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Jaime Siles
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DE VITA PHILOLOGICA

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La vida me ha hecho lírico -o como otros dicen, egotista- ahogando en mí, gracias a Dios Todopoderoso, a aquel sabio en ciernes. Pero a las veces echo de menos a aquel muchacho de veinticinco años, tan leído, tan erudito, tan científico, tan objetivo -creo que se dice así-, tan cargado de citas y de teorías de otros (Miguel de Unamuno)

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Lo que debo al latín son muchas cosas.
Para empezar, mi sensación de lengua,
tan diferente a la ilusión del habla,
y la idea de que todo lenguaje
es - y es sólo - un acto de pensar:
un pensamiento erguido sobre un sinfín de ejes,
tan exactos como sus mecanismos,
que construye, sobre sonidos puros,
la arquitectura de una identidad.
Pero no sólo eso - que es inútil y cierto,
y cerebral también y hasta pedante -
sino el recuerdo del resplandor de tardes
en que aquello que el texto me oponía
era un placer semántico que me transfiguraba
como en un limbo de inteligencia pura
en el que la sintaxis de las frases
y las palabras se correspondían
y en el que cada esfuerzo presuponía otro
y éste entrañaba el placer de encontrar
otra dificultad.
Yo crecí bajo la sombra de los diccionarios
y creía que el mundo
era un texto preciso con sintaxis exacta
que cada tarde había también que analizar.
Crecí feliz entre un viento de páginas.
Luego me cambiaron el código
y la clave de cifra
y me quedé sin nada que leer.
Soy feliz por instantes, pero
mi traducción del mundo
resulta cada vez más imperfecta:
me equivoco en los verbos,
no acierto con los modos,
se me borran los tiempos
e, incluso, me confundo de caso o de flexión.
Cuando esto ocurre - y me ocurre a menudo -
recuerdo aquellas tardes de sintaxis perfecta
y hermenéutica lúcida,
en que el perímetro del tiempo
eran mis diecisiete años
y el espacio del mundo,
sólo mi habitación.
La lectura de un texto nos hace personajes
y la vida, también.
Nuestra vida es un texto al que le faltan páginas
y las lagunas existentes dejan
no sólo abierto el blanco de los márgenes
sino que, hasta en el mismo texto conservado,
surgen siempre imprevistos vacíos que hay que completar.
Feliz de aquel que puede
fijar su vida como si fuera un texto,
desechar disparatadas conjeturas
y optar por una sola y única lección.
Yo he perdido mi texto, y la vida me arrastra
mientras yo la recuerdo como a sus paradigmas
y al antiguo muchacho que imaginé yo mismo
y que llegó a llamarse incluso como yo.
Lo peor de ser joven es que no se distingue
entre la realidad del ser y su gramática
y se hace metafísica del detalle más nimio
y se eleva a sistema el dato más trivial:
se confunden los ejes de sus dos mecanismos
y, al intentar cambiarlos, chocamos con los límites
de nuestro pensamiento y vemos lo perfecto
de todo raciocinio y lo imperfecto de todo lo real.
Por eso he amado el río de la lengua
y he recorrido a pie casi todo su curso
en un fallido intento de llegar a sus fuentes
y beber la primera palabra originaria
por si en ella se oía, sin manchar por el hombre,
un sonido perdido, algo
que todavía pudiera valer como verdad.
Yo no lo escucho, pero sé su existencia.
De nada sirve todo el conocimiento
ni la interpretación más sólida o brillante,
ni la idea más lúcida ni el juicio más feliz.
De nada sirven,
cuando se viste sólo de prestado
o se vive en un alma fiada o de alquiler;
cuando no hay propiedad sin hipoteca
y hasta la muerte viene con su factura del agua o de la luz.
El latín concedía cierta pasión al orden.
En el orden de ahora la sintaxis funciona
por completo al revés:
sólo hay pasión allí donde hay desorden,
y el ritmo de las frases es un anacoluto 
en el que los meandros de la vida
alteran la consecutio temporum
y la atracción de modos impide
la exacta percepción de lo real.
Me gustaría poder abrir sin más el diccionario
de una lengua que careciera de gramática;
de una lengua cuyos sonidos fueran sólo 
el ritmo de la pausa de una sucesión
y de la que pudiéramos saber toda la historia,
su evolución, sus fases, sus etapas ... todo
salvo el preciso sentido de sus términos:
una lengua, como nosotros mismos,
condenada a su forma y a carecer de significación.
La hermenéutica es una ciencia pía: una
experiencia casi religiosa,
cuya praxis consiste en alterar el orden
de la sintaxis órfica
y convertir el sentido del mundo
en un catálogo de frases de liturgia
y en el ficticio orden de un ritual.
En el latín... ¡qué seguro era el mundo
y su belleza exacta
cómo recomponía el orden que rompe lo real!
Nada más bello
que aquellas trampas de la inteligencia
con puentes levadizos y palancas
movidas y accionadas por una leve cifra de su vocabulario
y un sistema muy próximo al del propio pensar.
¡Qué perfectos los casos y las declinaciones
y cómo los añoro cada vez que en la vida me siento naufragar!
Son como mástiles que aguantan la tormenta
y avanzan en la noche a través de la bruma
como un buque fantasma que tuviera velamen
y no tripulación.
¡Cómo siento de firme la fuerza de su lengua!
¡Cómo viene y dirige mi torpe maniobra,
rectifica mi rumbo y aguanta mi timón!
El latín es un agua profunda 
que sostiene todas las superficies
y que crea en los mapas
la ilusión o certeza de que hay un punto exacto
o alguna idea firme
o una isla segura
o la existencia de un lugar
más allá del lugar
que se hunde y flota
al ritmo y al vaivén de las palabras
y que reaparece cuantas veces
perdemos de vista el horizonte
o el dolor nos borra de los ojos
las figuras que forman
la ficción o relato de nuestro recorrido
y nos fija como un punto de amarre
a una playa lejana que se mueve,
como la luz dentro de la memoria,
entre el latido regular de un péndulo
y la átona música de una muerte perfecta
cuyas aguas sonaran siempre al mismo compás.
Eso por consignar sólo la metafísica
y no los años sórdidos en que viví de él.
No: no es la especialidad
lo que de su filología me interesa
sino la vida que hay entre los márgenes
de un libro hecho de tiempo
cuya lengua podemos, sin hablarla, leer.
Ese libro del que todos podemos ser gramática,
esa lengua que ya sólo se escribe,
ese tiempo que ya sólo es lugar.
Feliz de quien no tiene que traducir el mundo
ni siente necesidad o afán de interpretarlo
porque sabe que lo que afirma al hombre
no es el sentido sino la sucesión.
Vivir consiste sólo en sucederse,
como un anfibio, en las aguas de un yo terco y fugaz
que se confunde sólo con su costumbre.
         



