Autor: Héctor Tarancón.

Los espacios condicionan la comunicación que establecemos con el arte. Podemos tener un mal día, o sentirnos presionados por la celeridad de la visita,pero cuando una obra capta nuestra atención, todo lo demás desaparece. Su visión ocurre en un momento robado del tiempo ordinario. Nos quedamos mirándola fijamente, repasando todos sus detalles. Tras unos instantes de titubeo, intentamos desentrañar qué es lo que nos ha llamado la atención. No obtenemos respuesta. Nuestro objeto, como el espacio en el que nos hallamos, se encuentra en silencio. Quizá, en un ambiente algo más lúdico, pensamos, el intercambio no estaría tan desequilibrado. En ese momento, el comentario de Theodor W. Adorno sobre los espacios institucionales cobra todo su sentido: “los museos son los sepulcros de familia para las obras de arte”. Insistimos en el misterio que rodea la obra, y al final terminamos por desistir. Entonces, miramos alrededor, un poco confundidos, intentando ver si a los demás les ha pasado, si podemos establecer una suerte de comunicación que nos libere de la angustia en la que nos hemos sumido, pero ese sentimiento persiste en nuestro interior. Es posible que, por mucho que nos cueste reconocerlo, no tengamos los conocimientos suficientes para apreciarlo en su totalidad. Tal vez deberíamos volver más adelante, o investigar más sobre el tema, por mucho que sepamos que ese sentimiento corrosivo permanecerá. Podemos leer ingentes monografías, repasar todos sus detalles, e incluso comprarlo para tenerlo siempre en nuestra casa, sin embargo, algo ha cambiado en nosotros y, por desgracia, no sabemos muy bien a qué se debe. Intuimos que esa oquedad oculta en la obra nos acompañará siempre como un recuerdo (difuminado, e incluso mitificado, con el paso de los años).

En ese sentido, Alexander Nemerov, dentro de la publicación colectiva What is Research in the Visual Arts?, toma el papel de la institutriz en Otra vuelta de tuerca, de Henry James, para explorar ese poder de lo súbito, de desvelamiento de una esencia. Según él, su visión del fallecido sirviente Peter Quint en una de las torres de la casa es una metáfora de cómo la visión de lo imprevisto, de lo que está ahí, pero vagamente podemos comprender o verbalizar, se asemeja al poder que ejercen sobre nosotros algunos hechos. Esa fascinación, originada como una quemadura sentimental, que más tarde da paso a la observación profunda y meditada, es la que sentimos con algunas obras de arte. Aunque su análisis está más dirigido a aspectos que rodean la investigación histórica, su reflexión aporta un matiz esencial: lo que la institutriz ha visto es un fantasma, algo inexplicable, que ha retornado del pasado. Por muy inmediatas que sean las obras, aun hablando del arte contemporáneo, suelen contar algo que ya ha ocurrido. En ese caso, podríamos decir que no es del todo verdad, que también están inmersas en procesos que cambian cada día, ¿pero no perdemos entonces el punto de origen de esas mismas dinámicas? ¿No es el arte el eco fundamental de algo que no hemos percibido? Entre todo el ruido de fondo que resuena por la caverna, esa tímida propagación llega a nosotros. No hemos sido capaces de filtrar su esencia y, a pesar de ello, hemos conseguido algo que puede impactarnos. No, nos decimos que el arte también se adelanta a su tiempo, que, en ocasiones, funciona como una visión del futuro. Consideramos esa posibilidad y la terminamos descartando, algo desilusionados, cuando descubrimos que también nos habla de lo que puede suceder si seguimos este u otro camino, es decir, el pasado-presente que estamos viviendo.

En esta línea, si pensamos en la poesía, por ejemplo, ocurre lo mismo: el poema es la transcripción de una confrontación del autor con un momento único de la cotidianidad. Su energía concentrada codifica, al igual que en las artes visuales, un instante hasta producir un mensaje que, evidente en todos sus elementos, se nos escapa. Como granos de arena, hemos tanteado el tesoro, ingenuos, sin saber que primero necesitábamos un mapa con el que guiarnos. La poesía, como las artes visuales, muestra lo inefable cuando en ese proceso de ocultación lo cotidiano o personal trasciende lo universal, los elementos que nos traspasan y de los que estamos hechos. Si, como suele ser habitual actualmente, sobre todo en relación al debate sobre la poesía juvenil o de cantautores surgida en estos últimos años, la obra, literaria o artística, no trasciende lo personal y se queda, al contrario, en una impresión subjetiva del autor, su efecto queda anulado. Debido a su hermetismo, a la ignorancia sobre ese hecho personal, o la más que acuciante pregunta de si eso merece ser llamado arte, la incomunicación nos lleva a la decepción, a la ausencia de cambio o de instinto para ir más allá. De ahí que, como ya lo conocemos, nos parezca simplemente una mera repetición. Frente a lo evidente, la recepción queda anulada. Cabe la adulación, incluso cierta ironía en la actitud, que se acaba perdiendo por los caminos acríticos, fáciles, inmóviles de la vida. Con demasiada frecuencia, adoptamos una posición segura, incontestable, que pagarán los que vengan después, los olvidados por su tiempo. Frente a este riesgo, que no es otro que el de hacer una lectura facilona del arte y, con ello, de las cuestiones que nos afectan, ensayistas como Mieke Bal, en el artículo “Arte para lo político”, advierten sobre estos efectos: “Soy tan reacia al arte político que se proclama a sí mismo en voz alta como tal; que se manifiesta en lugar de realizar, que declara en lugar de actuar, que decreta en lugar de hacer un esfuerzo”.

Mirar requiere tiempo. Si pasamos de largo, si no nos esforzamos en atisbar los diferentes estratos de los que se componen las imágenes, descubriremos que ese sentimiento, esa curiosidad oculta que nos acercaba a la obra, era falsa y que, más que ganar, hemos perdido algo para siempre. Quizá solamente estábamos intentando revelar algo sobre nosotros mismos, sobre nuestra existencia efímera, frente a la perdurabilidad de la obra de arte. En esa difícil tensión temporal, surge la paradoja a la que se enfrenta el arte contemporáneo a la hora de crear relatos críticos: partir de un hecho del pasado para abrir líneas en el futuro. No servir como simple memoria de un hecho ya acontecido, lo que solo contribuiría a la saturación, sino mediar como herramienta con la que romper las convenciones establecidas, abrir nuevas perspectivas del mundo, relatar historias que merezcan la pena ser escuchadas y, en definitiva, producir una mente más pluralista. Sea en el plano racional, como en el sentimental, el arte tiene la capacidad de transformarnos. En su capacidad para ocultar, el mensaje gana potencia, nos interroga sobre nuestras creencias. Tras rodear una y otra vez el laberinto sin encontrar una respuesta, nos damos cuenta de que, al final, no hemos obtenido de la obra nada más que una pregunta, difusa e incendiaria, a la que nunca más podremos escapar.

Autor: Héctor Tarancón Royo. (Albacete, 1991) es crítico, gestor cultural y comisario de exposiciones. Ha sido antólogo en 2/2, antología poética de Juan Andrés García Román, y colabora puntualmente en medios como Culturamas, Détour, El Coloquio de los Perros, La Opinión de Murcia, Revista de Letras o Revista Vísperas. Su línea de investigación explora las distintas relaciones entre el arte contemporáneo y la literatura.


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