Perro de ataque
Darío Zalapa
(Fragmento)
Ediciones B / Penguin Random House, 2017

Pero por primera vez he sentido la fiebre de la sangre.
Por culpa de esta asquerosa ciudad.
No hay manera de andar limpio por ella.
Caí en la trampa desde un principio.
[…]
Si vives cerca del asesinato,
o acabas enfermo o termina por gustarte.

Dashiell Hammett, Cosecha Roja

 

Odié en silencio esta ciudad de cadáveres sangrientos.
Odié la manera en que nos iba disminuyendo,
acobardando, silenciando.
Odié a sus dueños y señores.
Odié la miseria que nos envilecía,
que nos empujaba al sadismo y la barbarie.

Imanol Caneyada, Las paredes desnudas

 

PRELUDIO

 

Debiste inhalar más. Hacerlo justo antes de sacar la escuadra y entrar a la tienda. Fue un error de principiante. Pero tenías trece años. Eras un niño jugando a sobrevivir como veías que lo hacían los adultos, aquellos con los que convivías, los empleados de tu tío.

Aleccionado estabas: cargar la escuadra y asegurarte de llevar suficiente parque en tus bolsillos; esnifar dos líneas antes de salir a ejecutar el asalto; conducir hasta una de las colonias más recónditas de la ciudad y ubicar el primer Oxxo; saborear la adrenalina previa y sentir que no eras de este mundo, que no había ley ni lógica que pudieran doblarte; estudiar el sitio, contar personas, improvisar un plan en segundos; obligarlos a creer que calculaste todo detalle, que nacieron para estar en ese lugar y en ese momento, que su destino era llegar ante ti para que les dictaras su juicio.

 

Antes tuviste cinco años y una madre y un padre. Te desayunabas un vaso de leche Liconsa que ella conseguía luego de formarse durante una hora en la Conasupo de la Soledad, colonia en la que rentaban un cuarto por doscientos pesos al mes. No comías de nuevo hasta las siete de la tarde, cuando él regresaba con fruta aceda, guisos de días anteriores, pan duro, o lo que sea que hubiera conseguido, si lo había hecho, en el mercado donde a veces iba a trabajar. No conocías una escuela porque ese era un lujo que ni cómo, ni por qué o para qué. Jugabas, porque alguna vez lo hiciste, a encontrar arañas y meterlas en cajas de cerillos que tu madre olvidaba tirar. Si atrapabas una la dejabas ahí dentro varios días, durante los cuales agitabas la caja con brusquedad o la arrojabas de un extremo a otro de la calle. Cuando creías que ya había sufrido demasiado, decidías su suerte: encenderla y escuchar cómo tronaba conforme el fuego la carcomía, hundirla en agua para verla patalear hasta ahogarse, o, si ya estaba muerta, dársela a una de las lagartijas estampadas en las paredes del cuarto y observar cómo la devorada.

Tuviste cinco años y la vida era eso. Dormir comprimidos en una cama individual que ya estaba ahí cuando llegaron; conocer de memoria sus ritos sexuales porque creían que ya estabas dormido cuando los ejecutaban a centímetros de ti, o ser el muro entre ellos si de nuevo habían peleado y ella ojos tumefactos y lágrimas y abrazarte toda la noche, y él nudillos despellejados y mentadas de madre. Tuviste cinco años y la vida no era eso. Estaba en cualquier otra parte, en cualquier otro sitio, menos en esa habitación.

 

Estabas solo y no sabías del miedo. Qué podías perder a tus trece. Qué tanto le habías ganado a la vida. Qué te podría ella reclamar como robado. Por eso no te pesaba la escuadra aunque su cacha fuera más gruesa que tu muñeca, aunque con cada disparo vibrara todo tu esqueleto. Entraste al negocio y tu corta presencia fue acaso una maldición susurrada, una blasfemia prófuga. Si alguien te notó en ese primer instante, pensó que tus padres entrarían después de ti. Habrían salido a cenar, pero ya irían de regreso a casa. Paraban a comprar un refresco, o leche y pan para el desayuno del día siguiente. Entrarían después de ti y te dejarían coger unas galletas porque estuviste muy bien portado, porque te las merecías, porque terminaste tu cena. Pero después de ti no entró nadie. A tu espalda sólo el viento nocturno arrastrando los desperdicios del día, la mierda de una ciudad lo bastante sinvergüenza como para procrear bastardos como tú. Luego de ti sólo la noche. Llana porque de ahí llegaste, simple como el mal que no era en ti adorno ni defecto. Inherentes a ti el mal y la noche. Naturalizado el mal. La noche enterrada en tus ojos.

