Epifanía
A mi madre
Brillaba la mañana.
Venia la marea, con sus copas teñidas
en la espuma del viento.
Y tú permanecías silenciosa.
Tu mundo era pequeño:
la casa, los paseos por el sol del verano
y aquel rincón tan intimo
donde tenían vida las sombras de los cuentos,
donde la luz caía.
Pero algo te impulsaba
a aquella comunión con otros seres,
y te quedabas triste cuando se habían ido.
Tu madre, aquellos párpados de azucena y escarcha,
siempre estaba contigo:
compañera en la noche del desvelo
y a la sombra apacible de los días felices.
Y luego llegarían las figuras soñadas,
instantes que se pierden por linderos de niebla.
Y sentada a la orilla,
esperabas los ecos de otros mares lejanos.
(Epifanía de la luz)
***
De cine
Hacía primavera en torno nuestro.
Salíamos del cine, ¿de los Goya?,
pletóricos de luna y sensaciones
a flor de corazón.
La gente iba dejando en el armario
abrigos y crepúsculos.
El aire iluminaba las miradas.
Qué grato era sentir todo en su sitio,
los nombres, las historias, o aquellos personajes
en la frontera misma de la vida y la magia,
sencilla, de los cuentos.
¿Recuerdas?, sucedía en la Argentina,
bajo la piel más pobre del planeta
y los astros más puros.
Los padres, la otra hermana, el visitante,
o ese joven ingenuo que iniciaba
su marcha hacia un espacio hermoso, digno.
Salimos de la sala con regusto
a vida y plenitud.
Y fuimos paseando, calmamente,
a hacer unos recados:
la tienda de deportes, la de música,
y luego el hotelito aquel, tan de otra
estación, presentida sólo en sueños.
Citado nos hubimos con dos buenos poetas,
de esos seres que exhalan océano y penumbra,
y amor, y oscuridades, y promesas.
Hablamos de lo humano y lo celeste,
del alma de las cosas, de esa historia
vivida en plenitud en la pantalla.
Cada cual ocupaba su lugar,
y era grato sentirse, así, entregados
al aire de la tarde, a la existencia
aceptada en su hondura en cada esquina,
en cada pliegue mínimo y su noche.
Nos fuimos, lentamente, paseando
por calles y recodos, y placitas,
hacia El Ángel Azul.
Subía un suave aroma a desperezo,
a plácida terraza, a cielo libre,
a zumo de naranja y confidencias.
Las mesas agrupaban, una a una,
miradas y susurros, cuerpos cálidos,
silencios modulados levemente.
Te presentí cansado por momentos.
¿Qué nubes empañaban aquel claro de luna
que se nos daba pleno, rebosante,
una tarde cualquiera del mes de la esperanza?
¿Acaso fuera el curso?, ¿tanta urdimbre
incierta de futuro?, ¿o la hojarasca
que te iba ya rugando el corazón?
A veces, bien lo sabes, no responden
cuando, henchidos de luz y de ternura,
llamamos a una puerta. Te iba hablando
de aquellos sueños puros que nacieron
en un viaje reciente. Vislumbraba
como un lugar propicio a lo más íntimo,
a una espera fecunda, al despertar.
Cada cual habitamos un pequeño
universo de amor y atardeceres,
y te ibas tú venciendo por llegar
a esa luna interior que iluminaba
extrañamente el bar, las formas, los rincones.
Charlando, sin sentirlo, se hizo tarde
y tomamos un taxi de retorno
a la casa, a la noche, a los quehaceres,
al entorno real de cada hora.
Fue un ocaso feliz, hoy remansado
en un sabor a entrega y armonía
grabado a vida y fuego. Estaba plena
la luna aquella noche.
Hacía ya principios de verano,
allá, en el corazón.
(En luna llena)
***
Deja blanca la mente
Deja blanca la mente, como sábanas
de un crepúsculo en paz,
y ese temor inmenso de los rinocerontes
que cruzaron el río para siempre.
Con sílabas de barro modelamos la vida,
como el niño que juega al arcoíris
y le otorga el añil, el blanco, el escarlata.
La noche se entreabre, silenciosa,
en el ávido vientre de la luna.
Y un deseo de lluvia descorre los pecíolos.
Las figuras devanan el último ovillo de las nubes,
y conforman de nuevo el pensamiento
sin poder cancelar la ley de los presagios y la tierra sin luz.
Un perro aúlla al fondo de montañas nevadas,
en tanto que esperamos el reino de la esfinge
y la puerta de nácar sin retorno.
¿Soñaremos por siempre? ¿Desvelados?
(Pájaros de silencio)