DE VITA PHILOLOGICA
La vida me ha hecho lírico -o como otros dicen, egotista- ahogando en mí, gracias a Dios Todopoderoso, a aquel sabio en ciernes. Pero a las veces echo de menos a aquel muchacho de veinticinco años, tan leído, tan erudito, tan científico, tan objetivo -creo que se dice así-, tan cargado de citas y de teorías de otros (Miguel de Unamuno)
Lo que debo al latín son muchas cosas. Para empezar, mi sensación de lengua, tan diferente a la ilusión del habla, y la idea de que todo lenguaje es - y es sólo - un acto de pensar: un pensamiento erguido sobre un sinfín de ejes, tan exactos como sus mecanismos, que construye, sobre sonidos puros, la arquitectura de una identidad. Pero no sólo eso - que es inútil y cierto, y cerebral también y hasta pedante - sino el recuerdo del resplandor de tardes en que aquello que el texto me oponía era un placer semántico que me transfiguraba como en un limbo de inteligencia pura en el que la sintaxis de las frases y las palabras se correspondían y en el que cada esfuerzo presuponía otro y éste entrañaba el placer de encontrar otra dificultad. Yo crecí bajo la sombra de los diccionarios y creía que el mundo era un texto preciso con sintaxis exacta que cada tarde había también que analizar. Crecí feliz entre un viento de páginas. Luego me cambiaron el código y la clave de cifra y me quedé sin nada que leer. Soy feliz por instantes, pero mi traducción del mundo resulta cada vez más imperfecta: me equivoco en los verbos, no acierto con los modos, se me borran los tiempos e, incluso, me confundo de caso o de flexión. Cuando esto ocurre - y me ocurre a menudo - recuerdo aquellas tardes de sintaxis perfecta y hermenéutica lúcida, en que el perímetro del tiempo eran mis diecisiete años y el espacio del mundo, sólo mi habitación. La lectura de un texto nos hace personajes y la vida, también. Nuestra vida es un texto al que le faltan páginas y las lagunas existentes dejan no sólo abierto el blanco de los márgenes sino que, hasta en el mismo texto conservado, surgen siempre imprevistos vacíos que hay que completar. Feliz de aquel que puede fijar su vida como si fuera un texto, desechar disparatadas conjeturas y optar por una sola y única lección. Yo he perdido mi texto, y la vida me arrastra mientras yo la recuerdo como a sus paradigmas y al antiguo muchacho que imaginé yo mismo y que llegó a llamarse incluso como yo. Lo peor de ser joven es que no se distingue entre la realidad del ser y su gramática y se hace metafísica del detalle más nimio y se eleva a sistema el dato más trivial: se confunden los ejes de sus dos mecanismos y, al intentar cambiarlos, chocamos con los límites de nuestro pensamiento y vemos lo perfecto de todo raciocinio y lo imperfecto de todo lo real. Por eso he amado el río de la lengua y he recorrido a pie casi todo su curso en un fallido intento de llegar a sus fuentes y beber la primera palabra originaria por si en ella se oía, sin manchar por el hombre, un sonido perdido, algo que todavía pudiera valer como verdad. Yo no lo escucho, pero sé su existencia. De nada sirve todo el conocimiento ni la interpretación más sólida o brillante, ni la idea más lúcida ni el juicio más feliz. De nada sirven, cuando se viste sólo de prestado o se vive en un alma fiada o de alquiler; cuando no hay propiedad sin hipoteca y hasta la muerte viene con su factura del agua o de la luz. El latín concedía cierta pasión al orden. En el orden de ahora la sintaxis funciona por completo al revés: sólo hay pasión allí donde hay desorden, y el ritmo de las frases es un anacoluto en el que los meandros de la vida alteran la consecutio temporum y la atracción de modos impide la exacta percepción de lo real. Me gustaría poder abrir sin más el diccionario de una lengua que careciera de gramática; de una lengua cuyos sonidos fueran sólo el ritmo de la pausa de una sucesión y de la que pudiéramos saber toda la historia, su evolución, sus fases, sus etapas ... todo salvo el preciso sentido de sus términos: una lengua, como nosotros mismos, condenada