Artículo Juarroz Imán 21

Obrar por debajo: Roberto Juarroz en la poesía contemporánea

Alfredo Saldaña

Si la poesía es, en comparación con otros géneros o registros literarios, un lugar poco transitado por los lectores, una propuesta como a la que en estas páginas vamos a prestar atención es, sin exageración de ningún tipo, un territorio prácticamente deshabitado (1) . Así, se me ocurre pensar que el desierto podría ser una metáfora adecuada para nombrar el lugar que Roberto Juarroz (1925-1995) ocupa en el imaginario literario contemporáneo, un espacio abonado solo de silencio y soledad, un lugar baldío en el que el mutismo y el aislamiento dan y quitan sentido a lo que ocurre, pero allí nada ocurre. Entonces, ¿en qué radica el acontecimiento? Quizás, aunque nada es seguro, la cuestión consista en que las palabras que embrutecen se apartan, el ruido se acalla, el tumulto se desvanece, el murmullo se apaga. Nada ocurre. Y, sin embargo, todo es posible, cualquier cosa puede ocurrir.

(1) En un análisis que nos puede resultar muy familiar aquí, en el ámbito peninsular, Osvaldo Picardo (2017) ha llamado la atención sobre la desaparición de la poesía en el mercado editorial argentino, controlado por grandes grupos empresariales transnacionales, produciéndose, además, el paradójico caso de que, con un incremento de autores, ha disminuido la presencia de la poesía en el escenario social, hechos a los que habría que sumar la escasísima atención crítica que le dedican intelectuales y otras voces autorizadas del tejido académico y el periodismo cultural.

Una poesía, la de Juarroz, en la que el texto del mundo casi parece solaparse con el mundo del texto, sostenida sobre la extrema tensión que surge del cruce entre el decir y el pensar, una poesía que traza la dirección de la verticalidad y en la que el lenguaje parece evaporarse en la búsqueda de una zona fronteriza donde los significados convencionales desafían a sus correspondientes significantes y se tambalean con el riesgo de una pérdida de sentido, con la posibilidad de una ganancia de sentido; una poesía sostenida a menudo sobre esa forma no personal del verbo que es el infinitivo, sobre formas verbales en modo subjuntivo y condicional y sobre continuos «si», «quizá», «tal vez», «parece», «posiblemente», «pero», «pareciera», «como si», «quién sabe», «no sé», en la que lo expresado por el predicado se plantea muchas veces como información posible, virtual, inconcreta o no experimentada, elaborada, según Roger Munier, «dans son inquiétante unité» (apud Juarroz, 1980: 11), una «experiencia particularmente inquietante […], poeta de la otra circunstancia» (Santiago, 1980: 50), expresiones que apuntan hacia esa zona molesta, ¬por irregular, inhabitual e imprecisa, desubicada o difícilmente localizable en la que se sitúa esta escritura, en la que a menudo el

sentido parece desvanecerse y el lenguaje se entiende como un artefacto con el que ahondar en la transgresión de las convenciones y la exploración de la otredad, donde, en palabras de R. Munier (apud Juarroz, 1980: 11):

La pensée ne voit par force que l´une et l´autre, que l´une ou l´autre. Et qu´elle les ajuste dialectiquement, dans une unité plus décrétée que réelle, n´abolit pas leur différence.

Una escritura, asimismo, que responde al taller de un poeta comprometido con la aventura del pensamiento, en la que todos los recursos (prosodia, medida, ritmo, imágenes, distribución estrófica, recursos expresivos, etc.) trabajan al servicio de dicho pensamiento, tildada a veces de fría, reiterativa y excesivamente cerebral cuando, en mi opinión, estamos ante un work in progress desarrollado al abrigo de los grandes y pequeños temas que han desvelado al ser humano desde la noche fundacional de los tiempos: el misterio, la soledad, el tiempo compartido y el tiempo perdido, el amor, la muerte, el ser, etc., unos temas que funcionan aquí como auténticas metáforas obsesivas que han hecho del ser humano precisamente eso, un ser humano. A menudo, Juarroz tuvo que justificar su poesía ante los comentarios y las críticas que veían en ella un reguero de deshumanización y frialdad, al tiempo que lanzaba un aviso a navegantes:

yo siento que a través de la poesía esa búsqueda cobra vida, calidez, que todo esto no es frío, no es inhumano, no es cálculo más o menos inteligente, sino que es la angustia esencial del ser humano, así, estremecida. Pero una cosa es este estremecimiento, y otra es la incontención, el sentimentalismo, la verborragia fácil y desahogante pero nada más. (apud Boido, 1977: 53)

