiosas y hospederías, circunstancia que también devino en la circulación, en ambos sentidos, de una proyección artística y una influencia cultural de primer orden entre ambos reinos de la Corona. Por un lado, a lo largo de la vía se ubicaron tres cartujas, Ara Christi, Portaceli y Valldecrist; los Jerónimos de San Miguel de los Reyes (con presencia señorial en Teruel desde el XVI al XIX) en Orriols, en la antigua alquería andalusí de Rascaña, y Segorbe; los Mercedarios en Santa María del Puig y Sarrión; los Franciscanos (primera custodia observante Franciscana en España), en Valencia, Santo Espíritu (Gilet), Segorbe, Manzanera, Mora de Rubielos y Teruel. Todas estas órdenes, muy a pesar de las molestias generadas en su espíritu contemplativo por la cercanía de aquel formidable tráfico de viajeros y mercaderías, que en cierta medida las hacían estar demasiado pendientes del mundo y mostrarse, en tal sentido, muy «mediáticas», bien se servían de sus servicios y se aprovecharon de su trazado para su crecimiento.
Además, ya en el sector aragonés, el camino dejaba de lado a dos grandes poblaciones Mora y Rubielos, Hum lugar dos maes principaes da Comunidades (Juan Bautista Lavaña, cosmógrafo portugués, mapa de Aragón, Felipe III, 1610-1611), distantes unos pocos kilómetros entre sí, donde se ubicaban dos potentes Colegiatas: la primera erigida por un señorío medieval, el de los Heredia; la segunda por el mecenazgo particular privado, el de Salvador Tonda, de Fortanete.
Tierra de trasiego continuo y bandolerismo, cuatro eran las grandes paradas que, a lo largo del camino entre Valencia y Teruel, servían de descanso a la circulación de mercaderías y gentes: Sagunto, Segorbe, Sarrión y Puebla de Valverde, a las que hemos dedicado, a modo de pequeño homenaje, la humilde ilustración del presente artículo.
Una arteria de comunicación que, desde el XVI y comienzos del siglo XVII, vino a implantarse aun con más fuerza, en un momento de profunda crisis en el reino de Valencia, tras las consecuencias de la expulsión de los moriscos. El ejemplo del puente del obispo Muñatones, en Jérica, es un buen argumento, por sí solo, para manifestar la pujanza del camino en tiempos del renacimiento. Un periodo que constituye una verdadera edad de oro de nuestras demarcaciones limítrofes del sur de Aragón que, con una hacienda saneada y pleno empleo, supera su economía rural, abriendo los brazos al mercado levantino, con industrias textiles muy pujantes, de bayetas y cordellates, y estableciéndose como una nueva tierra de oportunidades comerciales. Una realidad contrastada que sigue bien reflejada en la enorme importancia patrimonial, civil y eclesiástica, generada en todos aquellos pueblos durante el seiscientos, con la presencia de los más importantes artistas de ese momento histórico. Sólo citar a autores como los pintores Francisco Ribalta o Antonio Bisquert, escultores como Juan Manuel Orliens o arquitectos como Juan Cambra, Marco Gavella o Pedro Ambuesa, podría bastar glosar el marcado renacimiento de las artes en aquel contexto especial.
Unos pueblos y unas gentes a los que Antonio Ponz vino a denominar como los «catalanes de Aragón», comerciando con todos sus productos por toda España. También Richard Ford y José Mª Quadrado, en el siglo XIX, definirían muy bien la idiosincrasia de las gentes de «Mora, Rubielos, Sarrión o Albentosa, todos junto al camino de Valencia, buscan en la industria y en el tráfico con el vecino reino lo que el ingrato suelo les regatea». Tierra de nacimiento, también, de grandes personajes como los músicos rubielanos Antonio Teodoro Ortells (1647-1706), José Conejos Ortells (1673- 1745) o Felipe Martín (+ 1758), el historiador cartujo Fray Joaquín Vivas (1713-1806), el eclesiástico presidente de las Cortes de Cadiz Joaquín Sánchez de Cutanda (1745-1813) o los artistas Salvador Victoria (1928-1994) o José Gonzalvo Vives (1929-2010), entre muchos otros.
Por fin, en el ocaso del siglo XVIII, en 1791, siguiendo el plan trazado por Floridablanca para apresurar el proceso de construcción de carreteras en el país, se propuso la realización de la anhelada carretera de Aragón siguiendo la referencia del antiguo camino. Un proceso absolutamente repleto de grandes apuros y dificultades técnicas y humanas, que se prolongaría por muchos años. Dirigida primero, hasta 1800, por el arquitecto Vicente Gascó (1734-1802), emblemático director de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos de Valencia,-organismo encargado de las obras-, fue sustituido más tarde por el maestro murciano Juan Bautista La Corte, antes y después de la invasión francesa. Tras ésta, intervinieron, paralelamente y como nuevos directores, maestros de la altura de V. Marzo y J. Martínez, siendo subdelegado de las obras el canónigo de Segorbe Francisco Guimerá. A partir de 1827 sería encargado el arquitecto Manuel Serrano, discípulo de Gascó. En una segunda fase, mucho tiempo después, entre 1850 y 1862, se retomó la primera idea, dirigida por ingenieros de la diputación, para reconstruir lo hecho hacía décadas y finiquitar el proyecto.
Setenta años para setenta kilómetros. Guerras, ausencia de mantenimiento y disputas. Pero, sobre todo, apatía; desgana de la administración central y valenciana frente a las esperanzas de la propia diputación provincial de Castellón y Aragón. La primera por el anhelo de articular y vertebrar su territorio, castellonense desde 1833 y, la segunda, con el eterno deseo de abrirse al mar, de encontrar una salida lógica y natural a la salida que, durante centurias, habían buscado miles y miles de sus paisanos: el nacer y despoblar, yendo un poco más allá que mi buen amigo, el profesor Guerrero Carot. Un legado cultural, material e inmaterial que, aun atacado por los continuados episodios bélicos más recientes, desde la invasión napoleónica, las correrías carlistas de Cabrera a las destrucciones y expolios de la guerra civil de 1936-1939, constituye un patrimonio material e inmaterial tan desconocido como admirable.
Me ha encantado, David. Excelente y trabajado artículo, que leeré más de una vez. Gracias por ilustrame en todo lo que era desconocido para mí. ¡Enhorabuena!