 

Antes tuviste siete años y un tío que regresó de California. Hermano de tu madre, desde los quince se había marchado y tú no lo conocías. Un día simplemente apareció, te cargó en sus brazos y dijo que te parecías a él. Tuviste que acostumbrarte a su presencia, a sus visitas constantes a tu casa, aunque nunca pudiste deshacerte del miedo que te inspiró desde ese primer encuentro. Hablaba con tu padre, tenía ideas para hacer dinero. Tú sólo veías cómo se emocionaba tu madre cuando él les decía todo lo que podían ganar. Y así fue.

Tuviste siete años y la vida, por un instante, fue buena contigo. Pronto abandonaron el cuarto de la Soledad. Se mudaron a una casita en Prados Verdes, modesta pero decente. Tuviste una habitación propia por primera vez y no supiste qué hacer con tanto espacio. Empezaste a ir a la escuela. Te avergonzabas. La mayoría de los niños ya leía, pero a ti te era imposible mirar siquiera a los ojos a otra persona, y sufrías ante la idea de mantener una conversación. Durante las cinco horas que pasabas ahí no salía palabra alguna de tu boca. Pero todo mejoraba cuando, de vuelta en la casa de Prados Verdes, tus padres te pedían que los ayudaras con el trabajo. Contabas empaques, engrapabas pequeñas bolsas, recortabas láminas en recuadros minúsculos, metías tal o cual cantidad de pastillas en un frasco. Tuviste siete años y eras un narcomenudista.

Por las tardes, las pequeñas libretas salían de tu mochila de Batman para dejar espacio a los paquetes de marihuana, a las tiras de ácidos, a las grapas, a los empaques de tachas y de piedra. Entonces te ibas con tu padre adonde tu tío decía que era necesario ir. Viajaste en camiones que recorrían la ciudad, la mochila en todo momento en tu espalda. Siempre pedías ir en la ventanilla; querías entender eso que pasaba afuera. Una ciudad de desarrollo estancado que al principio tardaste en digerir, pero que terminaría por ser tu hogar, el único que supo acoger al animal huérfano en que habrías de convertirte. Una nube cargada a reventar de rostros ausentes y de mucha, demasiada ira. Feroces automóviles corriendo para ganarle al semáforo, para ser los primeros en llegar a ningún sitio. Perros famélicos enterrando el hocico en los cúmulos de basura que se hacían en cada esquina. Parques públicos grises, grafiteados, oxidados; ágoras de los drogadictos que se reunían para compartir su desesperación, como si al estar rodeados de seres más jodidos que ellos les fuera posible redimirse.

Tuviste siete años y una mochila de Batman. Y la vida, por un instante, fue buena contigo.

 

Fue necesario que dispararas una vez para que te notaran. Como si siguieran un manual, todos se agacharon al instante, se cubrieron la cabeza con los brazos, gritaron. Eso te extasiaba: te estaban rindiendo culto. Ubicaste al cajero. La mira de la Colt 98 Super también lo hizo, si bien ya en automático. Con pasos errantes te le fuiste acercando, pasos a los que cada vez les era más difícil seguir su rumbo. Aunque tu mirada encontró su estrella de oriente en la camisola roja del empleado, aunque te aferraste a ella para poder avanzar, ya empezabas a amodorrarte. Tenías trece años y tu cuerpo ya no soportaba más de una hora sin inhalar cocaína. El bajón. Arrastrar los pies. Un parpadeo lento. Segundos que se dislocan. Instinto sosegado. Trastabillaste una vez, entumecido, y eso bastó para que alguien tuviera un impulso heroico e intentara detenerte. Debiste inhalar más. Hacerlo justo antes de sacar la escuadra y entrar a la tienda. Fue un error de principiante. Pero tenías trece años.

