José Luis Corral
Quienes me conocen bien saben que soy un ególatra engreído, un soberbio arrogante y un ufano presuntuoso (valgan las reiteradas redundancias); quizá por eso, y aunque suene contradictorio, no me seduce recibir premios.
Entiendo perfectamente que haya gente, más modesta y humilde que yo —lo que es harto sencillo—, a la que le guste que le entreguen premios, le rindan homenajes y le ofrezcan reconocimientos varios, y alabo su buen gusto, su presta disposición a recibirlos y el merecimiento que supone su acertada concesión, pero, en mi caso, prefiero que no me otorguen ninguno más.
Sé que habrá quien piense que soy gilipollas, farute, vanidoso y prepotente por escribir y publicar esto, y tal vez tengan razón, pero insisto, no quiero más premios.
Por mi experiencia, sé que los premios se conceden por unos benéficos jurados, siempre compuestos por miembros sensatos, justos y ecuánimes, nunca lo he dudado, cuyos fallos (los jurados siempre «fallan», ya saben) suelen ser precisos y adecuados, faltaría más.
He recibido algunos premios en mi vida (muchos menos de los que merezco, desde luego), pero les aseguro que jamás me he presentado a ninguno ni he propuesto a nadie que me presente, ni lo haré, salvo que mis neuronas se vuelvan majaras, con lo cual no será mi yo consciente el responsable, sino mi yo inconsciente a causa de un cerebro deteriorado y con las facultades mermadas.
También les digo, créanme, que he rechazado varios premios, tal vez lo revele algún día, y hay testigos que no me desmentirán. Si les citara algunos a los que he renunciado, agradezco mucho que me lo hicieran saber antes de publicarlo para poder decir que no, creerían que soy un mentiroso compulsivo (miento más o menos como la media de los seres humanos, unas cien veces al día), o que estoy más loco que un rebaño de cabras (no sé a quién se le ocurrió tildar así a las pobres cabras, pero es lo que se dice), o que tengo síntomas acentuados de maníaco depresivo (pese a mi natural optimismo), o que soy tonto de capirote (el capirote era el gorro cónico que llevaban los reos de la Inquisición y ahora lo portan con dignidad numerosos cofrades en Semana Santa), que las cuatro alternativas pueden ser posibles, y no necesariamente excluyentes.
Cuando me han concedido algún premio, como la medalla de plata (no se pueden imaginar lo mal que me sentó no ganar la de oro, tanto que todavía no me he recuperado del trauma) en el XXXIV Festival de Cine, Vídeo y TV de Nueva York, el premio de la ONCE, el Búho de Literatura, el Búho de las Letras, el de Aragonés del Año, el I Premio Espíritu Numantino (este sí parece diseñado ex profeso para mí), el de las Letras Aragonesas, o El Batallador siempre ha sido a propuesta de otros, y sin mi conocimiento previo. Y claro, a uno (o sea, yo), aunque muy estirado, es educado y cortés, le parece mal decir que no a un premio una vez adjudicado, pues sería hacer un feo al certamen, a los organizadores, a los anteriores premiados y al jurado, a veces compuesto por amigos que me aprecian, a pesar de saber cuán raro y altivo soy, que ellos no tienen ninguna culpa de mis manías.
Todavía recuerdo cómo una alta responsable política me llamó para decirme que me habían concedido un premio y lo primero que hizo, antes incluso de felicitarme, fue preguntarme, un poco inquieta, si lo aceptaba, pues había oído que yo no quería ningún premio y que lo iba a rechazar; y no lo rehusé por no provocar un grave incidente diplomático, buena persona que es uno.
Esta perorata viene al caso porque me concedieron el «Premio Batallador», que se convoca cada dos años en la industriosa villa aragonesa de Calamocha, por mi «estudio, divulgación y defensa de la historia de Aragón», lo que carece de mérito alguno, porque me lo paso bomba con lo que hago, entre libros de los que aprendo, alumnos que me soportan (no les queda otro remedio) y lectores —no muchos, cierto es— que me siguen, que hay gente para todo. Así, tuve que aceptarlo para no parecer descortés y grosero. Además, siendo yo natural de Daroca, imaginen lo que hubieran dicho algunos mal intencionados, que siempre los hay en la viña del Señor, si un darocense hubiera rechazado ser premiado en Calamocha.
Por cierto, agradezco mucho este premio, pero espero que sea el último; lo pido por favor y sin ningún propósito de contrición.