a su forma y a carecer de significación. La hermenéutica es una ciencia pía: una experiencia casi religiosa, cuya praxis consiste en alterar el orden de la sintaxis órfica y convertir el sentido del mundo en un catálogo de frases de liturgia y en el ficticio orden de un ritual. En el latín... ¡qué seguro era el mundo y su belleza exacta cómo recomponía el orden que rompe lo real! Nada más bello que aquellas trampas de la inteligencia con puentes levadizos y palancas movidas y accionadas por una leve cifra de su vocabulario y un sistema muy próximo al del propio pensar. ¡Qué perfectos los casos y las declinaciones y cómo los añoro cada vez que en la vida me siento naufragar! Son como mástiles que aguantan la tormenta y avanzan en la noche a través de la bruma como un buque fantasma que tuviera velamen y no tripulación. ¡Cómo siento de firme la fuerza de su lengua! ¡Cómo viene y dirige mi torpe maniobra, rectifica mi rumbo y aguanta mi timón! El latín es un agua profunda que sostiene todas las superficies y que crea en los mapas la ilusión o certeza de que hay un punto exacto o alguna idea firme o una isla segura o la existencia de un lugar más allá del lugar que se hunde y flota al ritmo y al vaivén de las palabras y que reaparece cuantas veces perdemos de vista el horizonte o el dolor nos borra de los ojos las figuras que forman la ficción o relato de nuestro recorrido y nos fija como un punto de amarre a una playa lejana que se mueve, como la luz dentro de la memoria, entre el latido regular de un péndulo y la átona música de una muerte perfecta cuyas aguas sonaran siempre al mismo compás. Eso por consignar sólo la metafísica y no los años sórdidos en que viví de él. No: no es la especialidad lo que de su filología me interesa sino la vida que hay entre los márgenes de un libro hecho de tiempo cuya lengua podemos, sin hablarla, leer. Ese libro del que todos podemos ser gramática, esa lengua que ya sólo se escribe, ese tiempo que ya sólo es lugar. Feliz de quien no tiene que traducir el mundo ni siente necesidad o afán de interpretarlo porque sabe que lo que afirma al hombre no es el sentido sino la sucesión. Vivir consiste sólo en sucederse, como un anfibio, en las aguas de un yo terco y fugaz que se confunde sólo con su costumbre.
EL ORO DE LOS DÍAS
Cuando, en mi memoria, la veo detenida en un brillo de espejos que reflejan la vida y que tal vez la fueron o la son, qué perdida mi juventud resbala por el aire. Imprecisa espuma y ala y ola profundas en la brisa que yo no supe entonces y no sé todavía, pero recuerdo a veces. ¿Viví, viví: vivía? Su dolor es quien dura dentro de mi sonrisa. Es su dolor de acero, de zinc, de mordedura. Es el dolor certero que deja su figura: dolor de la memoria del oro de los días. Dolor de haber creído vivir mientras leía. Dolor de no haber sido y no ser todavía y nunca poder serlo ni en una nueva vida. Porque, después de todo, vivir, vivir - ¿vivía? - tiene sentido sólo en una sinfonía ¿y dónde los acordes; dónde, la melodía? Recuerdo, sí, recuerdo el oro de los días: la luz de sus mañanas metálicas y limpias; el sol en las ventanas, en las torres y cimbrias; el destello del cielo aquella tarde en Niza y la forma del hielo, otra tarde, en Suiza. Recuerdo que recuerdo, sobre todo, ceniza. Recuerdo que recuerdo fragmentos de mi vida. Pero ¿de quién: de otro, de mí, de ella misma? Existe sin nosotros todo lo que nos mira. Un dios pulsaba el aire y otro lo tañía. Nevaba sobre el Néckar. Había también islas. El nácar de la nieve redondo parecía. Florecía en el malva de la carne. Tenía resplandores de oro su lenta fronda fija. Recuerdo que recuerdo sus murallas erguidas- adarves de alabastro, dovelas opalinas. Dolor de su recuerdo es esta despedida, esta página vuelta del oro de los días. Pero nosotros ¿dónde, en qué mirada fija podremos apoyarnos para fundar la vida, si todo su lenguaje ya no nos ilumina? Palabras y palabras ganadas y perdidas. Yo que amé su perfume, descubro las imágenes de las que son ruina. Recuerdo, sí, palabras: las palabras