José Antonio Prades
2016 el I Premio en el III Certamen de narrativa “El Trallo”, convocado por el Ayuntamiento de Grisén.

COMENTARIO DEL AUTOR, SINOPSIS Y PRIMERAS PÁGINAS

ASÍ SE HIZO

 

Te cuento algunos aspectos sobre la creación de la novela.

Conocí a Ana y a su hija Silvana, dos mujeres nicaragüenses de una belleza especial, a finales de 2007. Silvana tenía 12 años y la crisis adolescente le estaba provocando tirantez con su madre; algunas noches no iba a dormir a casa con la excusa de que lo hacía en el domicilio de una cuidadora del colegio al que acudía, una chica de unos veinte años.  Ana me contaba sus deducciones y sus preocupaciones y a veces derivaba hacia algunas causas extremas que desembocaron en la idea para basar esta novela.  Por suerte, los motivos no fueron como los imaginados y quedó en una aventura trivial con discusiones entre madre e hija.

Esas conversaciones me incitaron a crear una historia con denuncia social sobre la explotación de menores. En principio quise escribirla como un diario cruzado entre los dos protagonistas adolescentes, con un lenguaje simple e ingenuo, basándome en el Diario de Ana Franz y El niño del pijama de rayas.  Pero como no siempre manda el autor en los recursos, un impulso me hizo comenzar con la estructura que al final quedó: un monólogo en primera persona, muy íntimo, y unos párrafos incrustados casi de forma aleatoria para explicar la trama delictiva.

Me atrapó sobremanera el tono de la voz narradora, que se apoderó de mi voluntad para ir mostrando emociones con una interpelación directa al lector.

El título tiene su controversia, claro.  En realidad, lo terminó decidiendo el editor, pues, si bien yo lo había presentado así al concurso que ganó, no lo tenía definitivamente decidido.  Tanto Silvana, la puta, como Silvana, la virgen, son dos referencias que se incluyen en la narración, y Silvana, así a secas, fueron opciones barajadas.  Para la edición con Lacre quedó la primera, pero he realizado una segunda edición, con el tercer título indicado.

Uno de los recursos que pretendí aplicar desde el primer párrafo fue la utilización de contrapuntos extremos en las emociones que podían provocar los hechos narrados: la ternura y el delito cruel, el sexo fuera de orden y la poesía, amor y poder, un vaivén que agitara la atención de quien leyera, pretendiendo que continuamente obligara a buscar un centro descuadrado por esos movimientos de péndulo.  Y busqué el estilo fresco y directo, como de un diálogo rápido que no quiere detener el flujo narrativo, para dar idea de que es la única oportunidad de conocer esta historia de esta mujer tan emotiva y tierna.

Así queda la novela narrada desde un punto de vista subjetivo, el de Silvana.  ¿Está exagerando? ¿Dice la verdad? ¿Sabe exactamente lo que pasó y lo elude?  ¿Le afecta la muerte de su madre y el abandono de su padre?  Corresponde a quien la lea colocar la historia en la objetividad que la voz del segundo informe transmite.

Mi intención fue muy variada, algo corregida conforme podía darme cuenta del sitio al me estaba llevando esa voz que parecía no tener nada que ver conmigo.  Así pretendí como experiencia profunda hablar del primer amor desde el punto de vista de una mujer; elaborar el dolor del amor desde la nostalgia; mostrar que la prosperidad económica no garantiza la paz interior; denunciar la impunidad y la doble moral de los poderosos.

SINOPSIS

Silvana es una mujer de cuarenta y cinco años, con una buena posición social, dedicada al diseño de moda que, en cuanto acaba de morir su madre, intentando deshacerse de fantasmas enquistados, narra en primera persona su único amor, ocurrido en 1982, cuando contaba doce años de edad.  Salvador fue su primer novio, el muchacho del primer beso, del primer tacto, que deja huella para toda la existencia.  También está Beatriz, la íntima amiga que le acompaña muy de cerca en ese despertar adolescente.  Silvana, Salvador y Beatriz formaron un triunvirato de consecuencias impensables.

A partir del primer cuarto de la novela, aparece otra voz plana e insensible, incrustándose a modo de informe policial, que nos va narrando otra historia, en la que el lector se encuentra datos coincidentes con lo que cuenta Silvana y que ocasionan el descubrimiento paulatino de ciertos hechos que tintan de terror los pasajes recordados. Ambos hilos narrativos se entrecruzan dejando señales de cómo se interrelacionan.  Silvana está pasando por un crudo momento emocional y lo transmite con su forma de contar aquellos instantes tan románticos en su hallazgo del amor, mientras ese informe hace de contrapunto en estilo y contenido para ir moviendo la balanza de las sensaciones, sin llegar a equilibrarla en ningún momento.

