©Pilar Aguarón Ezpeleta

HUBO UN TIEMPO EN QUE YO FUI ESCRITORA

Pilar Aguarón EzpeletaPapá, cuando era niña, me repetía que siempre hay que esperar lo mejor, pero que hay que estar preparado para lo peor. Tantas veces me lo dijo, que he vivido convencida de que estaba predestinada para el desastre.

Éramos muy diferentes, porque él, a pesar de su aspecto severo, siempre fue muy crédulo e incluso ingenuo; en cambio, yo siempre he sido muy desconfiada y mucho más ahora, cincuenta y tantos años después, que vivo, como escribió Machado, en la segunda inocencia, en la que da el no creer en nada, en nada.

Siempre recordaré aquella tarde de invierno que lo cambió todo. Papá leía un libro sobre la cultura de los antiguos egipcios, que mamá le había regalado por su cumpleaños.

Me acerqué y estuve un largo rato a su lado observando un jeroglífico dibujado en la página que tenía abierta, repleto de signos extraños y de insectos negros de cuerpo ovalado.

—¿Son cucarachas? —pregunté.

—No, son escarabajos. Simbolizan el trabajo duro y el progreso —explicó.

—¡Anda!, pues igual que las cucarachas —añadí satisfecha.

—¿Tú crees, nena? Porque, aunque se parezcan, ni siquiera son familia, pertenecen a especies diferentes.

— En clase de ciencias nos han enseñado que las cucarachas han sido capaces de ir evolucionando constantemente desde hace millones de años. Quizá por eso, a veces, cuando me enfado, deseo que una plaga invada el planeta entero. La verdad es que a mí no me asustan —afirmé orgullosa—, no sé por qué la gente las teme tanto.

Papá se echó a reír y me dijo:

—Si eso ocurriera, la gente, empezando por tu madre, se volvería loca. Sería como una hecatombe nuclear o como una invasión de extraterrestres.

—¿Cucarachas y extraterrestres, papá? ¡No estaría mal! Hasta se me ocurre dónde podrían aterrizar sus naves: en la plaza de toros, parece haber sido diseñada para eso. Sería un ovnídromo perfecto. ¿No te parece?

—Eres muy ocurrente y muy rarita, hija, ¡No sé a quién habrás salido! —bromeó, mientras me miraba por encima de sus gafas y cerraba su libro de tapas doradas, al tiempo que me decía — Afortunadamente ninguna de las dos cosas sucederá jamás. Aunque he leído que, en caso de un cataclismo nuclear, los únicos seres que sobrevivirían serían ellas, las cucarachas.

No ha sido necesario que estallara ninguna bomba atómica para que se haya hecho realidad la hecatombe que entre bromas predijimos. Estoy convencida de que es la señal de que ha llegado la devastación total, aunque nunca imaginé que tuviera que llegar a vivirlo.

Hoy echo de menos a papá. Me gustaría poder comentar con él que estoy convencida de que todo ha ocurrido como lo vaticinaron los egipcios hace cinco mil trescientos años, aunque nadie, a través de los siglos, haya sabido interpretarlos correctamente y, por tanto, tampoco prevenirnos del terrible desastre que está haciendo temblar al mundo.

De la noche a la mañana y sin explicación científica alguna, un aluvión de cucarachas se ha propagado por los cinco continentes. Aparecieron por miles y por todas partes.  En los supermercados las hay por las estanterías, por el suelo, caminando por encima de los alimentos. Las vamos pisando o sorteando por las aceras y las hay en cada rincón de nuestras casas e incluso por encima de los muebles. Los noticiarios ya no informan de guerras, de corrupciones políticas o de hambrunas, sino de estos pequeños insectos nocturnos y corredores que lo invaden todo. La prensa explica que ya existían cucarachas fosilizadas hacía trescientos millones de años, pero yo por las noches no puedo evitar sonreír al escuchar gritar horrorizadas a mis vecinas, cuando estos bichejos pasean por sus almohadas.

