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Javier Ramón Jarne

 

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DE ELEGÍA DEL CÍCLOPE

 

El amante

 

Me desnudé del tiempo

y casi se cae de la mesilla

como un gong en el silencio

borroso.

 

Oía el acompasado borboteo

de las manecillas

cuando los nubarrones

me dejaron sin aliento.

 

Supe que no resolvería nada

dilatando

cada vez más el verde

de la colcha.

 

Garabatee en el portal

que ella había dejado

disimuladamente abierto

entre puntillas de encaje.

 

Se desveló

como un relámpago

rasgando la tarde

que no me ibas a dejar

en la estacada.

 

Aguzando los dedos

entre su cabellera rubia

para cerrarle los ojos

la besé como haría un marinero

porque aquella única cita

no disipaba el naufragio.

 

La gocé desde la cabecera

hasta el muelle

rizando suspiros

en el zócalo rojo

en el ángulo más profundo

del vientre deshabitado

de la cancela.

 

Era un día de otoño

impredecible en la dirección

del viento,

nada prudente

antes de embarcarse,

en el silencio embarazoso,

para contarle el viaje

de los otros.

 

Aún negué con la cabeza

robándole la sonrisa

para zarpar entre sus brazos.

 

Tu no te inquietes,

verás como crece la sangre

entre los muslos

y el no habrá existido.

 

Al apagar la luz

noté su mano fría,

sus ojos acostados

mirando hacia el futuro

con desdén,

en medio de la tarde.

 

Abrí mi maletín

como el que abre su corazón

para hacer balance

de la oportunidades,

de las cicatrices de los muertos,

de la inútil expiación.

 

Para seguir escribiendo

miraba trazos brillantes

después de restregarme los ojos.

 

Tu no eres para mi.

Como este muro desconchado

no llama a la esperanza,

¿podría yo trasladarme

a tu regazo?

 

Desamueblado y muy lejano

no podría resistir

otro embate mas

de su mirada entreabierta,

me reprocharía las manchas rosadas

en la blanca camisa de los días

de fiesta,

como las uñas de luto

después de sondear la tierra.

 

Era una culpa muy honda

que empozada en un labio

me perseguiría un día lluvioso

para anidar en cualquier derrumbe

 

Si ella no me despechara

en su limitado horizonte

de palabras susurradas

lánguidos abrazos

y sospechas,

sabría lo que no era mío

respirando, boqueando

el último cigarro,

cuando el alba

se colara entre los gallos

sobre la cama

como el olor a café

después de una tormenta

del alma.

 

 

 ***

 

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DE LIBRO DE LOS COMETAS  
Memoria de la Esfinge

 

Que nadie se enoje si mirando a la tierra

ignoro una forma bella,

una presencia de luz única.

Voy cabeceando, uncido

como un buey tirando de un carro

y si me encuentro contigo en cualquier camino

y no te reconozco, no me desprecies.

 

Aunque tú no sólo existes como figura alada,

tu blanco rumor no siempre es claro

y la luna huye también de tus palabras noches,

de ese aliento húmedo que exhala la tierra,

de tu ceñuda frente para juzgar la luz,

de tus parpados cerrados para ocultarte

del forcejeo de las manos.

 

Sentada indolente adoptas la postura

que es el perfil de siempre,

como si fueras plana desde ese único ángulo.

Es la forma de una roca

que parece una cabeza mutilada,

un torso caído

sobre peces flotando en una nube,

un cenotafio cuyas inscripciones

han sido borradas.

Ya no importa la estela que dejes,

será un reguero de sangre seca,

polvo anónimo al final de un linaje agotado.

 

Pero ellos ya no se preguntan.

Rodean el pozo de los muertos

con palabras afiladas.

Son moscas zumbando, golpeándose

contra el cristal del tiempo

por una gota de sangre.

Atraídos por su propia imagen

multiplicada,

solos, orinando sobre la tierra

como si lloviera en sus almas

diminutas y crearan una tormenta

que les aniquilara,

tienen una existencia efímera

son granos de arena,

libélulas,

estrellas fugaces

y la naturaleza no guarda memoria de su paso.

 

 

***

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Prolongación de la vida

 

 

 

En la trinchera la muerte afila su guadaña acostada en el humo. Como una abeja reina, bajo el parapeto, él estaba preñado de promesas, presentía las corrientes de agua y en los días despejados anunciaba las tormentas. Era un oráculo, estaba plantado en la tierra y percibía cualquier estremecimiento. Entre un instante y otro sentía el temblor en el paisaje, como si los puentes estuvieran vivos y mecieran un coche de caballos, trotando sin moverse en el amarillo titilante de los álamos, con una muchacha agitando el brazo en un adiós permanente. Un día no vio venir a la muerte. Quizás sus pies dejaron de sentir el magnetismo terrestre. El brillo del cuchillo cruzó una nube gris y la sangre y el agua regaron la tierra, se filtraron hacia las profundidades. El aliento frío y reseco de la muerte aquietó los labios y fijó la mirada en el vacío. Entonces nací yo a miles de kilómetros y mi madre me dio agua rosada, filtrada desde su herida tan lejana.

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