Bien, pues a pesar de volver a parecer, a los ojos de algunos, engolado o idiota, cosa que me trae sin cuidado, ruego a los amigos que sean miembros de jurados, a las instituciones que los conceden y a quienes corresponda, que no me propongan para ningún premio, reconocimiento, galardón, distinción, homenaje o cosa que se le parezca. Hago extensiva esta súplica a la concesión de títulos como hijo predilecto, hijo adoptivo, varón emérito, ciudadano ejemplar, vecino de honor, prohombre de las letras, socio honorífico, cartero honorario, miembro de Academias varias, medallas a diversos méritos, entorchados, bandas y grandes cruces, distintivos destacados, dedicatorias de paseos, avenidas, calles, plazas, glorietas y demás infraestructuras viales, casas de cultura, bibliotecas, centros de sabiduría y templos de cultura. Sí, sí, ya sé que todos ustedes consideran que ostento merecimientos sobrados para que varias placas luzcan mi nombre en muchas localidades de España, pero entiéndanme, sería para mí un verdadero dolor de cabeza si una vez colocado mi nombre en una calle, llegara algún concejal ignorante o malicioso, y propusiera cambiarlo por el de cualquier escritor de medio pelo, como Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo o Federico García Lorca (bueno a este último creo que también le han quitado alguna placa por ahí), y los azulejos o la chapa con mi nombre acabaran olvidados y llenos de polvo, como el arpa silenciosa en un ángulo oscuro de un salón becqueriano, en cualquier almacén municipal, o arrojados sin miramiento alguno a un estercolero, o, lo que sería peor, reciclados para polvo de arcilla o para latas de un refresco de cola, que, dicho sea de paso, no me gusta nada, o de cerveza, que me gusta algo más, siempre que sea de malta tostada con entre el seis y siete por ciento de grado alcohólico y siempre en botella de vidrio, dónde va a parar.
Comprendan mi postura. Recibir un premio resulta un engorro considerable y es incomodísimo: tienes que ponerte guapo (en mi caso es natural y un buen maquillaje actual obra milagros), hacerte el interesante (eso sí me sale bastante bien), comprarte un traje que no parezca barato, camisa y corbata a juego, estrenar zapatos negros de esos que aprietan como una bota malaya hasta que se doman, ir a la peluquería a cortar, lavar y marcar el cabello, acicalarte convenientemente como si fueras a ejercer de padrino de una boda de alto copete, preparar un discurso original (con lo difícil que es decir algo novedoso) y mostrarte con un toque intelectual (me tendría que poner gafas, sin cristales, que a mis años aún no necesito); pero a la vez debes mostrarte humilde y un poco mentirosillo, declarando con cara de asombro «que no lo esperaba», «que es inmerecido», «que había candidatos mejores y con más merecimientos que yo», y tal y cual, y hacer y decir todo eso sin parecer un petulante vanidoso y sin que se note la falsa modestia; y lo más aterrador: durante las semanas siguientes a recibir el premio tienes que invitar a decenas y decenas de amigos, allegados, apegados, gorrones, colegas y cuñados sin escrúpulos, de esos que siempre aparecen cual setas tras la tormenta en estas jubilosas ocasiones, que no cesan de darte abrazos como si hubieras ganado las elecciones a presidente de tu comunidad de vecinos, de sacudirte palmadas en el hombro como si fueras una estera, que se pegan a ti como una garrapata para hacerse fotos con la boca abierta como un buzón antiguo y el signo de la victoria con los dedos y pedirte que te pagues algo para celebrar el galardón; y en ello, si eres un pelín generoso, y mis amigos y conocidos saben que suelo serlo (una de mis editoras me dijo un día que era el único autor que le había pagado un café), se te va el sueldo de un par de meses, por lo menos. Se han dado casos de premiados, muy pocos, cierto es, que han tenido que hipotecarse de por vida para poder afrontar el coste de los jolgorios que conlleva la concesión de un premio.
A continuación, les cuento un caso real del que fui protagonista, y así entenderán todavía mejor y de manera incuestionable mi negativa a volver a ser premiado.
Aún recuerdo con aflicción, pues sigue tallado en mi memoria de manera imborrable, el horroroso dolor de riñones y de hombros —y eso que era veinte años más joven y tenía unas espaldas como Atlas y unos bíceps como Hércules—, cuánto sufrí la noche que en el Auditorio de Zaragoza me concedieron un reconocimiento por mi «relevante obra historiográfica y literaria», y me entregaron como trofeo un enorme obelisco de alabastro (menos mal que era de mineral de la tierra noble, o sea, de Aragón, y eso siempre ayuda a soportar el suplicio con el ánimo que otorga el paisanaje) de casi un metro de altura y unos veinte kilos de peso. Esto es tan cierto como que el claro día sigue a la oscura noche y viceversa. Si no me creen, vean el artefacto de marras en la foto que acompaña a este texto, pues todavía lo conservo cual preciada reliquia martirial; quizás un lejano día sea venerado en algún templo pagano como símbolo al inhumano sufrimiento en pro de la cultura.