La gente está sobrecogida, mucho más que cuando la pandemia que acabamos de superar. Los politólogos y los científicos elucubran en las tertulias televisivas, con tanta futilidad como cuando divagaban intentando explicar el origen de aquella enfermedad letal. Entonces nos mintieron siempre, desde el primer día, también lo hacen ahora. No les es difícil, están acostumbrados y los ciudadanos se lo acaban creyendo todo, cualquier cosa que escuchan desde su televisor, por absurda que sea. Pienso que lo que está pasando nos lo tenemos merecido. Estoy convencida de que la plaga es un designio maldito, el preludio del fin, pero ya no me importa.

En mi casa también aparecen algunas, aunque no muchas. No me dan ni miedo, ni asco. Por eso creo que no hay demasiadas, su destino es causar repulsión y angustia, de ahí que elijan otros hogares más vulnerables, todo forma parte del proceso irreversible al que nunca podremos vencer.

Cada mañana la invasión de los insectos es la conversación habitual cuando me encuentro con algún conocido. Yo lo vapuleo diciéndole que en mi casa no he visto ninguna, eso lo trastorna e incluso lo confunde. Me divierte notar su desconcierto y hasta su desconfianza. Disfruto haciéndolo, al fin y al cabo, es lo único que me queda. Sé que todos vamos a morir.

Siempre he tenido fama de ser un poco estrafalaria, porque hubo un tiempo en que yo fui escritora, hasta tuve alguna novela de cierto éxito y de vez en cuando aparecía en la prensa, me hacían entrevistas de media hora en alguna radio y, ocasionalmente, en algún programa de televisión. Incluso recibí algún premio sin notoriedad alguna. Suelen decirme que todas mis novelas están cubiertas por una pátina de desencanto y de decepción, pero impregnadas de una sutil ironía que las redime de la desesperanza. Me gusta que lo digan, porque, al fin y al cabo, yo soy como escribo.

Durante años fui muchas veces, demasiadas, miembro de jurados, algo que detestaba profundamente, porque, cuanto mayor era el premio, sabía que el galardonado había sido designado meses atrás y que todo formaba parte de un paripé hipócrita que todos aceptábamos y del que todos éramos cómplices. Por eso no guardo buenos recuerdos de aquellos años, todo en la vida tiene sus pros y sus contras y si cometes errores los acabas pagando.

Aunque el mío no fuera un error de juventud, ya que empecé a escribir cuando estaba a punto de cumplir los cincuenta años, fue, como diría mi buen amigo Fernando Aínsa, un aprendizaje tardío. Sin embargo, yo no aprendí mucho, solo confirmé lo que ya sabía, que la inmensa mayoría de los humanos eran ególatras, egoístas y mediocres. El bueno de Fernando no se parecía a mí, siempre pensó que el mundo estaba poblado de gente bondadosa y que los buitres eran animales de compañía.

En las últimas décadas, la sociedad ha ido descomponiéndose e infantilizándose hasta extremos casi ridículos. Por eso, nuestro segundo y extravagante pronóstico también se ha hecho realidad y no negaré que hacía mucho que lo esperaba. Era necesario que llegaran ellos para que pusieran un poco de orden y de sentido común a nuestro mundo, solo habitado y gobernado por idiotas.

Aquella utopía, que fantaseamos papá y yo, hace más de cincuenta años, se ha convertido en realidad, en un auténtico disparate irracional. El hecho, es que la Tierra ha sido invadida por unos seres de apariencia insignificante, de baja estatura, calvos y con cara de batracios. Nuestros gobernantes, como en otras ocasiones, no han sabido reaccionar a tiempo, no porque no sean capaces de combatirles con armas letales, si no por miedo a las consecuencias. Siempre hemos vivido en el error de pensar que es el amor y el odio lo que mueve el mundo, nada más lejos de la realidad, lo que nos paraliza y nos impide avanzar, es el miedo.

Los pequeños invasores ya lo dominan todo. A pesar de que no hablan, ni emiten sonido alguno, es más, lo aborrecen; pero de alguna manera se hacen entender y percibimos en nuestro cerebro lo que ellos nos ordenan y acabamos obedeciéndoles como los seres serviles en los que nos hemos convertido.  Han decidido que dejemos de escribir, cantar y hablar en voz alta. Se han cerrado los museos, las bibliotecas, las librerías, los teatros y las tiendas de venta de instrumentos musicales. El silencio es su hábitat perfecto y consideran el conocimiento y cualquier actividad cultural como algo subversivo y nocivo, que incita a la desobediencia y a la libertad, todo lo que ellos están destinados a evitar.

