ALEJANDRA PIZARNIK ABRE SU CUADERNO DE APUNTES
A Jorge Arturo
El hombre que saca la cabeza del agua, es un pez que se asfixia. El pez que mete la cabeza en el agua, es un hombre y se ahoga. El poeta escribe en la línea del agua, y se asfixia, y se ahoga.
LUGAR
Lugar, es el nombre del animal más grande de la tierra. Hay quienes aprovechan su sombra y no saben que existe. O beben su saliva y lo confunden con un río. O duermen en los huecos que dejan sus pezuñas en la tierra y piensan que la tierra es así. Los exiliados cargan sus pedazos de tiempo. Otros clavan zapatos en el barro. Hay ciegos que cambiaron la vista por una certidumbre. Algún dios carpintero que fabricaba muebles repite la sentencia: “un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar” Pero los desaparecidos, ¿dónde están? Todo es ajeno aquí. Somos los extranjeros de un lugar que era nuestro. El deseo escribe en un libro sin hojas. Alguien se prende fuego envuelto en un secreto. Hay quienes buscan que el amor les corrija la rabia. Otros rezan, divisan un lugar después de este lugar. Está el que desespera: “si ese animal ocupa tanto espacio, ¿por qué no puedo verlo? Unos pocos eligen atravesar un sueño para llegar a un sueño. ¡Ah, si el silencio dijera sus lugares! Ahora, cada baldosa es un campo de caza. En días por venir, alguien escarbará en las preguntas hasta desenterrar un fémur, algún diente de lo que fue un lugar. Pero no en esta casa con un piso de viento. Nadie se mueve aquí, es el gran día. Reparten un desierto entre todos los hombres.
EL PELUQUERO
a mi abuelo Santiago
Asentaba navajas en un listón de cuero, porque era su trabajo arrancarle a los rostros sus animales muertos. Hacía barba y bigote para el espejo atestado de gente. Su navaja pulía aquella superficie, rasuraba los rostros del espejo y haciendo su trabajo, ¿afeitaba al espejo? Era más chico que un tarro de gomina Brancato mi abuelo, pero una cabeza más alto que la muerte. Invitaba al cliente sacudiendo una toalla y el cliente ocupaba aquel sillón Dossetti de madera y entraba en el espejo. El estilista hablaba solamente con su tijera y cuando ella por fin tenía la lengua desgajada hacia un lado, él el decía: “servido”. Mi abuelo maquillaba al espejo con estrellas de talco y usaba un pulcro saco blanco. La muerte –que también es prolija– le envidiaba su colección de peines. Un día la muerte, que hojeaba una revista deportiva, dijo: “me toca a mí”. Y ocupó aquel sillón, despatarrada y con un remolino en la cabeza. “Tiene un pelo difícil”, dijo sin voz mi abuelo. Después, la muerte asentó su navaja y haciendo su trabajo, ¿rasuraba al espejo? El peluquero se marchó bajo un cielo cualquiera con estrellas de talco. El espejo se pasó la mano por la cara afeitada, suave, como un recién nacido.