Aviso a navegantes, sí. Porque una cosa es el estremecimiento, el rapto al que alguien pueda ser sometido a través de la experiencia poética, y otra muy distinta ese exceso de sentimentalismo patético que convierte a la poesía, sin más, en un testimonio de anécdotas insustanciales. Y es que estamos ante alguien para quien la poesía nunca fue un oficio o una actividad profesional, una tarjeta de visita con la que presentarse en el inocuo y siniestro teatro de las relaciones sociales, ni tan siquiera una posibilidad con la que reflejar o proyectar la experiencia, sino un rapto, una posesión, una manera de vivir y desvivirse. A este respecto, ante la cuestión de si creía que la poesía ocupaba un lugar preferente en la vida cultural, Juarroz respondió esto en 1978:

No. Pero quizá sea ese su lugar: no ocupar «un lugar preferente», transitorio y vistoso, sino obrar por debajo, en esa acción de legisladora invisible de la sociedad a que aludiera Shelley. Por eso, me parece mejor y hasta beneficioso para la higiene del espíritu, no confundir los ámbitos de la poesía, la vida cultural, la política cultural y aun la literatura en general. La poesía nace y se inserta en el silencio que no pasa (apud AA. VV., 1978: 505).

No confundir esos ámbitos, reclama Juarroz, y ello en un mundo en el que el espectáculo, el exhibicionismo, la exposición mediática y el mercado han acabado convirtiéndose en categorías desde las que se entiende, explica y valora la poesía. Unos años después, en un diálogo con el poeta Jorge Zunino recogido en el diario Clarín el 5 de abril de 1984, y a partir del hecho de que la Feria del Libro de Buenos Aires se dedicara ese año a la poesía, Juarroz se mostraba bastante crítico con ese tipo de operaciones cuyo objetivo básico consiste en amontonar, exhibir y vender sin criterio alguno: «desconfío de la poesía convertida en espectáculo, exhibida como un producto más, aunque sea un producto encerrado en libros».

Es obvio que el valor y la entidad de esta obra poética pueden, deben medirse al margen de la relevancia institucional, el carisma o el prestigio político o social que en su momento alcanzara el propio Juarroz, y que fueron, en cualquier caso, bastante magros. Desde el principio, Juarroz trató de restar todo tipo de protagonismo a la figura del poeta (convertido tantas veces en un patético personaje de sí mismo), manteniéndose a una saludable distancia de los escenarios públicos, a partir de la convicción de que el foco de atención debía fijarse en los poemas y no en el sujeto que los hubiese escrito.

Esa calidez más o menos subterránea a la que aludía el poeta en sus conversaciones con Guillermo Boido fue percibida muy pronto por algunos lectores atentos que supieron traspasar la extensión y profundizar en el abismo al que nos arroja esta poesía, entendida como «fervor por la vida, entusiasmo en el sentido griego, vibración y hasta canto a veces […], la mayor intensidad posible del vivir» (Juarroz, 2000: 58), una intensidad vital que se aprecia en una reducción de la superficie y un ahondamiento de la profundidad. Si esto es así, esta poesía habría de verse no ya tanto como un reflejo o una prolongación de la vida sino como un acontecimiento vital experimentado en su máxima plenitud. Diríase que nos encontramos ante una escritura que renuncia a desarrollarse en el plano horizontal, ganando en profundidad temática, para crecer —hacia abajo, hacia arriba, hacia lo más hondo y elevado— en el eje de la verticalidad, de tal modo que «la visión que ella despliega no es expansiva ni horizontal (puramente histórica); es una visión en profundidad: confrontación directa, sin mediación, con lo esencial» (Sucre, 2001: 210).

Boido (1978) se refiere a una industria cultural que se ha mostrado bastante cicatera con respecto a las obras de «poetas auténticamente revulsivos», como es el caso de Juarroz, autor de una «poesía lúcida y anticonformista [que] propone la búsqueda de un orden esencial, de una legalidad de lo real profundo» (Boido, 1978: 499); una poesía que se ha mostrado indomable ante el trabajo de apisonadora llevado a cabo por la crítica literaria, orientada, en el caso de Juarroz, hacia un imposible: «ponerle el traje de la literatura a un fanstasma» (Boido, 1978: 500). No obstante, lecturas como estas representan más bien la excepción y no la regla en el horizonte crítico juarrociano.