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EL ORO DE LOS DÍAS

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Cuando, en mi memoria, la veo detenida
en un brillo de espejos que reflejan la vida
y que tal vez la fueron o la son, qué perdida
mi juventud resbala por el aire. Imprecisa
espuma y ala y ola profundas en la brisa
que yo no supe entonces y no sé todavía,
pero recuerdo a veces. ¿Viví, viví: vivía?
Su dolor es quien dura dentro de mi sonrisa.
Es su dolor de acero, de zinc, de mordedura.
Es el dolor certero que deja su figura:
dolor de la memoria del oro de los días.
Dolor de haber creído vivir mientras leía.
Dolor de no haber sido y no ser todavía
y nunca poder serlo ni en una nueva vida.
Porque, después de todo, vivir, vivir - ¿vivía? -
tiene sentido sólo en una sinfonía
¿y dónde los acordes; dónde, la melodía?
Recuerdo, sí, recuerdo el oro de los días:
la luz de sus mañanas metálicas y limpias;
el sol en las ventanas, en las torres y cimbrias;
el destello del cielo aquella tarde en Niza
y la forma del hielo, otra tarde, en Suiza.
Recuerdo que recuerdo, sobre todo, ceniza.
Recuerdo que recuerdo fragmentos de mi vida.
Pero ¿de quién: de otro, de mí, de ella misma?
Existe sin nosotros todo lo que nos mira.
Un dios pulsaba el aire y otro lo tañía.
Nevaba sobre el Néckar. Había también islas.
El nácar de la nieve redondo parecía.
Florecía en el malva de la carne. Tenía
resplandores de oro su lenta fronda fija.
Recuerdo que recuerdo sus murallas erguidas-
adarves de alabastro, dovelas opalinas.
Dolor de su recuerdo es esta despedida,
esta página vuelta del oro de los días.
Pero nosotros ¿dónde, en qué mirada fija
podremos apoyarnos para fundar la vida,
si todo su lenguaje ya no nos ilumina?
Palabras y palabras ganadas y perdidas.
Yo que amé su perfume, descubro las imágenes
de las que son ruina. Recuerdo, sí, palabras:
las palabras perdidas. Tal vez estaba en ellas,
no en mí. Yo no sabía. En el nácar del Néckar
veo el zinc de sus islas. Allí estaba, allí estuvo
mi juventud perdida. Tú que me lees no sabes
dónde el texto termina. Las palabras empiezan
a ser - y son - más vida. Paisaje de nosotros,
paisajes de la vida, sus aguas son mensajes;
sus luces, ocarinas. Recuerdo que recuerdo
el oro de los días. Recuerdo que recuerdo
su materia ya sida. Su memoria recuerdo:
su carne fugitiva. Sus señales escucho:
sus salvas suicidas. Olor de las tormentas
de tantas tardes idas. Idas ya para siempre
y para siempre sidas. En vosotras, mañanas
de escritura lumínica, estaba ya la nieve
del día diluída. ¡Qué cerámicas noches
húmedas y distintas con su roce de sedas
y faldas femeninas! Con su aliento profundo
de velas derretidas y destellos de bares
en sus luces fundidas. Neones de los cines
en sus medias. Bebidas en sus labios. Los ojos
con una idea fija. Duplicado deseo
de serlo todavía, miro hoy los espejos
de lo que fue mi vida. Azogada acuarela,
iridiscente línea, ¿en qué país buscarte,
móvil ciudad perdida? Tú nunca vuelves: tienes
lugar en otros días,en otro tiempo y otro
espacio sucedida. También en otro cuerpo, 
también en otro clima. En otro, sí, en otro
su impermeable risa. Tú que me lees no sabes
nada, no, de mi vida. El poema traduce
experiencias vividas. Experiencias: visiones
en la memoria sidas. Experiencias: canciones
cantadas y leídas en el cuerpo del libro
único de la vida. En ese libro único
tu página está escrita. Viviste allí las horas
del oro de los días. Viviste y bebiste
su líquida caricia. Sus imágenes vuelven
en ráfagas precisas. Remuéveles su fondo
de fresas y de fucsias. El oro de los días
vuelve hoy de visita. Tal vez es otro oro.
Tal vez son otros días. El poema recoge
las páginas perdidas: las que el cuerpo recuerda
y el alma nunca olvida. Estrofas de la carne
para siempre ya sida, el oro de las horas
del cobre de los días. Estrofas de la carne,
adiós. Adiós, mentiras de mi pobre moneda
en curso todavía.


