María Molina

NAVARRENX

 

Solo sabía que mi padre había muerto en Francia. Mi madre nunca me dijo cómo ni dónde. Esa parte después de la guerra, la enterró para siempre en  su  memoria. No había más familia a quién preguntar y acabé  también por olvidarme.

Cuando murió, me sentí doblemente huérfano. Soltero y prejubilado por una cardiopatía, el fantasma de la depresión empezó a asomarse en mi vida falta de alicientes. Deambulé por casa de mi madre sin atreverme a abrir armarios y cajones, pero la necesidad de reunir papeles para ejecutar la herencia me empujó a ello. Encontré una caja llena de fotos y postales. Me llamó la atención una en blanco y negro sin nada escrito. La foto era de un pueblo con casas de tipo francés en un paisaje de verdes colinas llamado: Navarrenx.

Nunca había oído ese nombre y me puse a investigar. Situado en los Pirineos Atlánticos, es un pueblo fortaleza. Pero lo que me produjo una gran conmoción fue saber que a algunos kilómetros se encontraba el “Campo de Gurs” que durante la Guerra Civil acogió a un gran número de refugiados. A partir de 1940 funcionó como campo de concentración. No podía dormir pensando en la posibilidad de que el secreto de mi madre se guardaba allí y decidí ir.

El tren que llevaba desde Canfranc a Pau ya no cruzaba la frontera, así que con mi viejo Renault llegué hasta Oloron-Sainte-Marie, donde pasé la noche.

Después de un reconfortante desayuno me dirigí hacia Navarrenx. Aparqué y fui a l’Office de tourisme para buscar alojamiento. Me decidí por un hotelito rural a la salida del pueblo: L’Áuberge des rossignols.

El hotel estaba regentado por dos hermanas de mediana edad muy agradables que hablaban bastante bien el español. Dejé mis cosas, pregunté  la hora de la cena y me fui a dar una vuelta.

Navarrenx me sorprendió: las cuidadas casas, las tiendas y los cafés con el sabor de los antiguos en armonía con los jardines, el río y las lejanas montañas. Durante la cena , pregunté a Danielle por los sitios más interesantes que ver: Le Château d’Espalunge, L’Ábbaye de Sauvelade, L’Église Saint Germain y las murallas  del siglo XVI. No me atreví aún a preguntar por el Campo de Gurs. Me fui a dormir algo inquieto y cansado. Por la mañana recorrí las murallas y descansé junto a la presa del Gave d’Oloron. Pronto sentí la urgencia del motivo de mi viaje y pregunté a mis anfitrionas. Ellas me remitieron a la concejala de cultura  Simone Dupré, que además era historiadora y hablaba español. Llamé al ayuntamiento y pude concertar una cita para el día siguiente.

Simone me recibió con gran cordialidad. Le expuse el motivo de mi viaje y le enseñé la postal. La miró y me dijo que databa de 1940. Buscaría en el archivo histórico del Campo  de Gurs desde la Guerra Civil hasta 1945. Quedamos a las cuatro en su casa para revisar  juntos los documentos antes de la cena. La expectación y la ansiedad me impidieron comer. Me recosté y me vino la imagen de Simone. Debía de ser algo mayor que yo, de mediana estatura, cuerpo menudo, pelo castaño claro, facciones regulares y ojos azules. Era una mujer que no causaba un gran impacto pero que agradaba mirar. Su recuerdo me sumió en un duermevela dulce y reparador. Cuándo me levanté, una especie de energía vital recorrió mi cuerpo.

La casa de Simone era antigua pero confortable y decorada con gusto. Tomamos un café mientras nos poníamos al día de nuestras vidas.

Simone era viuda y sin hijos. Amante de la Historia, se dedicó a conservar y mejorar el patrimonio histórico y cultural de la región. Pasamos a revisar los documentos. Una larga lista de nombres de refugiados españoles instalados en el Campo de Gurs. Según mi madre yo tenía un año cuando mi padre se fue a la guerra y nunca volvió. Casi al final estaba el nombre de mi padre: Ángel Casas y una anotación: fallecido en Gurs en 1940. Me contraje dominado por la emoción. Simone puso su mano sobre mi brazo. Luego dije: me gustaría visitar el campo y ver si está la tumba de mi padre. Al día siguiente, temprano, Simone me acompañó. Recorrimos las filas de tumbas pero no encontramos su nombre. Me senté cabizbajo y decepcionado. “Lo siento mucho”, me dijo Simone. “Hubo muchos muertos y se hicieron fosas comunes. Durante la ocupación los alemanes las destrozaron, y no pudimos saber su identidad”.

Había encontrado el rastro de mi padre pero no a él. Decidí regresar cuanto antes. Comimos en el hotel. Me despedí de Simone y de mis anfitrionas con un fuerte abrazo.

-¿Te volveremos a ver?

-Seguro que sí. Me habéis tratado muy bien. Mil gracias a todas.

Un gran vacío se apoderó de mí. Poco a poco tomó cuerpo la decisión de dar un giro total a mi vida. Navarrenx formaba ya parte de mi futuro y además, aunque me costó reconocerlo, estaba Simone.

María Molina


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