II

Si repasamos las más relevantes aportaciones historiográficas sobre la poesía hispanoamericana del siglo XX así como las principales antologías en las que, por diferentes razones, pudo haber sido recogida la poesía juarrociana, nos encontramos, en general, con la callada por respuesta. Así sucede, por ejemplo, en Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica, de Dario Puccini y Saúl Yurkievich (2 vols., México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 2010), donde ni tan siquiera se le menciona. Algo más justificada parece su ausencia en Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea 1914-1970 (Madrid, Alianza Editorial, 1971), publicada al cuidado de José Olivio Jiménez, a pesar de que, en esa fecha, ya habían aparecido las primeras cuatro entregas de Poesía vertical (en dicho volumen, todo hay que decirlo, los poetas seleccionados más jóvenes son Nicanor Parra y Octavio Paz, nacidos en 1914, once años antes que Juarroz). Juan Gustavo Cobo Borda (1985) encuentra similitudes —aunque también evidentes diferencias, como no podría ser de otra manera— entre Juarroz (cuyo planteamiento estético le resulta demasiado conocido, incluso previsible) y otros poetas en sus respectivos procesos de inversión de signos y de ruptura de los hábitos expresivos más rutinarios: «la exploración de Juarroz se da en el plano del lenguaje, gracias a un mecanismo que invierte, casi siempre, en forma de tesis-antítesis y síntesis, la perspectiva habitual» (Cobo Borda, 1985: 36). Entre esos poetas con los que, según Cobo Borda, Juarroz compartiría una cierta afinidad familiar, estarían el venezolano Rafael Cadenas y el argentino Alberto Girri, ese otro outsider que publica su primer libro, Playa sola, en 1946, con el que, según Ferrari (2010: 21), inicia «un camino a seguir dentro de la amplia tradición de la poesía de pensamiento que se despliega en Argentina hasta nuestros días», itinerario que, en efecto, como ha mostrado Osvaldo Picardo (2015), ha tenido su continuidad en la poesía posterior (Horacio Castillo, Liliana Lukin, Bernardo Schiavetta, Santiago Sylvester, Héctor Freire, Abel Robino, Sandra Cornejo, el propio Picardo, etc.).

Thorpe Running (1983) menciona a Juarroz como uno de los cultivadores iniciales de la nueva vanguardia, o antivanguardia, de la poesía latinoamericana, junto a otros poetas como José Lezama Lima, Enrique Molina, Jaime Sabines o Alberto Girri, entre otros, cultivadores todos ellos de una escritura que se caracteriza por una exploración de lo que es la poesía misma, su lenguaje y sus límites. Por su parte, Octavio Paz (1987) insiste con argumentos semejantes y menciona una nómina de poetas latinoamericanos que forman parte de esa antivanguardia que surgió a mediados del siglo pasado —Lezama Lima, La fijeza (1944), Enrique Molina, Pasiones terrestres (1946) y Costumbres errantes o la redondez de la tierra (1951), el propio Paz, Libertad bajo palabra (1949) y ¿Águila o sol? (1950), Nicanor Parra, Girri, Juarroz, Jaime Sabines, Cintio Vitier y Álvaro Mutis— y que, a pesar de todas sus diferencias, comparten un deseo de exploración de esa zona intermedia entre el adentro y el afuera que delimita el lenguaje:

No se trataba, como en 1920, de inventar, sino de explorar. El territorio que atraía a estos poetas no estaba afuera ni tampoco adentro. Era esa zona donde confluyen lo interior y lo exterior: la zona del lenguaje. Su preocupación no era estética; para aquellos jóvenes el lenguaje era, simultánea y contradictoriamente, un destino y una elección. Algo dado y algo que hacemos. Algo que nos hace. (Paz, 1987: 209)

Pocos, muy pocos poetas han emprendido la exploración de esa «zona del lenguaje» con la determinación con que lo hizo Juarroz. Por otra parte, habría que añadir que Paz tuvo en muy alta estima la poesía del argentino —y publicó en el primer número de Plural (octubre de 1971) y en Vuelta algunos de sus poemas—, sobre la que escribió, en la contracubierta de Quinta poesía vertical (Juarroz, 1974), lo siguiente:

Poesía vertical: hacia arriba y hacia abajo, pozo por el que sube el agua potable del espíritu y torre por la que desciende el aire libre del pensamiento. Cada poema de Roberto Juarroz es una sorprendente cristalización verbal: el lenguaje reducido a una gota de luz. Un gran poeta de instantes absolutos(2). 

(2) Tras su muerte, O. Paz escribió en Vuelta una breve nota en la que recordaba que tuvo noticia del poeta, por primera vez, en París, hacia 1960. En ese texto, titulado «El pozo y la estrella», entre otras cosas, afirmaba: «Sus breves poemas me impresionaron por su concentración y su limpidez: en un lenguaje preciso y directo el joven poeta nos revelaba aspectos desconocidos de la realidad. Poemas dirigidos a la mente por una sensibilidad pensante» (Paz, 1995: 62).

Cedomil Goic (1988) incluye a Juarroz —junto a Olga Orozco, Ida Vitale, Álvaro Mutis, Ernesto Cardenal, Germán Belli, Heberto Padilla, Francisco Madariaga y Enrique Lihn— en la tercera vanguardia de la poesía hispanoamericana, que incluiría a escritores nacidos entre 1920 y 1934 marcados por un cierto irrealismo, una tendencia hacia la ironía y las figuras de contradicción, una considerable transtextualidad y una destrucción de la representación convencional de las cosas y del mundo, rasgos que se aprecian con intensidad en la poesía juarrociana.