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RETRATO DE AUSENTES

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Cómo eran, Dios mío, las sesiones de cine
Improvisadas dentro de las casas
Con películas “del Gordo y del Flaco”,
De “Jaimito” y de aquel pobre idiota
Llamado “Tomasín”.                          
Padres, tíos y abuelos rememoraban
Ideales momentos de infancia o juventud,
Mientras un aire turbio, de triste blanco y negro,
Llenaba el espacio, no menos triste acaso,
De aquella habitación.
A las seis o las siete
Los domingos de las tardes de invierno
El cine era un minúsculo zoo
Donde un tiempo irreal superaba el histórico
Con las nostalgias, en los mayores irredentas,
De un pasado más puro, más pleno o más feliz.
Yo no tenía los suficientes años aún para saberlo,
Pero ya entonces me aburrían 
Aquellas carcajadas proferidas
Por el insulso pretil de tantas bocas
Que, con restos aún 
de la merienda entre los dientes,
Intentaban combatir a cualquier precio
La miseria de la mentira, el silencio y la desolación.
Ahora que aquellas viejas máquinas de cine
Han desaparecido de las casas,
Como casi todos mis mayores
Que hacían posible aquella proyección,
Me ha venido a la mente su memoria
Al ver una de ellas en una de esas salas de subastas
Que renuevan el tiempo
Y, con él, la simultaneidad de ejes del dolor.
Vuelvo a ver las películas
Y, más que a ellas, veo la oscuridad
De cuanto funda todo tiempo presente
Mientras la nada de las cosas teje
Una no menos falsa claridad:
Ésta con la que miro 
Aquel tiempo pasado  hecho presente ahora
Por una concreta coincidencia
Basada en una fugaz asociación.
Tal vez lo que ahora pienso
De aquellas tristes tardes de domingo de invierno
No era del todo así, y soy víctima
De otra más de las trampas del tiempo
Que añade a lo ya sido 
El óxido también de lo que no pasó.
Tal vez sólo por eso recuerdo hoy
Las tristes tardes de domingo de invierno
Que duraban acaso demasiado
O, al menos, tanto  como todavía las recuerdo
En el espacio mudo e irreal del péndulo
En el que la memoria las proyecta
Sobre el débil lienzo de la imaginación.
Lo que hay  en la memoria es la nada del mundo.
Lo que somos no conoce otra voz.
Su música nos llama, pero no nos responde:
Cuando llega a nosotros aquel no es nuestro yo.
Ya no nos pertenecen 
Aquellas tristes tardes de domingo de invierno
En las que el cine improvisado dentro de las casas
Era un subterfugio
Para huir del monótono ritmo de los días
Y conjurar otra realidad,
Que no era exactamente la del cine
Sino la que imaginábamos nosotros
Bajo el torpe correr del celuloide
A la luz de unas lámparas de cristal color plata
Que  encendían dentro de nosotros 
Una  multiforme y difusa ilusión
De que algo nuevo y distinto
Iba allí de pronto a suceder.
Pero nunca pasaba nada, 
Nunca pasa nada
Salvo las ilusiones que ponemos
En eso que se supone va a pasar. 
Por razones que ignoro y no vienen al caso
Aquellas viejas máquinas de cine
Fueron siendo sustituidas poco a poco
Por la televisión
Y se inició así la decadencia
De aquella infancia mía
Antes de convertirse en juventud.
No sé por qué recuerdo esto 
Esta mañana,  cerca de Florencia,