perdidas. Tal vez estaba en ellas, no en mí. Yo no sabía. En el nácar del Néckar veo el zinc de sus islas. Allí estaba, allí estuvo mi juventud perdida. Tú que me lees no sabes dónde el texto termina. Las palabras empiezan a ser - y son - más vida. Paisaje de nosotros, paisajes de la vida, sus aguas son mensajes; sus luces, ocarinas. Recuerdo que recuerdo el oro de los días. Recuerdo que recuerdo su materia ya sida. Su memoria recuerdo: su carne fugitiva. Sus señales escucho: sus salvas suicidas. Olor de las tormentas de tantas tardes idas. Idas ya para siempre y para siempre sidas. En vosotras, mañanas de escritura lumínica, estaba ya la nieve del día diluída. ¡Qué cerámicas noches húmedas y distintas con su roce de sedas y faldas femeninas! Con su aliento profundo de velas derretidas y destellos de bares en sus luces fundidas. Neones de los cines en sus medias. Bebidas en sus labios. Los ojos con una idea fija. Duplicado deseo de serlo todavía, miro hoy los espejos de lo que fue mi vida. Azogada acuarela, iridiscente línea, ¿en qué país buscarte, móvil ciudad perdida? Tú nunca vuelves: tienes lugar en otros días,en otro tiempo y otro espacio sucedida. También en otro cuerpo, también en otro clima. En otro, sí, en otro su impermeable risa. Tú que me lees no sabes nada, no, de mi vida. El poema traduce experiencias vividas. Experiencias: visiones en la memoria sidas. Experiencias: canciones cantadas y leídas en el cuerpo del libro único de la vida. En ese libro único tu página está escrita. Viviste allí las horas del oro de los días. Viviste y bebiste su líquida caricia. Sus imágenes vuelven en ráfagas precisas. Remuéveles su fondo de fresas y de fucsias. El oro de los días vuelve hoy de visita. Tal vez es otro oro. Tal vez son otros días. El poema recoge las páginas perdidas: las que el cuerpo recuerda y el alma nunca olvida. Estrofas de la carne para siempre ya sida, el oro de las horas del cobre de los días. Estrofas de la carne, adiós. Adiós, mentiras de mi pobre moneda en curso todavía.
RETRATO DE AUSENTES
Cómo eran, Dios mío, las sesiones de cine Improvisadas dentro de las casas Con películas “del Gordo y del Flaco”, De “Jaimito” y de aquel pobre idiota Llamado “Tomasín”. Padres, tíos y abuelos rememoraban Ideales momentos de infancia o juventud, Mientras un aire turbio, de triste blanco y negro, Llenaba el espacio, no menos triste acaso, De aquella habitación. A las seis o las siete Los domingos de las tardes de invierno El cine era un minúsculo zoo Donde un tiempo irreal superaba el histórico Con las nostalgias, en los mayores irredentas, De un pasado más puro, más pleno o más feliz. Yo no tenía los suficientes años aún para saberlo, Pero ya entonces me aburrían Aquellas carcajadas proferidas Por el insulso pretil de tantas bocas Que, con restos aún de la merienda entre los dientes, Intentaban combatir a cualquier precio La miseria de la mentira, el silencio y la desolación. Ahora que aquellas viejas máquinas de cine Han desaparecido de las casas, Como casi todos mis mayores Que hacían posible aquella proyección, Me ha venido a la mente su memoria Al ver una de ellas en una de esas salas de subastas Que renuevan el tiempo Y, con él, la simultaneidad de ejes del dolor. Vuelvo a ver las películas Y, más que a ellas, veo la oscuridad De cuanto funda todo tiempo presente Mientras la nada de las cosas teje Una no menos falsa claridad: Ésta con la que miro Aquel tiempo pasado hecho presente ahora Por una concreta coincidencia Basada en una fugaz asociación. Tal vez lo que ahora pienso De aquellas tristes tardes de domingo de invierno No era del todo así, y soy víctima De otra más de las trampas del tiempo Que añade a lo ya sido El óxido también de lo que no pasó. Tal vez sólo por eso recuerdo hoy Las tristes tardes de domingo de invierno Que duraban acaso demasiado O, al menos, tanto como todavía las recuerdo En el espacio mudo e irreal del péndulo En el que la memoria las proyecta Sobre el débil lienzo de la imaginación. Lo que hay en la memoria es la nada del