César Aira, en su particular Diccionario de autores latinoamerianos, escribe sobre la poesía de Juarroz: «Los primeros volúmenes, en los que su tono es más seco, más cerebral, y los poemas casi un puro juego de paradojas lógicas, tienen una virtud de extrañeza y originalidad que después se va diluyendo» (Aira, 2001: 297), una extrañeza que O. Paz había percibido como un objetivo permanente de esta escritura: «provoquer l´étrange, l´inattendu par les moyens les plus simples» (Paz, 1995a: 7). Sí se recoge una muestra de su escritura, once poemas, en Las ínsulas extrañas. Antología de poesía en lengua española (1950-2000), un volumen que incluye textos de noventa y nueve poetas armado por Eduardo Milán, Andrés Sánchez Robayna, José Ángel Valente y Blanca Varela, en cuyo prólogo se hace constar que los signos más abiertos y renovadores de la poesía en ese período corresponden a la orilla americana. Allí se señala que algunos poetas —Juarroz entre ellos, junto a otros como el venezolano Juan Sánchez Peláez, el cubano Eliseo Diego, el nicaragüense Carlos Martínez Rivas, el chileno Enrique Lihn, el mexicano Jaime Sabines, el peruano Jorge Eduardo Eielson o la uruguaya Idea Vilariño—, frente a sus coetáneos españoles, muchos de ellos anclados en una poesía de corte realista excesivamente estrecha y estereotipada, se comprometieron de forma intensa «en una completa y radical dinamización de la tradición literaria y en una voluntad de procesar críticamente los cánones literarios heredados», guiándose «por un espíritu de exploración hacia zonas sumergidas del hombre o del ser y por un permanente cuestionamiento de la palabra, llevada a nuevos límites de expresividad a través de una constante desinstrumentalización del lenguaje» (Milán, Sánchez Robayna, Valente y Varela, eds., 2002: 25-26). José Quiroga, por su parte, enmarca a Juarroz en la corriente de los grandes experimentadores hispanoamericanos (apud González Echevarría y Pupo-Walker, eds., 2006), junto a poetas como Huidobro, José Gorostiza, Vallejo y Borges; y, finalmente, Freire (2007-2008: 26) encuentra magra la etiqueta de racional para caracterizar una poesía como esta, «lírico-especulativa, expectante, que cuestiona sobre el ser, el lenguaje poético y el conocimiento».

Manuel Ruano (1995: 2542) habla, al hilo de la poesía juarrociana, de «textos de escritura honda, conceptual, que se desprenden del surrealismo y encarnan un sentimiento existencial, metafísico, cercano al pensamiento de Heidegger». Es conocido que Juarroz siempre tuvo a Heidegger en muy alta estima, cuyos textos (Ser y tiempo, Carta sobre el humanismo, Hölderlin y la esencia de la poesía, Sendas perdidas, etc.) conoce y cita con frecuencia. Santiago Sylvester (1996) detecta dos grandes líneas en la poesía argentina contemporánea: una poesía lírico-celebratoria (que encuentra en poetas como Enrique Molina y Raúl Aráoz Anzoátegui) y una poesía de pensamiento (representada, entre otros, por Juarroz y Joaquín Giannuzzi).

Sin embargo, localizar algunos rasgos comunes entre Juarroz y otros poetas no permite agruparlo en una determinada corriente (como probablemente tampoco lo permitiría en otros casos), más aún tratándose de una escritura en la que apenas encontramos referencias históricas, sociales o espaciales concretas, escrita «sin la menor preocupación localista, absolutamente exenta de obligaciones nacionales ni aún continentales» (Silva, 1968: 112), hasta el punto de que pudiera parecer que se produce un cierto distanciamiento o desanclaje del mundo real, como si la palabra surgiera al margen de la realidad material (una impresión, sin embargo, que no se corresponde ni con las intenciones expresadas en muchas ocasiones por el propio poeta ni con los resultados alcanzados). Con frecuencia, Juarroz insistió en la idea de que el tipo de poesía que practicaba no le alejaba del mundo, sino más bien al contrario; para él, el mundo no era solo lo aparente, sino también lo que acompaña a lo aparente, todo lo demás, lo profundo de las cosas, y la poesía, en ese sentido, trabaja para expandir la realidad sacándola de ese emplazamiento forzado, limitado, torpe y estrecho presentándola en su totalidad (apud Sosa, 1984).