Donde todo es de oro 
Y millones de ángeles 
Alancean el aire
Con un sinfín de alas
Que hieren la visión.
Ignoro qué registro tenemos de las cosas,
Pero algunas perduran en nosotros 
Como, en el verano, 
Los fáciles compases de una trivial canción.
Las conservamos 
Y en un momento dado afloran de su pecio
Desde el olvido en el que permanecen
Como tantos objetos de la vida
Y como las vivencias que les dieron
Su antiguo resplandor.
Todo está vivo y muerto al mismo tiempo.
Todo fluye por un río sin fin.
Nada comienza:
Lo que digo y yo ya estamos muertos
Como lo están estas tardes de cine
Que, a la luz de aquellas viejas máquinas 
Que nos lo proyectaban,
Esta mañana, cerca de Florencia,
He vuelto no sé  por qué  a  recordar.
Será que la memoria tiene su vida propia
Y que la nuestra se pliega a sus caprichos
Que, a su imagen, componen nuestra realidad.
Nos pueblan los fantasmas
Como sombras de un cuadro imaginario
En el que se refleja
Lo único real que nos pasó.
Aquellas largas tardes de domingo de invierno
En las que vimos proyectadas
En las cómicas figuras de otro tiempo
La pantalla perdida para siempre
De la única vida que merece vivirse: 
La de los dulces días de la imaginación.
El resto es calderilla y en muy poco consiste,
Pero esa otra vida, de la que ahora hablamos,
¿dónde transcurre, dónde
si no es en el yo,
ese lugar vacío donde no vive nadie,
nunca ha vivido nadie
sino sólo el dolor?
¿A qué lugares muertos
su olor nos aproxima?
¿Qué perfume de tiempo
hay dentro de su olor?
Como una tumba etrusca transcurre la existencia,
Aunque su desarrollo es más bien al revés.
Las figuras sedentes que nos miran, no hablan:
Comen el oro de los días
Y se beben de un trago su difícil color.
Nada los turba sino un sol de bronce
Que divide las horas 
Según su inútil resplandor.
Lo que queda de ellas lo baten
Los muertos en la  fragua
Y cocinan con ello un líquido fulgor
Donde las piedras sin idioma hablan.
Nosotros asistimos a su conversación:
Los oímos hablar en la distancia
Y creemos que somos nosotros,
Pero son ellos quienes hablan y hablan sin parar.
Los escuchamos  como en el cine mudo
Se escuchaba  la inexistencia misma de las voces
Que estaban, como éstas,  sonando sin cesar,
Que seguían sonando,
Que siguen todavía sonando
Como éstas.
Por eso las oímos
Las tardes de domingo de invierno
Como un coro de ánimas
Que sonara y sonara sin cesar.
¿Y qué es el yo sino un coro de ánimas?
¿Qué es el yo sino las voces de un vacío lugar 
en el que nunca ha sucedido nada?
Yo he estado en él
Algunas tardes de invierno en los domingos
En las que el cine de otro tiempo añadía
A la lenta miseria de las cosas
Un raro y tibio resplandor: una
Inespecífica nostalgia
Que es tal vez la que siento
Mientras escribo este extraño poema
En el que vuelvo a estar,
Acaso para siempre,
Dentro y fuera de mí
Como en las tardes de  cine 
Los domingos de invierno
Cuando aún ignoraba 
La existencia del tiempo
Y no tenía idea de que existiera el yo.
Exactamente igual que hoy
Que he vuelto a  estar  fuera del yo
Porque he vuelto a estar también  fuera del tiempo.

              

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