Aquella sensacional gala acabó pasada la medianoche, y yo me vi solo y abandonado cual Moisés a orillas del Nilo, o cual Sargón I de Acad (¡ojo!, me refiero al padre de la princesa Enheduanna, ¡una mujer!, la primera persona conocida en escribir poesía épica, allá por el siglo XXIII a. C., no me lo confundan con Sargón I de Asiria, que es cuatro centurias posterior; y sí, el rey de Acad es menos conocido que el profeta bíblico, pero su relato es el original, que de ahí lo copiaron los hebreos, que menudos son apropiándose de tierras y mitos ajenos) a orillas del Éufrates, en la zaragozana avenida de Isabel la Católica (no me extraña que esta reina fundara la Inquisición en 1482, ya estaba predestinado) con los veinte kilos de obelisco aragonés al hombro, cual san Cristóbal con el Niño, sin que ningún taxi se detuviera al verme de tal guisa, sufriente y suplicante, como un cordero a punto del degüello, al borde de la acera, cargando con tan singular trofeo cual nazareno penitente; tampoco hubo ningún conductor buen samaritano que se compareciera de un pobre premiado con semejante pieza y se prestara a hacer conmigo una obra de caridad llevándome a casa, o al menos al obelisco; les aseguro que, si de mí hubiera dependido, quien hubiera hecho tal obra de caridad, se habría ganado el cielo; y en el caso del taxista, una buena propina. Lo entiendo; yo, en el lugar de un taxista o de un conductor que pasara por allí, tampoco hubiera parado a esas horas de la noche a un tipo con semejante arma de destrucción masiva al hombro, que más parecía un bazuca de la Edad de Piedra que un trofeo de la Era de Internet.
Así que, como había dejado mi coche en mi garaje para cumplir con la recomendación municipal de desplazarse en transporte público por la ciudad, ya saben, para disminuir la contaminación, la emisión de gases efecto invernadero y todas esas cosas que te convierten en ciudadano ejemplar, tuve que cargar con el artefacto de sulfato de calcio de aljez (o yeso, como también se llama a tan noble mineral, sobre todo en Aragón), que esa es la denominación técnica del noble alabastro, hasta mi casa, que, afortunadamente, sólo distaba algo más de un kilómetro de aquel inolvidable Auditorio. Esa circunstancia me salvó la vida; trescientos metros más lejos y hubiera sucumbido a la inevitable llamada de la parca, y ahora no podían ustedes leer estas líneas, lo que se hubieran perdido.
Tras unos quince minutos de agónica travesía nocturna, cual masculina encarnación unipersonal del pueblo de Israel vagando cual alma en pena por la desierta noche zaragozana, otra vez los omnipresentes judíos, atravesando el Sinaí, bajo las titilantes estrellas y la luz ambarina de las farolas (que ya se confundían unas con otras en mi cabeza, y Rigel me parecía una centelleante bombilla azulada y Betelgeuse el destello rojizo de un foco de un club de alterne), llegué a mi domicilio arrastrándome como un reo de la Inquisición de sus Católicas Majestades, no en vano caminaba por la avenida de doña Isabel, tras una meticulosa y profesional sesión de tortura, con los hombros machacados bajo el peso del aljez «obelisquiano», los deltoides repletos de moratones cual tumefacto rostro de boxeador apalizado, los exhaustos pulmones ardiendo y a punto de estallar, los antes ligeros pies hinchados ahora como botos de vino peleón, los músculos de los brazos produciendo ácido láctico por glicólisis con la correspondiente degradación de los carbohidratos mutando a ácidos tóxicos, el desbocado corazón latiendo como una lavadora centrifugando casi a punto de salírseme por la reseca boca, los sufridos riñones como recién guisados con un jerez rancio y con todo mi cuerpo serrano a punto del colapso. «Avenida de la reina Isabel la Católica», leí agobiado y medio muerto en la placa que yo nunca quisiera tener, y pensé que aquello era un castigo más por ser republicano, si es que me lo merezco.