En cualquier caso, ese aparente desapego no ha de interpretarse como una huida o una retirada del poeta a sus cuarteles de invierno, no debería verse, en mi opinión (Saldaña, 2014), como una renuncia a afrontar la realidad, sino, más bien, como una estrategia deconstructora con la que invertir las miradas y, por lo tanto, los sentidos y los valores que otorgamos a la realidad:

Pero hay aún otra mirada,
que mira si no mira
y no mira si mira,
gastada en el revés de las cosas del hombre
y en el derecho de sus amores,
una mirada vertical hacia sí misma,
que salta a veces como una pelota de trapo
y descubre en la falsa hipótesis de su caída
un pedazo del pan del infinito. (Juarroz, 2005: 319)

Así pues, se trata de una escritura que demanda un oído no adocenado ni acostumbrado a las acepciones más trilladas, «un nuevo oído y en ese sentido se podría decir que él crea sus futuros lectores, con la fascinante y tentadora propuesta a la que ciertos hombres no han podido ni podrán nunca negarse: hagamos un nuevo mundo» (Solá, 1979: 89). Lo dejó escrito el propio Juarroz:

 

Que las cosas escapen de sus formas,
que las formas escapen de sus cosas
y que vuelvan a unirse de otro modo.

El mundo se repite demasiado.
Es hora de fundar un nuevo mundo. (Juarroz, 2005: 410)

En todo caso, parece un hecho comprobado que esta propuesta no cuenta con antecedentes directos en la poesía hispanoamericana y, en ese sentido, Juarroz representaría un caso aislado en dicho panorama.

III

Su proverbial e insistente recaída en lo lingüístico ha hecho de Juarroz —en una lectura demasiado apresurada y superficial— un poeta solipsista, excesivamente autorreferencial, anclado en su particular burbuja metadiscursiva, impresión que no se ajusta, aunque parezca lo contrario, a la realidad de los hechos. El compromiso juarrociano con el lenguaje va mucho más allá de una mera actitud metapoética, tan extendida, por otra parte, en la poesía contemporánea, hasta el punto de que, como afirma D. Sánchez Aguilar (2012: 15), Juarroz «lleva la preocupación por el lenguaje a un extremo en que la metapoética y la ontología se superponen; a un extremo donde solo queda el poema como único ámbito válido para el pensamiento, el ser, el hombre y el mundo». El poema, la palabra, el lenguaje como único asidero al que aferrarse, aunque en vano, y ello articulado alrededor de un motivo recurrente en Juarroz, en cuya poesía «la palabra sufre una carencia ontológica y al mismo tiempo trata de devolvernos el ser» (Malpartida, 1990: 49).

No obstante, a pesar de su radical singularidad y su acusado y deliberado aislamiento, rasgos que explican en parte su difícil encasillamiento en una u otra tendencia, corriente o generación poética, a pesar de ello es evidente que Juarroz comparte con otros poetas un cronotopo que incide con mayor o menor intensidad en sus respectivas propuestas. En su relato de la poesía argentina del siglo XX, donde se resalta la prodigalidad y la riqueza de una producción que rebasa ampliamente los límites porteños, Marta Ferrari (2010) indica que, en determinado momento, la influencia de Leopoldo Lugones es sustituida por la de Borges. ¿Cómo volver a escribir después de Borges?, ese sería el desafío al que muchos poetas —Juarroz, entre ellos— necesariamente tendrían que enfrentarse. En un ensayo de 1932 titulado El escritor argentino y la tradición, Borges —que muy probablemente en esa fecha había leído ya algunos textos de T. S. Eliot— pone en tela de juicio algunas cuestiones identitarias vinculadas a determinados supuestos y límites nacionales y defiende que el trabajo del escritor pasa por el diálogo y la confrontación con la tradición cultural universal.

A mediados de siglo, entre otras, conviven en el panorama poético argentino tendencias como el invencionismo, el surrealismo y el neorromanticismo. Ferrari (2010) distingue dos etapas, una inicial representada por el invencionismo de Raúl Gustavo Aguirre, Edgar Bayley y Juan Jacobo Bajarlía (que surge hacia 1944 alrededor de revistas como Arturo, primero, y Contemporánea, dirigida por Bajarlía y donde publicaran sus primeros textos Raúl Gustavo Aguirre, Francisco Madariaga y Mario Trejo), el surrealismo tardío de Aldo Pellegrini, Francisco Madariaga, Juan Antonio Vasco y Enrique Molina, entre otros, y la labor llevada a cabo alrededor de la revista Poesía Buenos Aires (sin duda, la más importante de los años cincuenta), dirigida por R. G. Aguirre y Jorge Enrique Móbili; y otra posterior, iniciada hacia 1955 y que coincide con la nueva poesía latinoamericana y la explosión del género que lleva a cabo Nicanor Parra en 1954 con Poemas y antipoemas; una poesía neohumanista, más arraigada en la historia real y los conflictos sociales, que encuentra algunas de sus expresiones en Mario Jorge de Lellis, H. J. Murena, Francisco Urondo, Juana Bignozzi, Mario Trejo o Juan Gelman.

