De mi propia tristeza de ser hombre

arrancado en pedazos de sangre amarga

miguel labordeta, Punto y aparte

Miguel Labordeta vivió mientras moría en el frente.

Su corta experiencia de soldado fue suficiente para que entonara una elegía a su propia muerte. Esa elegía no era de madera, sino de metal nocturno.

También fue piloto, y anocheció. En la carlinga, entonó la letanía del imperfecto e inventó el caso desolativo.

El veinticinco de otoño escribió un poemoide. Lo improvisó con ardor lento y surgió un así lírico apenas.

Aquel día estaba de buenas. Había compartido la escasa merienda de los tigres, y ya no sentía hambre: se sentía hermano del hombre. Compuso una balada para niños de treinta años.

Era viernes con argumento. La trompeta sonaba en Estrasburgo. Vallejo había cantado un jueves con aguacero. En París.

Pero Miguel Labordeta, amargamente denso, se trabajaba. Era lírico, metalírico, epilírico y antilírico: componía antipoemas, como Nicanor Parra, pero mejor que Nicanor Parra. Era canoro como Nicanor, pero más.

También era calvo, y sus plegarias, insuficientes.

A la una en punto, saludaba al pueblo en primavera.

A las tres menos veinte en punto, profesor ilustre y bobo, se quitaba la chaqueta y hacía una penúltima declaración.

A las cuatro menos diez en punto, ciudadano del mundo, conminaba severamente a invadir las oficinas espectrales donde tanta gente languidecía.

A las cinco y cinco en punto, con treinta años, pedía la palabra (y también la paz, aunque no lo dijera, como Blas de Otero).

Desde las ocho y cinco hasta las nueve en punto, se despedía de los camaradas terrestres, a los que conducían al desolladero total. Luego, con voluntad de protesta, profería una invocación. En un círculo mortal, transmigraba.

Meditó, brevemente, en una noche de agosto. No era adviento, pero había advenido un mundo sitiado.

La llama indagaba en su cerebro y en su solicitud, mientras él se lavaba las manos.

Era agosto, pero el momento fue novembrino.

La voz del poeta resonaba con la furia de un transeúnte central.

Recibió mensajes de amor de Valdemar Gris, a los que correspondió Nerón Jiménez.

El joven azul de la montaña había muerto, pero oyó a Valdemar. Todos los asesinados eran jóvenes, pero solo él entendió el mensaje.

La víspera se consumía, matinal.

También agonizaba Julián Martínez, existente de tercera.

Los antepasados no solo eran cadáveres: eran huéspedes, cuyo destino era la desnudez entera, la gratitud, el amor de hombre, la hora cero.

Tras la confesión del inicuo, llegó el ofertorio y la crucifixión. Miguel Labordeta era un hombre amargo, que contemplaba con estupor el atardecer en la gran urbe dorada. A veces, hasta decía sus plegarias dormido.

Ateo, cantaba, frustrado, y, niño, soñaba.

Suyos eran desgraciados poemas de amor desesperado, que pergeñaba en la sala de estudio, cuando se aburría. Cierto día, pensativo, enunció las súbitas y procaces preencarnaciones de Berlingtonia Amada. Nabuco lo acusaba, pero él caía en éxtasis.

Con las cartas de Valdemar —fragmentos de una impetuosa biografía—, a las que respondía puntualmente, entreabría los párpados dolidos. Y después, en el hediondo metro, despanzurraba respetables ombligos.

Lloraba porque sí, pequeño burgués infame.

Horas estrelladas se aproximaban, temibles. Rugían las emisoras. En la clase de Historia Antigua, lo embargaba una furtiva melancolía.

Cantaba al buzo de bronce y fuego que soñara con Berlingtonia.

Se desternillaba contemplando los amores ya muertos. Sabía lo que sabemos todos, aunque no lo reconozcamos: que no existe el amor grande y hermoso sobre la tierra, ni debajo de ella.

Tenía el alma podrida y, paseando su amor por las esquinas, pedía que borraran el nombre del hombre de todas las esquinas.

Los muertos atravesados de viejo pelotón lo atravesaban como dardos feroces.

En el anochecer tormentoso, su cáncer era abisal.

 

EDUARDO MOGA

[Los títulos y versos de Miguel Labordeta utilizados en este poema provienen de las siguientes ediciones: La escasa merienda de los tigres y otros poemas, Ocnos, 1975; Epilírica (Los nueve en punto), Lumen, 1981; Transeúnte central, Libertarias, 1994; Abisal cáncer, Olifante, 1994; y Punto y aparte, El Bardo, 2000].

 


GRACIAS POR ACEPTAR nuestras cookies, son simplemente para las estadísticas de visitas en Google.

Ver política de cookies
 
ACEPTAR

Aviso de cookies
Ir al contenido