PEZ
Nuestro plato favorito requería cierta preparación. Mi abuela abría el pescado en vertical,
leyendo mi futuro.
Sobre la superficie herida distribuía su relleno, con cuidado: las marcas de la muerte no deben
infectarse.
Mientras, ella me hablaba. Yo aún era pequeña; había vuelto del colegio, preguntaba qué
había de almorzar, relamía mis gracias y decía:
peces como los del verano. Por entonces hacía frío. Y al terminar de comer nos sentábamos
juntas, veíamos la televisión juntas, respirábamos juntas cada noche.
Vivir era costumbre de las dos,
y en verano me enfadaba al verla caminar
orilla arriba
orilla abajo:
yo me enfadaba porque temía perderla en una ola, o que se resfriase, o simplemente estar
lejos de ella unos minutos.
Al volver, me sentaba en su hamaca y me ayudaba a limpiarme la arena de los pies, a buscar
mis ceras en la bolsa, a despegarme la sal y las legañas.
El invierno es, ahora, amable en esta casa. Al entrar he querido encontrarte tranquila,
repitiendo tus historias, sonriendo al recordar los buenos tiempos, como siempre,
siguiendo las costumbres de mi infancia.
Pero no ahora no estás. Las dos ya no vivimos, y el frío me agarra por la espalda y me golpea,
recuerda tantas cosas que vuelvo a tener miedo,
y mis ojos
resbalan en mis manos
húmedos
como el pez del invierno
De Tara (DVD, 2006)
ÁRBOL GENEALÓGICO
Yo pertenezco a una raza de mujeres con el corazón biodegradable.
Cuando una de nosotras muere
exhiben su cadáver en los parques públicos, los niños se acercan a curiosear en su
garganta de hojalata, se celebran festines con moscas y gusanos, me cae mal porque me
hizo sonreír a mí, que soy tan triste.
A los treinta días exactos de su muerte el cuerpo de esta extraordinaria raza
se autodestruye, y a las puertas de vuestras casas llaman los restos del alma de las mujeres
sobrenaturales,
chocan contra vuestras paredes, sus empastes y sus uñas agujerean vuestras ventanas
hasta que sangran nuestras aortas clavadas en la tierra, igual que las raíces.
Al morir nos abren el estómago, examinan con los dedos su interior, rebuscan entre las
vísceras el mapa del tesoro,
sacan sus dedos negros de todos los poemas que se nos han quedado dentro con los años.
Un espectáculo.
Pertenezco a una raza desarrollada más allá de los púlpitos. Soy una de ellas porque mi
corazón mancha al tomarlo entre las manos, porque coincide en tamaño con el hueco
de un nicho;
fresco y dulce como el de un animal, chupad mi corazón para que, al morir, sepan que
hemos estado juntos.
Soy una de ellas porque mi corazón será abono. Porque mi sangre, que es la suya, sube y
baja por mi cadáver como por escaleras mecánicas;
porque el fundamento de mi carácter, al descomponerse, se incorpora a una especie salvaje
que ladra y que hiere y que te lleva a su terreno, que ignora las afrentas, que jamás se
extinguirá.
De Tara (DVD, 2006)
ESTAMOS REALIZANDO OBRAS EN EL EXTERIOR.
NO UTILIZAR ESTA PUERTA EXCEPTO EN CASO DE EMERGENCIA
Madurar
era esto:
no caer al suelo, chocar contra el suelo, contemplar el pudrirse de la piel
igual que un fruto antiguo.
Colchón justo para los dos; años que chocan la lengua contra los dientes una y otra vez que
se tambalean en la boca
años
del sentido incorrecto.
Con tres hilos de cabeza he tejido mi tiempo:
piensa en vosotros a mi edad, piensa en tres hilos de cabeza, qué te falta, qué te queda;
piensa en tres hilos. Quizá
eso, madurar:
quizá Ulises boca abajo, quizá la orilla boca arriba,
eso que queréis me esperará diez años. Pensad en diez caídas; pensad en
diez hilos de cabeza. ¿Aquello? ¿La madurez? ¿Márchate, olor a lavavajillas, déjame con mi
sueño?
¿O quizá en la boca uvas para el postre del color
de la rodilla que cae al suelo,
de la rodilla que choca contra el suelo? Me tambaleo. Y era yo el zumo en la garganta, y era
yo el frío, era yo
las uñas y el estómago, quién era yo en mis años
con tres, en mi tiempo con diez hilos de cabeza. Hasta mi habitación
por la escalera de incendios un hombre
y su sentido contrario. Diez hilos de cabeza, veinte hilos de su pecho atados a mi pecho,
juro que amé
los golpes de sus piernas. Digo que
madurar era esto: que no pude negarme, digo que mis tres hilos de nada entre los dedos, y
juré chocar y el suelo
lo juré. Pensé al suelo la caída
y el choque contra el suelo. Pensé el aliento pensé dije
tres hilos de cabeza: tambaleo.
Pensé en mi edad y pensé en vosotros y pensé
que nadie me avisó de madurar así, junto a la vida y el frío en el cajón
de la fruta que se pudre.
De Chatterton (Visor, 2014)
UN CUERVO EN LA VENTANA DE RAYMOND CARVER
Para Erika
Nadie se posa en el alféizar –son veintiocho años
de espacio adolescente–,
pero qué ocurriría si el pájaro sobre el que he leído
en todos los poemas
se colara por el patio de luces y asomara
por el alféizar de mis veintiocho años,
un pájaro
mi habitación adolescente.
Y qué ocurriría si yo escribiese aún
–si me preguntan, respondo que ya no–
y un pájaro cualquiera, ninguno de los pájaros sobre
los que haya leído en todos los poemas,
un cuervo o una de las palomas negras que asoman en la oficina,
interrumpiese en la escritura
como el que se posó en la ventana de Carver.
¿Ganaría su lugar en el poema?
¿Dejaría de ser pájaro?
Alza el vuelo. Ya no hay
habitación en el alféizar.
De Chatterton (Visor, 2014)
Siempre he sentido una sensación curiosa y nostálgica con los poemas de Elena Medel. Su sencillez y claridad dejan esa huella que ya antes existe en nosotros, la que llevamos guardada en imágenes de nuestra niñez y de nuestra memoria.
Sí te acercas a Elena, te acercas a Wislawa… qué extraordinario futuro nos espera.