Aldo Pellegrini es una figura clave en la vida cultural argentina de mediados del siglo pasado; gracias en gran medida a su trabajo (fundó revistas, editó antologías de poesía, tradujo Los cantos de Maldoror, de Isidore Ducasse, y algunos textos de Artaud), el surrealismo se proyectará en E. Molina, Juan Carlos Latorre, Juan José Ceselli, F. Madariaga, Julio Llinás y J. A. Vasco, poetas que, en rigor, aunque se vieran tocados por el surrealismo, nunca fueron surrealistas o, por lo menos, nunca actuaron bajo la ortodoxia bretoniana de la escritura automática y la búsqueda excluyente de lo surreal, como les ocurrió a otros poetas de esta otra orilla del Atlántico (García Lorca, Aleixandre, Cernuda). En el ámbito lingüístico del español, en Europa y en América, el surrealismo supuso —antes que la militancia en un determinado credo ideológico y estético— la adopción de una mayor libertad imaginativa y la canalización de una intensa energía expresiva a través de un lenguaje irracional y arbitrario.

Según Héctor Freire (2007-2008), Poesía Buenos Aires contribuye a consolidar entre 1950 y 1960 una cierta autonomía de la escritura poética, y en sus páginas se recogen, a lo largo de sus treinta números publicados, muestras de las cinco grandes ramas por las que va a transcurrir la poesía argentina del momento: la impresionista (Hugo Gola, Alejandro Nicotra, Hugo Paledetti), la prosística, atravesada de ironía y escepticismo (Urondo, Trejo, Alberto Vanasco, Miguel Brascó), la de los alucinados y malditos (Pizarnik, Elizabeth Azcona Cranwell), la objetivista (César Fernández Moreno, Alfredo Veiravé, Joaquín Gianuzzi) y la de indagación metafísica, básicamente representada por Juarroz. Por su parte, Daniel Freidemberg (1994: II-III) señala: «Con Poesía Buenos Aires queda instaurada una nueva manera de concebir la poesía, que funde las mejores propuestas surrealistas e invencionistas, y que implica la puesta al día de la lírica argentina», y se refiere al costado alucinado que tuvo la revista, un perfil que conecta con la tradición de los poetas malditos y con la videncia rimbaldiana, que tuvo sus mejores representantes en las citadas Pizarnik y Cranwell y que se relaciona con esa otra poesía de indagación metafísica que representaría Juarroz, un poeta que no estuvo vinculado directamente con la revista pero cuya escritura puede verse como continuadora del mismo proyecto: en Juarroz encontramos «una escritura aparentemente fría e intelectual [que] opera mediante paradojas y el absurdo para acuciar a preguntas tácitas la imaginación del lector» (Freidemberg, 1994: IV). Asimismo, la revista contribuyó a difundir entre los lectores argentinos a poetas extranjeros como René Char, Wallace Stevens, César Vallejo, Paul Éluard, Fernando Pessoa, Eugenio Montale, etc.

Estos años coinciden con los de formación y asentamiento inicial del proyecto poético juarrociano y, entre otros, se publicaron los siguientes libros: El saboteador arrepentido (1955) y Al público (1957), de Leónidas Lamborghini, un poeta que da un interesante giro de tuerca a la tradición gauchesca a partir de la parodia, la revitalización de la lengua coloquial y la experimentación lingüística, Poemas con caballos, de Héctor Viel Temperley, Violín y otras cuestiones, de Juan Gelman, ambos de 1956, y Nuestros días mortales (1958), de Joaquín O. Giannuzzi.

Aparentemente, la década de los sesenta está dominada por una poesía de temática social, anclada en la realidad general más inmediata y próxima y escrita con un registro expresivo más o menos coloquial. Escribo «aparentemente» porque, ya se sabe, cuando uno escarba un poco se da cuenta enseguida de que por debajo de la superficie hay otras capas que forman parte de esa misma realidad. Junto a esa poesía de aliento y contenido social, heredera del realismo humanista de los cincuenta, que tiene en Juan Gelman a una de sus voces más autorizadas,

se desarrolla una línea de corte metafísico, cuyos representantes mayores en sus dos variantes son Alejandra Pizarnik y Roberto Juarroz, pero que también incluye a Elizabeth Azcona Cranwell y Miguel Ángel Bustos, en quienes la influencia central viene de la poesía francesa contemporánea, y una línea cercana a la poética de Girri, con marcada influencia de la poesía anglosajona y que, en sus libros sucesivos, se irá inclinando en mayor o menor medida hacia la reflexión metapoética. (Piña, 1996: 31)