 

Antes tuviste nueve años y un padre que cantó lo que no debía, que no pudo con su ambición y quiso entregar a tu tío cuando le insinuaron una cifra, alta para alguien que nunca sería más que un tirador. Una mañana sólo escuchaste el griterío afuera de tu casa y saliste corriendo, curioso, para detenerte de golpe en el umbral de la puerta. Los vecinos ya estaban en torno del Topaz gris que él acababa de comprar con la intención de llevarte pronto a la playa. Viste primero a tu madre llorando, de bruces al piso, junto a la portezuela abierta del vehículo. Caminaste con lentitud hasta abrazar uno de los postes metálicos del tejado. Lo rodeaste con tus brazos, lo apretujaste hasta sentir que te adoptaba. Alguien corrió hacia ti para cargarte, para impedir que observaras algo más poniendo tu cara contra su pecho. Lo consiguió, pero ya era demasiado tarde. Alcanzaste a estudiar la muerte, a presenciarla por primera vez. Entonces no sabías que sería para ti más una motivación que un miedo. La muerte fue esos segundos en los que viste el cuerpo de tu padre a bordo del Topaz gris en el que nunca fuiste a la playa. La muerte fue su cuello rajado de un mastoideo a otro. La muerte fue su camisa ocre como un lienzo y toda la sangre que alcanzó a chupar. La muerte fueron las miradas de lástima que todos los presentes te obligaron a recibir como si se trataran de una ofrenda. La muerte fue un viento parco que no pudo llevarse los gritos y el llanto y la desazón y el coraje de tu madre, que no pudo alejarlos de ti. La muerte fue ese último recuerdo de tu padre, el que tratarías de olvidar con la piedra y el perico que empezaste a consumir dos años después. La muerte fue recuerdo. La muerte fue memoria.

 

Disparar, porque eso es lo que te dijeron que hicieras si el asunto se te salía de control. Tu brazo, un látigo que azotaba el aire tras cada detonación del arma. Proyectiles, al igual que tú, arrojados al mundo como groserías inacabadas de pronunciar. Ya estabas muy débil, sólo el orgullo te mantenía en pie, y la adrenalina natural de tu cuerpo ya no conseguía excitarte. Los gritos: uno solo, el mismo de siempre, el que conocías de memoria. Los disparos desvirgaron las paredes, los ventanales, los refrigeradores, el techo, pero no atinaron a atravesar el cuerpo del enorme individuo que se desplazaba en tu dirección. Sólo entonces pensaste que quizá había sido un error. ¿Qué le demostraba eso a tu tío? Era un simple asalto, tarea de gatilleros prescindibles. Definitivamente fue un error. Debiste inhalar más. Pero tenías trece años y confundías tu adicción al polvo con la bravura. ¿Qué le estabas demostrando? Para él seguías siendo un huérfano, vomitado en este mundo como el ácido biliar que abandona el cuerpo tras la peor noche de todas. Uno que se podía tirar a tres mujeres en una noche, sí. Que cargaba hierro. Que torturaba con una elegancia incomparable. Que inhalaba sólo si no era cortada. Pero eras un niño, porque tenías trece años, y esos eran los únicos juguetes que te enseñaron a usar.

 

Antes tuviste once años y una madre que se inventó otra vida. Se quedaron con tu tío porque él se encargó de procurarlos. Aunque no había reglas trazadas, ambos, tú y ella, tuvieron que entender que la familia no era primero, porque del negocio vivía la familia. El tiempo o la resignación, que bien podrían ser lo mismo, arrancó cualquier intención de justicia, y ella, tu madre, debió aceptar como un favor inhumano de tan piadoso el hecho de que tú siguieras vivo, que tu existencia se viera intacta pese a la posibilidad de que al crecer pretendieras la venganza por mano propia. Pero no habrías de crecer tanto como para formular esa idea.

Tuviste once años y una madre que se olvidó de serlo, que tenía a la mano lo que quisiera meterse. Una madre a la que viste coger con cuanto sujeto se le antojó. Que encontró en su sexualidad la anestesia momentánea para mermar el desconsuelo que en realidad ya nunca la abandonaría. Que pronto decidió el día en que habría de morir, y que quiso enseñarte a ser un hombre antes de largarse, como se fue, muerta por sobredosis de heroína.

