Alix Rubio Calatayud

Dedicado a Pilar Aguarón Ezpeleta

                                            (Alix Rubio Calatayud)

Artemisia dejó a un lado el pincel y se apartó un poco del lienzo para ver el efecto. Acercó el caballete a la ventana para que la luz incidiera sobre los colores. Se sorprendió del efecto: la figura adquirió relieve. El cuadro parecía tener vida propia. Volvió a cambiarlo de sitio y el dibujo se adaptó como si quisiera cambiar de posición. Rió nerviosa: “ahora resulta que he pintado otro retrato de Dorian Gray.” Echó una sábana por encima y decidió terminar de trabajar por ese día. Le escocían los ojos y sentía las piernas pesadas por haber estado en pie muchas horas seguidas. Limpió los pinceles y guardó todo el material. Después se lavó las manos y la cara, se quitó el blusón de pintor y se marchó. La tarde de primavera era espléndida. Decidió sentarse en un velador de la Avenida de la Independencia y pidió una cerveza. La camarera de turno se la sirvió en una jarra helada recién sacada del congelador. Bebió y suspiró. Buscó el móvil en su bolso, encendiéndolo para comprobar las llamadas. Curiosamente, aquella tarde no tenía nada, ni ningún correo. Lo dejó a un lado y se dedicó a beber despacio su cerveza, disfrutando de aquel bien ganado descanso.

Le habían propuesto una exposición en la sala más importante de la ciudad, bien publicitada y con asistencia de la prensa y la televisión local. Artemisia estaba contenta. Abrirse camino y triunfar en una profesión como la pintura no resultaba tarea fácil, pero lo había logrado plenamente a fuerza de trabajo, aprendizaje y estudio constante y experimentación. Aquella exposición iba a ser una muestra antológica de sus más de veinte años de carrera artística como pintora consolidada. Tenía que elegir los cuadros más significativos de su colección particular, que no estaban a la venta, y añadir otra media docena nuevos y a disposición de los compradores. Meses de duro trabajo diario de la mañana a la noche. Cinco cuadros terminados. Y el sexto, el extraño, el que parecía tener vida propia. A ver si ahora le iba a coger miedo a su obra, a aquellas alturas de su vida. El inquietante cuadro representaba a una mujer de rostro ovalado y cuerpo esbelto y alargado entre manchas de color azules y grises. No sabía quién era aquella mujer. Había encontrado la fotografía en blanco y negro en un mercadillo de París, una de esas viejas fotografías deslucidas que por diferentes circunstancias pasan del álbum familiar a un puesto callejero. Llevaba un vestido de finales del siglo XIX y sombrilla de encaje. Miraba a cualquier parte menos a la cámara, distraída y falta de interés. No había fecha, ni nombre. Nada. Una mujer anónima que había llamado la atención de Artemisia mientras rebuscaba entre diferentes artículos de viejo.

Cuando se decidió a pintarla cambió algunos detalles y el fondo, pero mantuvo aquella mirada sombría de quien ya no espera nada de la vida.

Bueno, no debía montarse historias raras o tendría pesadillas. Al día siguiente observaría con mayor detenimiento si el cuadro realmente cambiaba o simplemente había sido efecto de su imaginación y su cansancio.

****

Sibila se despertó de repente. Había soñado que un cuadro de su amiga Artemisia cobraba vida para contar su historia.

Sibila no era pintora; de hecho, no tenía ni talento para el dibujo ni la mínima noción de perspectiva. Era escritora y muy a menudo se servía de los sueños y de la escritura automática para escribir sus historias y poemas.

Encendió la luz de la mesilla y cogió su cuaderno de sueños para anotar lo que había visto antes de que se le olvidara. Eran las cuatro de la madrugada, pero ya no pudo volver a dormirse. Dio vueltas en la cama durante una hora más. Se levantó y se despejó con una ducha y un par de cafés muy cargados. Demasiado temprano  para llamar a nadie, Artemisia no llegaba a su estudio antes de las ocho. A las siete no pudo esperar más y le mandó un WatsApp: Artemisia, guapa, tengo que hablar contigo. He tenido un sueño muy raro: habías pintado a una mujer y ella se salía del cuadro para contar su historia. Llámame cuando puedas.

El teléfono sonó a las ocho y diez, sobresaltando a Sibila. ¿Sibila? No me lo puedo creer. Acércate en cuanto puedas al estudio. Tengo que contarte una cosa.

La escritora se vistió y salió a la carrera. Para no perder tiempo llamó a un taxi. Estoy llegando, le escribió a la pintora, a la que encontró en la puerta del edificio donde tenía su estudio, situado en la calle de San Pablo.

-Sube conmigo y dime si ves algo raro.

Artemisia abrió la puerta. La luz entraba por la ventana iluminando la habitación. En un rincón, el cuadro tapado.

-No…no me fastidies…¿Eso está palpitando?

-Lo he encontrado así al llegar. No me he atrevido a destaparlo.

-¡Uf! Da miedo.

Sibila se acercó pero sin tocar la tela. Cerró los ojos.

-Artemisia dame algo para escribir.

Alargó la mano y cogió el cuaderno y el lapicero que le tendía la pintora. Comenzó a garabatear  sin abrir los ojos. Artemisia no daba crédito a lo que estaba viendo. La tela dejó de moverse.

-Ya está. Mira –le enseñó a su amiga varias hojas escritas con una letra casi ilegible –Cuando llegue a casa transcribiré lo que me ha contado. Se llamaba Inés Mendoza. Se casó con un criollo por poderes y se marchó a Cuba unos años antes de la guerra. Al quedar viuda volvió a España; pero enseguida se instaló en París, donde se casó con un editor. Esa foto se la hicieron recién llegada a Francia. Estaba muy deprimida por las circunstancias. Bueno, hay mucho más. ¿Qué quieres que haga con esto?

-Escribe un relato para leerlo en la exposición. “La dama sombría” será el cuadro estrella.

-¡Hecho!

Se fueron a una cafetería y pidieron un par de cafés, con los que brindaron riendo.

-Por el pincel.

-Por la pluma.

 


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