La escalada de violencia política y el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 que dieron paso a la última dictadura militar supusieron un punto de inflexión en la reciente historia social, política y cultural en Argentina, una historia marcada a golpe de fuego, sangre, represión, tortura y muerte, unas circunstancias que «tienen como consecuencia una auténtica desestructuración del campo poético, el cual, además de enfrentarse con la atmósfera de terror, riesgo vital y persecución que asuela a toda la sociedad, sufrirá el asesinato de varios de sus miembros —Urondo, Bustos y Santoro—, mientras que otros tendrán que exiliarse» (Piña, 1996: 36). Según Ferrari (2010), se generó un marco de incertidumbre e incluso de desconfianza en la capacidad del lenguaje poético como herramienta de transformación social. Se produce entonces la eclosión de un cierto neorromanticismo que reacciona contra registros realistas y vanguardistas dominantes en décadas pasadas. Al mismo tiempo, surgen nuevas revistas (Xul, que acogerá a poetas neobarrocos o, en su denominación paródica, neobarrosos, como Arturo Carrera o Néstor Perlonguer; La danza del ratón, que a partir de 1981 tratará de distanciarse de esa poética neorromántica y acercarse a una poesía más objetivista y sentimental, de registro bajo y coloquial) con las que se reactiva la reflexión teórica y los debates sobre las relaciones entre poesía y realidad, una realidad política y social que se incorpora al poema a menudo con urgencia y precipitación, sin someterla a ningún tipo de filtro estético.

En todo caso, el panorama poético argentino de estas últimas décadas es, como en cualquier otro momento de su historia, amplio y heterogéneo, desarrollado al calor de innumerables revistas, editoriales, colectivos y talleres, especialmente a partir de la reinstauración democrática en 1983, y en él encontramos una poesía hermética, mágica, de aliento surrealista, frente a otra más conversacional, coloquial o prosaica; una poesía onírica, que surge a partir de una subversión de los sentidos, frente a otra que fija su atención en lo material y lo concreto. No obstante, como suele ser habitual, tras las clasificaciones precocinadas tan del gusto de cierta crítica (neobarrocos, neorrealistas, objetivistas, etc.), se ocultaron consensos y criterios de selección que solo perseguían consolidar unas poéticas sobre otras (Piña, 1996; Ferrari, 2010). Algunos de estos poetas: Horacio Castillo, Guillermo Boido, Tamara Kamenszain, Alfredo Veiravé, Irene Gruss, Rodolfo Godino, Ricardo Herrera, Diana Bellessi, Liliana Lukin, Luis Tedesco, Néstor Perlongher, María Teresa Andruetto, Arturo Carrera, Cristina Piña, Jorge Boccanera, Héctor Freire, Jorge Aulicino, Sergio Kern, Leopoldo Castilla, Stella Alvarado, Hugo Diz, Osvaldo Picardo, Horacio Salas, Mirta Rosemberg, Alberto Tasso, Eugenia Segura, poetas que muestran —con todas sus diferencias— que no todo es neobarroco u objetivismo en la poesía argentina contemporánea. Al dar cuenta de algunas de las líneas por las que transcurre la poesía argentina de estas últimas décadas, Piña (1996: 42-43) señala que el «ahondamiento en el yo excluye toda referencia a la realidad socio-política, si bien en algunos casos se abre hacia la reflexión sobre el proceso mismo de escritura y la naturaleza de la palabra poética, en una inflexión autorreflexiva donde se percibe sobre todo la influencia de Juarroz».

En cualquier caso, en la poesía argentina más reciente parece haberse dado una reacción frente a la retórica neobarroca que dominó el panorama poético durante los años ochenta (Dobry, 1999), y en ella encontramos una tendencia social, objetivista, comprometida, teñida de un cierto prosaísmo, con sus extranjerismos y sus elementos tomados del lunfardo, que apuesta por la recuperación de un lenguaje coloquial y narrativo con el que la palabra recupera su significado directo y su referencia a la realidad, el poema se reconcilia con la historia y la identidad del poeta se disuelve en el paisaje (casi siempre urbano) y en la colectividad, todo ello a la luz de una recuperación de la poesía más coloquialista de los años sesenta (Raúl González Tuñón, Juan L. Ortiz —a quien, post mortem, Juarroz dedicó el poema 33 de Octava poesía vertical—, Leónidas Lamborghini, Joaquín Giannuzzi, Juana, Bignozzi, etc.). En otro lugar, Dobry (2007) apunta que —además de una reacción que puede interpretarse como una recurrente alternancia generacional— la rebelión contra el neobarroco debe leerse como un acto de rechazo de esa tendencia barroquizante que ha impregnado buena parte de la historia de la poesía en español, y añade unas palabras que no tienen desperdicio: «Hacerle al castellano aquello que el castellano no quiere dejarse hacer: es el entramado oculto de buena parte de la poesía argentina» (Dobry, 2007: 67).