mundo. Lo que somos no conoce otra voz. Su música nos llama, pero no nos responde: Cuando llega a nosotros aquel no es nuestro yo. Ya no nos pertenecen Aquellas tristes tardes de domingo de invierno En las que el cine improvisado dentro de las casas Era un subterfugio Para huir del monótono ritmo de los días Y conjurar otra realidad, Que no era exactamente la del cine Sino la que imaginábamos nosotros Bajo el torpe correr del celuloide A la luz de unas lámparas de cristal color plata Que encendían dentro de nosotros Una multiforme y difusa ilusión De que algo nuevo y distinto Iba allí de pronto a suceder. Pero nunca pasaba nada, Nunca pasa nada Salvo las ilusiones que ponemos En eso que se supone va a pasar. Por razones que ignoro y no vienen al caso Aquellas viejas máquinas de cine Fueron siendo sustituidas poco a poco Por la televisión Y se inició así la decadencia De aquella infancia mía Antes de convertirse en juventud. No sé por qué recuerdo esto Esta mañana, cerca de Florencia, Donde todo es de oro Y millones de ángeles Alancean el aire Con un sinfín de alas Que hieren la visión. Ignoro qué registro tenemos de las cosas, Pero algunas perduran en nosotros Como, en el verano, Los fáciles compases de una trivial canción. Las conservamos Y en un momento dado afloran de su pecio Desde el olvido en el que permanecen Como tantos objetos de la vida Y como las vivencias que les dieron Su antiguo resplandor. Todo está vivo y muerto al mismo tiempo. Todo fluye por un río sin fin. Nada comienza: Lo que digo y yo ya estamos muertos Como lo están estas tardes de cine Que, a la luz de aquellas viejas máquinas Que nos lo proyectaban, Esta mañana, cerca de Florencia, He vuelto no sé por qué a recordar. Será que la memoria tiene su vida propia Y que la nuestra se pliega a sus caprichos Que, a su imagen, componen nuestra realidad. Nos pueblan los fantasmas Como sombras de un cuadro imaginario En el que se refleja Lo único real que nos pasó. Aquellas largas tardes de domingo de invierno En las que vimos proyectadas En las cómicas figuras de otro tiempo La pantalla perdida para siempre De la única vida que merece vivirse: La de los dulces días de la imaginación. El resto es calderilla y en muy poco consiste, Pero esa otra vida, de la que ahora hablamos, ¿dónde transcurre, dónde si no es en el yo, ese lugar vacío donde no vive nadie, nunca ha vivido nadie sino sólo el dolor? ¿A qué lugares muertos su olor nos aproxima? ¿Qué perfume de tiempo hay dentro de su olor? Como una tumba etrusca transcurre la existencia, Aunque su desarrollo es más bien al revés. Las figuras sedentes que nos miran, no hablan: Comen el oro de los días Y se beben de un trago su difícil color. Nada los turba sino un sol de bronce Que divide las horas Según su inútil resplandor. Lo que queda de ellas lo baten Los muertos en la fragua Y cocinan con ello un líquido fulgor Donde las piedras sin idioma hablan. Nosotros asistimos a su conversación: Los oímos hablar en la distancia Y creemos que somos nosotros, Pero son ellos quienes hablan y hablan sin parar. Los escuchamos como en el cine mudo Se escuchaba la inexistencia misma de las voces Que estaban, como éstas, sonando sin cesar, Que seguían sonando, Que siguen todavía sonando Como éstas. Por eso las oímos Las tardes de domingo de invierno Como un coro de ánimas Que sonara y sonara sin cesar. ¿Y qué es el yo sino un coro de ánimas? ¿Qué es el yo sino las voces de un vacío lugar en el que nunca ha sucedido nada? Yo he estado en él Algunas tardes de invierno en los domingos En las que el cine de otro tiempo añadía A la lenta miseria de las cosas Un raro y tibio resplandor: una Inespecífica nostalgia Que es tal vez la que siento Mientras escribo este extraño poema En el que vuelvo a estar, Acaso para siempre, Dentro y fuera de mí Como en las tardes de cine Los domingos de invierno Cuando aún ignoraba La existencia del tiempo Y no tenía idea de que existiera el yo. Exactamente igual que hoy Que he vuelto a estar fuera del yo Porque he vuelto a estar también fuera del tiempo.