Poema para dos
La habitual melancolía de Fermín se vio agravada por su enfermedad. La hepatitis le había caído como una losa sobre su vida. Su mayor preocupación eran los estudios, mucho más que las molestias de su dolencia. La idea de perder curso le atormentaba. Sus padres, de humilde condición, a duras penas estaban consiguiendo dar una carrera superior a su hijo. Ahora, en segundo de Físicas, poco después de comenzar el curso, había tenido la desgracia de enfermar.
Tras algunas semanas de reposo absoluto, Fermín podía salir a la calle y solía pasear por el parque, siempre solo, tristón y cariacontecido.
Aquella mañana era apacible y soleada. Los rayos del astro rey se filtraban acariciadores por entre las ramas de los cipreses y magnolios desplegados a ambos lados de la avenida principal del parque. Fermín paseaba y pensaba. Había poca gente por allí. Casi todos estaban en sus trabajos, pues era día de hacienda. Aparte de él merodeaban algunas personas de edad, cuya principal misión era la de desentumecer sus huesos caminando arriba y abajo sosegadamente.
El joven tomó asiendo en un banco de madera. Parecía cansado. En su rostro permanecían aún algunas huellas de su enfermedad y su semblante se manifestaba pálido y macilento. Miró hacia el cielo límpido. Pasaron unas palomas con vuelo veloz y decidido. Sacó un bolígrafo sin aparente intención, pero después de unos instantes, echándose mano al bolsillo de la chaqueta tomó una de las dos o tres hojas en blanco que portaba y, apoyándose sobre el libro que no había llegado a abrir, escribió:
Sentado al amparo del otoño
espero de esta leve mañana soleada
una ventura.
No supo o no quiso continuar, o quizá era eso lo único que acertara a escribir. Leyó la frase varias veces, dobló la hoja, y por un momento pareció que iba a rasgarla. No lo hizo. La volvió a doblar y quiso guardársela, pero desistió. Al lado del banco se erguía un imponente magnolio de hojas de un brillante lujoso. Paseó la vista por el tronco. La detuvo en la intercesión de una rama donde, semioculta, le pareció ver una pequeña hendidura. Se levantó y miró a su alrededor al igual que hacen los pequeños rapaces antes de cometer una travesura. No vio a nadie. Se acercó al árbol e introdujo el papel en la pequeña cavidad, como si deseara ocultar allí un secreto inconfesable. Regresó a casa.
Pasaron cuatro o cinco días hasta que Fermín tornara a pasear por aquel mismo paraje La mañana se mostraba ahora apagada y triste como él. Volvió a sentarse en el banco, junto al mismo árbol. Abrió el libro que portaba, quiso estudiar, leyó algunas páginas y lo cerró. Le costaba esfuerzo concentrarse. De repente, se levantó, y aproximándose al magnolio, comprobó que la nota continuaba allí. Sacándola la desdobló. Se quedó perplejo. A continuación de sus versos alguien había escrito en verde:
No sería tu esperanza malograda
si yo pudiera traerla para ti…
Incomprensiblemente le habían descubierto. ¿Quién? ¿Deseaban reírse? ¿Acaso él importaba algo a alguien? Se sentía perplejo, desorientado . Las líneas que Fermín escribió a continuación eran una súplica:
¿Quién eres tú? ¿Qué sabes de mi vida?
¿Qué te impele espiar mi tenue sombra?
Volvió a dejar la hoja en el mismo lugar y, cargado de confusión, se marchó.
La ventura que Fermín solicitaba, tenía ahora tintes de aventura. Su gran obsesión era conocer la autoría de aquellas líneas verdes. Durante algunos días cambió la hora de paseo. Alternaba las tardes con las mañanas, y al aproximarse al lugar con aire detectivesco, intentaba disimuladamente aprehender al culpable con las manos en la masa. Pero ello no acaeció.
Cuando creyó estar convencido de que aquello había sido una simple anécdota y de que ya nadie se ocuparía de contestar a sus preguntas, volvió al lugar para extraer el papel de su escondrijo romperlo y acabar con la broma. Su sorpresa fue aún más tremenda que la vez anterior cuando leyó escrito con la misma letra y color:
Lo que soy o no soy muy poco importa;
mi aliento es lo que cuenta.
La curiosidad del joven aumentó extraordinariamente. Una fuerza superior le obligó a escribir seguidamente:
Yo me llamo Fermín. ¿Cuál es tu nombre?
Sus visitas al parque eran ahora diarias, y aunque jamás vio a nadie por aquel lugar, en la hoja alguien seguían escribiendo; él también y su anhelo por leer los versos verdes aumentó ilimitadamente.
* * *
La salud de Fermín mejoró y se incorporó a las clases con ilusión. Comenzó a acariciar la idea de que tal vez no perdería el curso completo, aunque con toda seguridad, le quedarían asignaturas pendientes. Cuando terminaba de estudiar por las noches, como si de una oración se tratara, leía antes de acostarse:
Sentado al amparo del otoño
espero de esta leve mañana soleada
una ventura.
“No sería tu esperanza malograda.
si yo pudiera traerla para ti…”
Quién eres tú? ¿Qué sabes de mi vida?
“Lo que soy o no soy, muy poco importa;
mi aliento es lo que cuenta”
Yo me llamo Fermín. ¿Cuál es tu nombre?
“Mi nombre se diluye tristemente
con cada amanecer. Si tú supieras…”
¿Qué tengo que saber?
No seas como yo inane y triste.
No te ocultes como me oculto yo
bajo la fantasía de los sueños.
¿Qué deseas de mi?
“Mis deseos se encierran en mi alma
como enrejados presos, hombre amado”
¿Por qué me hablas de amor?
Por piedad, no te rías.
¿No ves que he comenzado a enamorarme?
Te imagino tan bella…
“Escríbeme si quieres,
mas no me ames. Deja que te ame yo.”
¿Cómo evitar que yo también te quiera
si has entrado en mí como un torrente?
Muéstrame tu figura,
aunque sea lejana, más allá de los árboles,
y si te acercas, lo ojos cerraré
si lo deseas,
pues solo con sentirte
será como besarte o abrazarte.
“Fermín querido, el otoño se escapa.
Cubiertos los senderos por las hojas,
serán sutil alfombra
por la que yo también me alejaré
sin dejar huella.”
Adiós amor. Continúa esperando.
Tal vez en el invierno
una brizna de nieve
acaricie tu pelo
y tome ese cuerpo de mujer
por ti anhelado,
y la podrás amar,
siendo correspondido
como nunca pudiste imaginar.