Con todo, habría que añadir que un poeta central dentro del neobarroco como es Néstor Perlongher se ha convertido —a partir de su segundo libro, Alambres (1987)— en uno de los referentes principales de la poesía objetivista más reciente, sobre todo en lo que su propuesta tiene de gesto provocativo, complicidad con los registros expresivos más populares y erotismo descarnado. Más arriba me he referido a la pregunta planteada por Ferrari (2010): ¿cómo volver a escribir después de Borges?; a su manera, Edgardo Dobry (1999) también reflexionaba sobre esa cuestión cuando —al hilo de las consagraciones y condenas, premios y olvidos con que se construyen las literaturas nacionales— escribía:

El crítico se siente tentado a leer toda la poética objetivista justamente como un intento de fundar un sistema de la poesía argentina que excluya por completo la figura de Jorge Luis Borges. Es cierto que la losa borgeana es mucho más pesada en la prosa que en la poesía […]. Sin embargo, la impregnación de lo que podríamos denominar la ideología literaria de Borges, ese imaginario por el cual se hace difícil escribir en Argentina sin sentir la voz del «maestro», invadió desde los años setenta el entero campo de las letras en Argentina. En este sentido, lo provocativo de los poetas de los noventa, desde la reivindicación de la «poesía peronista» de Lamborghini hasta la visión de un Buenos Aires severamente desmitificado y captado en sus aspectos más brutales y guarangos, sería un gesto de nítida raigambre antiborgeana. (Dobry, 1999: 55)

Pocos días después de la muerte de Juarroz, Juan Calzadilla (1995) se preguntaba qué quedará de una obra tan extensa y monocorde como la suya, y aconsejaba medir el alcance de los poetas en el ámbito de las tradiciones y las patrias de donde surgen. En el espacio, «extremadamente lúcido y polémico» (Calzadilla, 1995: s. p.), de la poesía argentina contemporánea, Juarroz, sin duda, ocupa un lugar relevante junto a Juan L. Ortiz, Joaquín Giannuzzi, Alberto Girri, Enrique Molina, Olga Orozco, Francisco Madariaga y, entre otros, Juan Gelman.

Pasión por la pérdida, «convertir la pérdida en pasión» (Juarroz, 2005a: 247). Para Juarroz, la poesía —por decirlo de una manera paradójica, creo que del gusto del poeta— sería una especie de discurso, código o género literario que funciona sin marco referencial, un lenguaje, por lo tanto, irreductible y al que solo se tiene acceso desde la excepcionalidad. La poesía, a juicio de Juarroz, piensa por su cuenta. Ahí radica, posiblemente, una de las razones de su insurgencia y, en consecuencia, de su desprestigio social, más aún en un mundo en el que la mayoría de la gente piensa por cuenta ajena. A partir de la convicción de que «pensar también es una ausencia», un avanzar por el sendero de la soledad y un «abrir la puerta para desaparecer» (Juarroz, 2005: 90), Juarroz se presenta como un poeta del pensamiento, sin que esta etiqueta represente un abandono del compromiso con la vida, con la propia y con la del resto de seres humanos; vaciada de identidad, de nombre y de conciencia, desprovista de pensamiento, la realidad entonces se aproxima al abismo y se imagina, más allá de la carencia, en una ausencia que se presenta como soledad acompañada:

Tú no tienes nombre.
Tal vez nada lo tenga.

Pero hay tanto humo repartido en el mundo,
tanta lluvia inmóvil,
tanto hombre que no puede nacer,
tanto llanto horizontal,
tanto cementerio arrinconado,
tanta ropa muerta
y la soledad ocupa tanta gente,
que el nombre que no tienes me acompaña
y el nombre que nada tiene crea un sitio
en donde está de más la soledad. (Juarroz, 2005: 21)

 

Referencias bibliográficas

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ALFREDO SALDAÑA

Es catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Zaragoza. Profesor visitante en universidades europeas y americanas, es autor de unos ciento cincuenta trabajos (monografías, capítulos de libros, artículos, notas, reseñas), entre los que se encuentran Con esa oscura intuición. Ensayo sobre la poesía de Julio Antonio Gómez (1994), Modernidad y posmodernidad: filosofía de la cultura y teoría estética (1997), El texto del mundo. Crítica de la imaginación literaria (2003), Hay alguien ahí (2008), Un lugar en construcción. Crítica y cultura en la posmodernidad (2008), No todo es superficie. Poesía española y posmodernidad (2009), La huella en el margen. Literatura y pensamiento crítico (2013) y La práctica de la teoría. Elementos para una crítica de la cultura contemporánea (2018); y, en colaboración con A. Pérez Lasheras, editor de Donde perece un dios estremecido, antología poética de Miguel Labordeta (1994), Las patitas de la sombra, colección de romances postistas de Eduardo Chicharro y Carlos Edmundo de Ory (2000) y Obra publicada, de Miguel Labordeta (2015). Ha publicado los libros de poesía Fragmentos para una arquitectura de las ruinas (1989), Pasar de largo (2003), Palabras que hablan de la muerte del pensamiento (2003), Humus (2008), Sin contar. Poesía 1983-2010 (2010) y Malpaís (2015). En la actualidad trabaja en un ensayo sobre la poesía de Roberto Juarroz.


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