Joaquín Sánchez Vallés
Poeta
ESTA TIERRA DE ACEITE
Esta tierra de aceite y trigos verdes,
donde la oveja pace y el tiempo se fatiga
y la vida nos cubre como un nogal oscuro
bajo el que fuera hermoso alguna vez morir.
Esta tierra de soles y estíos perezosos
mucho más la he amado bajo el agua:
llegan las nubes reposadas, lentas,
grises apenas como niñas frágiles,
y va lloviendo en la ciudad: ladrillo,
piedras con musgo, solitarias plazas,
losas mojadas que la infancia sabe.
Esta tierra que está hecha de tierra,
tierra que mancha y huele entre los dedos:
la huerta, el pozo, el árbol, la colina,
rocas malvas y cañas junto al río,
sierras de Guara y de Gratal, lejanas,
en donde el ave vuela y el tiempo se detiene
un momento a mirar, y el tiempo se fatiga
en los largos senderos donde los hombres callan.
Esta tierra de viento y de frontera,
que no es llanura aún ni monte todavía,
yo siempre la he amado bajo el agua.
¿No es un paisaje el peso
de nuestro corazón que contemplamos?
Yo sé mi corazón en esta tierra
de trigo verde y yerba remecida,
seguramente en marzo, cuando las nubes llegan
y va lloviendo en la ciudad,
y va viniendo alrededor
la primavera chica con su afán que no dura.
Alza el cielo al oeste sus blancos pabellones
y resuena en el vidrio una gota espaciosa.
Y es la lluvia, que avisa.
Y soy yo,
que la espero.
EL PADRE
El niño nada sabe: solo mira
el horizonte: rocas
de luz, rosadas, como el cuerpo
de un gigante tendido que aún alienta
cansado ya, sin proseguir su viaje.
Hace frío y el monte está nevado.
Pero la mano de su padre es tibia,
grande sobre la mano de aquel niño
que las palabras sueña:
la Sierra, el Pirineo,
picos de Guara, de Gratal, del Águila,
carretera de Francia,
el Salto de Roldán, que a Francia vuelve
lleno de sangre y de derrota amarga.
Hace frío y el monte está nevado.
En la boca del padre, un vaho azul recrea
solemnes sombras del antiguo estrago:
Oliveros, Turpín, Carlos el Grande,
el traidor Ganelón y el rey Marsilio.
El sol se va, como un escudo rojo.
Es hora de marchar, y el niño sabe,
y mira al fin al fondo del ocaso
la sangre de Roldán que toca el olifante.
QUEDAR
¿Y nada ha de quedar de mi niñez más niña,
el tiempo viejo, la ciudad lejana,
sino el polvo de nombres aprendidos?
El Isuela, el Trasmuro, la Alameda,
la calle san Lorenzo, con un olor de cuadra y vaquería,
el camino de Salas, que escondía el asombro del regaliz más dulce,
San Jorge, en esa fiesta de hornazos y chiquillas,
la Sierra al fondo, que Roldán saltara huyendo de Marsilio.
No.
Basta ya de evocar:
la nostalgia es obscena.
Fluyen las nubes y los ríos cruzan,
pasan las gentes y la muerte llega,
el tiempo largo, la ciudad perdida
son simplemente otra ciudad: aquella
donde habitan los ojos y el cuerpo se fatiga.
(El mismo viento bate las ciudades del mundo).
¿Y nada ha de quedar sino un nombre en la boca?
De nada sirve un nombre sin un camino que nombrar
y un corazón hambriento que resiste el olvido:
El Isuela, el Trasmuro, la Alameda…
y un niño inquieto con los ojos grandes
que aquellos nombres aprendió,
y se me ha muerto ahora,
y ya no vendrá nunca a rescatarme.
Estos tres poemas están extraídos de: El tiempo irreparable. Ayuntamiento de Madrid, Madrid, 1992.
SOMONTANO
Lomas verdes, sosiego de la encina,
yerbas de olor, caminos fatigados,
al fondo siempre un río en rocas grises,
el cielo azul,
el monte azul,
los campos.
Este jardín abierto tiene nombres
de trigo y vid,
nombres para decir bajo un olivo
con la boca ocupada de pan blanco.
El río, el sol, el soto, la ladera:
cuando no quede sed para mis labios,
tal vez me recordéis, sierras de Guara,
montes de luz,
celaje que sostiene
el aire que no alcanzo.
De: Pasos en el jardín. Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 2002.
Joaquín Sánchez Vallés