Si no lo han vivido y sufrido en carnes propias, nunca podrán ustedes imaginar la inhumana crueldad que supone cargar durante unos mil doscientos metros con un artefacto rocoso lleno de aristas, bueno, son cuatro las que tiene un obelisco pero a mí me parecieron cuatrocientas, y con la punta piramidal amenazando a mis carnes cual estilete de un experto destripador en plena niebla del Londres decimonónico, que ahora con el cambio climático hasta la niebla han quitado de la ciudad del Támesis, y ya no parece la vieja urbe de Dickens y de Jack the Ripper, más conocido por aquí como Jack el Destripador, que hacía de las suyas (o sea, sacarles las entrañas a sus víctimas), en el popular barrio de Whitechapel, en el East End londinense.
Confuso y agotado, a punto de sufrir un fatal desenlace, todavía no me explico cómo fui capaz de llegar hasta mi casa. Pero si creen que al abrir el portal del edificio todo aquel suplicio había acabado, sepan que se había ido, no sé bien a dónde, la corriente eléctrica en todo el bloque, y los dos ascensores estaban inutilizados. Yo vivía entonces en el piso duodécimo, de modo que subir cada planta era como una estación del vía crucis. Les recuerdo que el vía crucis tradicional tiene quince estaciones, y que en la duodécima es precisamente donde Jesús muere en la cruz; eso sí, en la decimoquinta y última resucita; a mí me faltaron tres pisos.
De no haberlo experimentado en persona, nunca podrán comprender el infierno que supuso ascender, obelisco al hombro, aquellas doce malditas plantas, peldaño a peldaño, que no creo tuviera tantos la torre de Babel (que sí, que ya sé que tenía una rampa sin escalones, pero permítanme la licencia literaria) o el Faro de Alejandría. Menos mal que el trofeo no era una esfera, pues seguro que al llegar a la cima se me hubiera caído rodando escaleras abajo hasta la planta calle, y hubiera tenido que volver a subir, cual Sísifo castigado por los dioses, que no está muy claro qué delito cometió el pobre y sufrido rey fundador de Corinto para tener que ascender la montaña una y otra vez con la piedra a cuestas, que menuda gracia tienen a veces los dioses del Olimpo, y cómo se las gastan cuando los mortales los enojan.
Si quería llegar a mi cama, no tenía más remedio que subir andando aquellas abismales escaleras, de modo que, haciendo un postrer esfuerzo y con las últimas reservas de energía que me quedaban, gracias sin duda a los hidratos de carbono de los canapés que me comí en el ágape que sirvieron en el Auditorio y a las calorías extra de las copas de vino tinto de uva garnacha —al aporte energético de tan poderosa variedad de vid le debo probablemente la vida— que me bebí como perfecto maridaje gastronómico, llegué hasta mi piso, el maldito número doce, abrí la puerta de mi casa y deposité el obelisco en medio del salón, rogando a todos los santos (que uno se olvida del ateísmo militante y se convierte en fervoroso creyente en situaciones tan extremas como aquélla, se lo aseguro) para que su colosal peso no hundiera el suelo, y no apareciéramos el artefacto de alabastro y yo en el sofá del vecino de abajo, el del undécimo, a tan intempestiva hora de la noche, entre un estruendo horripilante y rodeados los tres, vecino, obelisco y yo, de los escombros del enorme boquete que se hubiera abierto en su techo.
Y así, como un zombi de película de serie B, tanto de cabeza como de aspecto, con más cardenales que la curia pontifica reunida en cónclave en la capilla Sixtina para la elección de papa, más moratones que un Ecce homo y hecho un verdadero cristo (perdonen la posible irreverencia, pero ése era mi verdadero aspecto en tales contingencias), contemplé ensimismado mi cama, que más me parecía en esos momentos un celestial lecho de algodonosas nubes que el tálamo habitual de colchón de muelles, sábana bajera y cobertor, edredón nórdico —la madre qué parió al que lo inventó porque los calurosos no lo soportamos— y colcha estampada a juego con las cortinas del balcón.
Tal cual estaba, y sin miramiento alguno, me dejé caer en el lecho sin retirar la colcha, con traje, corbata y zapatos nuevos incluidos, pues, aunque hubiera querido, no hubiera podido quitármelos de tan hinchados como tenía los pies, que habría necesitado una cizalla o una radial para hacerlo, y pese a los pavorosos espasmos que me atormentaban desde las uñas de mis cuatro extremidades hasta los pelos del cogote.