Trata del amor y de la pasión en compañía del sexo, del abandono físico y emocional de los padres, del delito más execrable que puede producirse en este mundo y de la hipocresía social.  Penetra en los bajos fondos y en las miserias del ser humano para desenmascarar un submundo con escenas escabrosas, unas de iniciación, otras repletas de humillación.

Se desvela una historia intensa y desgarrada, en un doble plano de emociones extremas, que se sumerge en los impactos psicológicos dejados por unas relaciones familiares llenas de dureza.  Quien la lee vive con la protagonista su propio amor adolescente desde una viva y ágil narración que profundiza en la soledad y el dolor provocado por hechos lejanos que, aún treinta y tres años después, causan sentimientos contradictorios.  El giro que le da a la historia la segunda voz deja huecos en la trama que deberán armarse en la propia imaginación de quien va bebiendo la historia…

PRIMERAS PÁGINAS

Es tiempo para cerrar cuentas con el pasado.  Estoy frente a ti, contigo, que lees las primeras líneas de lo que puede ser un derroche neurótico de añoranza. Tengo cuarenta y cinco años.  Me llamo Silvana.  Él se llamaba Salvador.  Entonces teníamos doce y dieciséis.   Estábamos en los meses anteriores al Mundial de España, con Naranjito y Limoncete haciendo tonterías; y mientras llegaba la histeria colectiva del fútbol, nosotros consumíamos delicias adolescentes en ese estallido que llamamos amor, primer amor.

Mi padre estaba escapado por algún lugar de Asia, creíamos que, en el Nepal, intentando aprender a sonreír o buscándose para sus adentros; nosotras entrábamos en riesgo de perdición: la crisis había despedido a mi madre de un empleo bien remunerado y sobrevivíamos con los pocos ingresos de un negocio de ropa que ella había tomado en traspaso.  Sufrimos el bajón de estatus, cambiamos de barrio a un piso que nos prestaba la tía Jacinta en uno de esos grupos de casas baratas que ideó algún acólito de Franco en la década de los 50.  Pasé de un colegio de monjitas carmelitas a uno público en medio de un barrio inhóspito y me hice mujer de golpe, es decir, me vino la regla, me crecieron los pechos, se marcaron mis caderas, crecí doce centímetros en pocos meses y aprendí a sentir como un ser que debe andar sin nadie a quien puedas culpar de tus errores.  Mi madre, herida por tantos golpes de pronto, me abandonó a mi suerte emocional.  Bastante tenía ella con soportarse a sí misma.

Me enamoré de Salvador.

Creo que me enamoré de aquel muchacho porque me parecía verle todo lo contrario que mi padre me ofrecía: seguridad y sonrisas.  Pudo ser también por ese despertar adolescente que te lleva a buscar lo ideal en guerra contigo misma.  Pudo ser, pero quiero recordar a mi padre. Mi padre, José González Pérez, se ahogó en las responsabilidades de la vida y huyó al menos tres veces que yo recuerde.  En las dos primeras, mandaba cantidades dispares de dinero.  En la tercera, desapareció sin aviso, y en la época en la que quiero comenzar esta historia hacía seis meses que no sabíamos nada de él.  En doce años atrás, o en mi tiempo hábil para la memoria, apenas había convivido unas semanas con él y sólo le entendía por ese reproche amargo de hacer llorar a mi madre y dejar de abrazarme cada noche como las quince o veinte que lo había hecho después de leerme La historia interminable.  Mi madre no lloró en público por él, ni delante de mí, pero, ya en ese pisito de acogida temporal, cerraba por las noches la puerta de su dormitorio y sus sollozos traspasaban las barreras para acompañar mi sueño en las madrugadas eternas.

Espero haber expresado en forma adecuada el ambiente para facilitarte la compasión por mi estado antes de entrar en el acontecimiento más importante de mi vida.

Es probable que me hubiera cruzado con él varias veces más antes de la que considero la primera, porque lo conocían mis compañeros, especialmente ellas.  Ocurrió en enero y hacía mucho frío, con hielo en los rincones oscuros y viento cortante en el corazón.  Habían pasado cuatro meses desde el comienzo del curso como período de adaptación inextinguible.  Caí en una clase del penúltimo curso de la Educación General Básica, donde me catalogaron como niña pija venida a menos, y las líderes nunca llegaron a aceptarme, labor para la cual tampoco presté ayuda; aún no había entendido nada de lo que ocurría por los alrededores de mi vida y ningún profesor fue capaz de ayudarme a la integración; tampoco les dejé.  Quizá ahí empecé a entender más de la vida y supe sentir lo que mi padre había dejado de darme.