Tú ya fumabas hierba en secreto, porros que los empleados de tu tío te regalaban como si fueran chocolates. Pero tuviste once años y tu madre te armó tu primera línea, te sirvió tu primer trago de whisky. También te presentó la desnudez femenina en el cuerpo de una de una prostituta de dieciocho años recién comprada por tu tío. Algo te insinuó esa corporeidad que se exhibía fresca ante ti, medrosa aún, pero sólo consiguió apabullarte como el niño que eras. Por eso tu madre, al verte tan asustado, decidió que ella misma te asistiría durante tu travesía por ese quicio.

Una pastilla de éxtasis. La habitación. Tú recostado en la cama tratando de darle un nombre a esa ansiedad que nunca habías sentido. La joven prostituta a tu lado, lengüeteándote las orejas, la nariz, la boca. Tu madre, recargada en la puerta, mirada revisora, dando las órdenes: chúpaselo, pónselo duro, móntalo, que grite, que se deshaga.

Te abrazaste de aquella piel aún fresca como si después de las sábanas sólo el vacío. Como si tu padre también te estuviera viendo y no quisieras su desaprobación. Pero él ya nunca más estaría ahí. Ya sólo tú y esa mujer, niña aún, con sus cariñosas manos desanudando tu miedo. Gráciles, tendiéndose por tu piel de roble blanco, serpenteándola, trazando medialunas como si te enseñara a dibujar. No fue tu primera erección, pero ahí descubriste para qué servía una. Entonces recordaste el arcaico rito que veías a tus padres entretejer en el cuarto de la Soledad, y algo parecido a la inercia te hizo penetrarla y empezar a bombear, a gemir por simple imitación. ¿Acaso todo acto sexual no es una réplica inexacta de otro que se ha visto o ejecutado antes?

Tuviste once años y te fue imposible el acto expiatorio de la eyaculación. Tuviste once años y la vida era eso. No estaba en ninguna otra parte, en ningún otro sitio, sólo en esa habitación.

 

Ya sólo el inmenso cuerpo sobre ti. La botella de cristal primero rajándote la cara, después el cuello, y finalmente saliendo disparada en cualquier dirección para que sus puños quedaran libres y pudieran golpearte a placer. Manoteaste buscando la Colt, pero ya nunca más volverías a asirla. Sólo lograste ver un abdomen inacabable de tan redondo y sentir cómo te iba comprimiendo hasta dejarte sin aire. Sus brazos rollizos embistiendo tu cuerpo una y otra vez con la furia de cien árboles septuagenarios que acaban de ser derrumbados y caen al mismo tiempo. Ya sólo un grito, el tuyo, o el intento de uno. ¿Para qué? ¿Qué le demostraba eso a tu tío? Te equivocaste. Debiste inhalar más. Hacerlo justo antes de sacar la escuadra y entrar a la tienda. Fue un error de principiante. Pero tenías trece años. Eras un niño jugando a sobrevivir.

BIOGRAFÍA

Darío Zalapa (Michoacán, 1990) es autor de tres libros de cuentos, entre los que destaca Los rumores del miedo, publicado por Tierra Adentro en 2012. Perro de ataque (Ediciones B/ Penguin Random House, 2017), su primera novela, fue nombrada por Las jornadas de detectives y astronautas como la revelación policiaca del año, y la revista Playboy México la mencionó entre los mejores libros de 2017. En 2010 obtuvo el Premio Michoacán de Literatura, y en 2011 la Fundación Juan Rulfo y la FENAL Michoacán le otorgaron el premio de cuento Juan Rulfo. Su más reciente colaboración fue para Once navajas, antología compilada por Tierra Adentro. Ha sido beneficiario del Programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en dos ocasiones, 2015 y 2017, ambas en la especialidad de novela.


GRACIAS POR ACEPTAR nuestras cookies, son simplemente para las estadísticas de visitas en Google.

Ver política de cookies
 
ACEPTAR

Aviso de cookies
Ir al contenido