Eso sí, al día siguiente, algo recuperado de semejante vía crucis nocturno, aunque con agujetas y dolores hasta en los cartílagos de las orejas y los pelos de las pestañas, entendí a la perfección el suplicio que debió de suponer el trayecto al calvario de los condenados en la antigua Roma, cargando a cuestas con el patibulum (el travesaño de la cruz, en latín), para ser clavados en el stipes (el palo vertical o mástil de la cruz, también en latín); aunque no creo que haya una cruz en el mundo, ni siquiera la del Valle de los Caídos, que pese tanto como aquel condenado obelisco de alabastro. Por un buen rato, sentado al borde de la cama y dudando si al ponerme de pie mis piernas me sostendrían o se harían pedazos como pilastras de cemento con aluminosis (de aquel que usaban los constructores corruptos, que más era arena que hormigón) sacudidas por un terremoto, me sentí como los reos en las galeras en el Mediterráneo en el siglo XVI, con la espalda en carne viva, cual si me hubieran molido a latigazos media docena de experimentados verdugos de la Inquisición inglesa, por supuesto, que esos sí sabían torturar como mandan los cánones, desollándote la piel y estirando tus músculos en el potro hasta convertirlos en unas tiras de pasta fresca a la italiana, y no como los inquisidores españoles, que eran unos moñas que no sabían hacer otra cosa que aplicar el garrote vil, los muy ineptos, que no tenían ni idea de sacarle a uno las entretelas como mandaba la Santa Madre Iglesia que se hiciera con los herejes; y ya no tardé demasiado tiempo en quedarme dormido como un tronco, o como un obelisco, si lo prefieren
Así que, dada mi acreditada experiencia y mi natural disposición tan poco favorable a recibir premios, agradeceré que no me propongan para ninguno más, y que si algún insensato lo hiciera, y algunos de ustedes anduvieran de jurados por ahí por un casual, no le presten el menor caso a mi candidatura —si la hubiera—, que seguro que el proponente es un sádico que lo hace para ver si me vuelvo tarumba y lo acepto, y así sucumbo de una vez aplastado por el peso de alguno de esos trofeos que acompañan a los premios, sean en forma de obelisco de alabastro de las canteras del valle del Ebro, de cabeza de bronce de artista famoso o de artesana tinaja de humilde terracota.
Eso sí, rarezas mías aparte, solicito a los que puedan y tengan facultad para hacerlo que continúen convocando premios literarios y culturales, que a todos (yo soy la excepción que confirma la regla), por lo que sé y entiendo, les gusta mucho recibirlos, los hacen felices y, si son amigos los premiados, igual hasta se pagan un suculento aperitivo con sus croquetas de jamón y de boletus (no hay restaurante que se precie que no ofrezca en su carta estas dos variedades), sus gambas a la plancha (la blanca de Huelva es la más fina, pero muy poco hecha, que si se pasa de fuego no es tan jugosa) y sus berberechos de lata (están mucho mejor frescos y cocinados al vapor, pero lleva mucha más faena prepararlos; pónganle al agua de hervir un pedacito de jengibre y verán cómo ganan sabor y frescura); y si los premios van acompañados de un sustancioso estipendio (por ley no deberían convocarse ni concederse premios de cuantía inferior a diez mil euros), pues entonces miel sobre las hojuelas (delicioso postre tradicional que algunos sustituyen por pestiños, pero la hojuela es más fina, delicada y crujiente, dónde va a parar), que la cosa está muy mala y no hay premio que por mal no venga, que diez mil euros te apañan un roto y te tapan un agujero.
De modo que, quienes puedan, sigan convocando premios; pero en mi caso, y sólo en el mío, de verdad, ruego de todo corazón que no me premien nunca más. Sean caritativos, por piedad, y respeten mis súplicas, pues mi anatomía, ya sesentona aunque de bastante buen ver a decir de mis tías y de algunas amigas, que ya saben lo presumido que soy y lo que me gusta que me adulen sobre lo bien me conservo, que estoy bastante atractivo para mi edad, y todas esa mentiras piadosas que tanto nos consuela escuchar en el otoño de la vida, no sería capaz de soportar otro paseíllo como el de aquella noche zaragozana de hace cuatro lustros, bajo el titilante brillo de las estrellas de la constelación de Orión, que así se llamaba el violento gigante cazador mitológico al que Enopión dejó ciego por violar a su hija, y que andaba asaeteando con su arco a todo bicho viviente que se cruzaba con él, hasta que la diosa Gea, menuda era ella defendiendo a los pobres animales, envió a un escorpión gigante para que lo liquidara de un aguijonazo, y, una vez muerto, la justiciera diosa de la Tierra envió a Orión directo al firmamento, y ahí sigue el tipo en forma de constelación, justo en el lado opuesto del cielo a la del Escorpión, ahora persiguiendo cada noche, por los siglos de los siglos, a las Pléyades, las hijas del titán Atlas convertidas en estrellas. Algo de esto cuento en mi novela La prisionera de Roma, que no se la pierdan, que es buenísima, de premio, vamos.