Pero en ese aterrizaje sobre el nuevo mundo, hubo una muchacha, Beatriz, que se acercó a mí como un destello que rompe la oscuridad.  Luego se hizo foco de escenario y hasta el 23 de junio alumbró aquel despertar a la realidad.  Vivía en el bloque contiguo y compartíamos pupitre en el aula.  Hoy echo de menos a Beatriz.  Hoy y tantas otras noches de mi vida en estos treinta y tres años que nos separan en el recuerdo.

Beatriz, el día que la conocí, me sonrió desde arriba porque me sacaba casi un palmo de altura.  En la necesidad que me acuciaba, apenas después de una semana de ir y venir con ella al colegio, pude saborearla como un ángel de compañía que sabe encontrar el resorte adecuado para hacerte feliz en un segundo.

Ya sé que parezco algo ñoña y quizá deba darte la razón, pero quiero transmitirte mis sentimientos, no la realidad.  Luego haz con ellos lo que quieras.

El nombre de Beatriz significa ‘bienaventurada’, persona feliz y dotada de la gracia eterna.  Puede ser.  De las monjas a las que mi madre aborreció me quedaron algunas dulzuras que en aquel entonces amenizaban mis creencias como buen argumento de captación para su causa.  Y una de ellas resonaba con fuerza a menudo en mi devocionario para el comportamiento:

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”.

Mis angustias en soledad se amparaban en este consuelo cuando Beatriz pudo traerme la buenaventura como la gitana que mirando la palma de tu mano te augura la llegada del gran amor que redimirá tus penas.  Beatriz no me pidió la voluntad, aunque en algún momento de aquellos meses habría estado dispuesta a entregársela sin nada a cambio.  No hace mucho tiempo, una gitana en una estación de París, una gitana grande, gruesa, afable, vestida de colores chillones y con un enorme bolso de tela colgado al hombro, se colocó a mi lado cuando estaba finalizando una larga espera.  No me saludó, pero sentí que deseaba comunicarse conmigo más allá de lo que pudiera escuchar.  Me habló en un español perfecto al cabo de un minuto:

“Mi niña, cuánto estás sufriendo”.

Sonreía con ternura, sonrió mirándome en silencio después de pronunciar estas palabras en un tono de amparo, tal como entonces, y tantos años más, lo necesité. Le ofrecí otra sonrisa tenue.  Me tomó la mano derecha y la colocó entre las suyas.  Noté su calor por algún lugar de mi entraña y, sin dejar de sonreír, cerrando los ojos a modo de respeto para no intimidarme, pronunció:

“Ellos te salvaron, no lo dudes y Beatriz está contigo”.

Me besó en la frente, se levantó y, alejándose, la recuerdo difuminada entre el gentío.

En muy pocas semanas, alcancé con Beatriz una complicidad profunda. Puesto que mi madre regresaba a casa muy tarde y a ella le daban bastante cancha en la suya, pasábamos largos ratos juntas más allá del horario escolar. Conocimos nuestras vidas como quienes se entregan al otro en una isla solitaria, podría ser por miedo a la soledad, como era mi caso, o por amor a la compañía, como era el suyo.  Su mundo se componía de una innumerable caterva de hermanos en la que ella se colocaba en el centro de las edades.  Compartía su habitación con tres de ellos y dormía en la litera de la izquierda, arriba, según me describió un día, sólo un día, con prolijos datos para no volver a ellos jamás, tal como me anticipó al principio de su relato. En su andadura como dueña de sí, desde hacía ya más de dos años, sabía lo que era dormir fuera de casa, buscarse un plato de lentejas en puro invierno y mentir con afabilidad para obtener un poco de supervivencia.  Seguro que por eso Beatriz mostraba mucha más madurez que yo.  Supo proporcionarme alegría serena con un arrope de amistad que nunca me apremiaba y, sin embargo, siempre lo notaba cerca de mí.  No me transmitió ni una sola queja sobre su dura situación y reíamos cada vez que enseñaba a nuestro alrededor algún regalo conseguido gracias a esas travesuras que aprendió a cometer con felicidad en su entorno infeliz.


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