Algunos insurgentes, los menos, se sienten oprimidos y hasta esclavizados, pero la mayoría nos conformamos y nos dejamos arrastrar. Llevábamos demasiado tiempo tiranizados por humanos estúpidos y negligentes. Por eso, lo que nos ordenan estos seres, con apariencia de anuros, nos parece normal. Tal vez porque, poco a poco, nuestros gobernantes nos han ido cercenando la cordura, la libertad para la crítica, la autonomía y nuestro libre albedrío ha pasado a ser algo obsoleto y banal.

Hace un par de semanas se presentó en casa una vieja amiga, perteneciente a uno de estos grupos de terrícolas insurrectos. Con todo sigilo, me propuso que me uniese a un pequeño comando, que sería el germen de la gran Resistencia. De la mejor manera que pude, le argumenté que no podía unirme a su causa, porque no había llegado el momento, argüí. No se lo confesé, pero lo cierto es que disfruto viendo el mundo así: en silencio y despavorido. Es tanto el miedo que nos paraliza, que hasta la envidia y el egoísmo parecen haber desaparecido.

Sé que soy considerada como una colaboracionista del invasor. Mis vecinos me miran con recelo y algunos hasta me ceden el paso en el supermercado o en el ascensor. Yo los miro y solo veo una caterva de lerdos. Me fijo en sus ojos y noto que temen las represalias que les pueda ocasionar, infeliz de mí, si solo aspiro a vivir en silencio y en soledad.

Lo cierto es que los pocos que se niegan a destruir sus libros son represaliados. Los pequeños extraterrestres arrasan sus casas y eliminan todo escrito o artilugio que pudiera almacenar algo semejante a un atisbo cultural. Sus viviendas quedan destrozadas y sus habitantes jamás vuelven a aparecer.

Poco a poco los invasores han ido imponiendo sus reglas. La televisión ya no da noticias, sólo emite normas de adoctrinamiento, siempre con el fondo musical de El lago de los cisnes. Sé lo que significa esa obsesión por la música de Chaikovski, es el anuncio definitivo de que ha llegado el final, que solo vivimos la antesala de nuestra autodestrucción.

Nos han ordenado deshacernos de los libros, para ello construyen grandes piras donde los dóciles ciudadanos llevamos los volúmenes para que se conviertan en cenizas. Grandes humaradas grises se ven en todas las plazas de la ciudad. No lo dudé, los primeros que arrojé a las llamas fueron la veintena de libros que yo misma había escrito.

Casi veinte años de inútil sacrificio.  Aquellas historias sólo acabaron produciéndome dolor, decepción, noches en vela, quebraderos de cabeza y una incómoda sensación de fracaso vital. Sonreí al verlas convertidas en un montón de escoria. Una vida hecha añicos. Mejor así, desaparecer con la mochila vacía, sin dejar nada de lo que alguna vez amé y por lo que me he esforzado y hasta sacrificado. Mientras veía arder mis libros, en la cabeza canturreaba Nada de nada, la vieja canción que Cecilia compuso cuando todavía vivía Franco. Los primeros veinte años de mi vida los pasé en una dictadura y sé que los últimos, sean los que sean, los voy a vivir en otra.

Poco a poco y sin remordimiento alguno, he ido arrojando a las hogueras todos los libros que había en mi biblioteca, muchos heredados de mi padre y que tenían más de cien años. Uno de ellos fue el libro de tapas doradas de los jeroglíficos egipcios. También para él había llegado el final. La única novela que he salvado es la que papá me regaló el día en que cumplí once años y que es, sin duda, la mejor que jamás he leído: El Conde de Montecristo.

La he dejado bien a la vista, para que cuando vengan los invasores se percaten de ella y me acribillen por díscola, por desobediente, por arrogante. Nada mejor que morir por Edmundo Dantés, el apuesto, el vengativo y poderoso falso Conde de Montecristo.

Desde que la leí he vivido soñando con que en mi vida apareciera alguien semejante a él, pero nunca tuve esa satisfacción. Por eso he retado a mis posibles ejecutores a que, al menos, den dignidad y significado a mi propia muerte.


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