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Marian Raméntol

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CON EL AIRE ENCADENADO AL LUTO DE LAS VENAS

 

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Duele la piel y el ácaro que rueda entre los huesos,

su temperatura sin flores en la boca

como póstuma tristeza

anidada en la axila de un mundo de sangre discontinua,

con harmónicas entre los dientes,

espejos en el pecho

un peine de concha en el bolsillo, manchado de hierba grave,

girasoles de cartón,

polizontes que comulgan con la arena mordida,

de color callado y vientre sin metralla.

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Duele la densa cabellera de los besos

que son cintura, inquilinos de mis sienes,

el roce preciso que necesita el dolor,

la felicidad del secreto, el rojo enredado

en la lágrima cuando es cicatriz sobre los charcos.

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En el llavero de todas mis muertes,

llevo la frontera de las manos,

mares de burbuja, frágiles desde lejos,

desenfocados, insospechables, febriles,

empeñados en poner palabras redondas

en labios viudos que se citan en la orilla.

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Y duele. Duele la canción prófuga de papel

y el blanco de las bocas, con el aire

encadenado al luto de las venas,

qué lástima da verla convertida en una caricia

experta en herir los azules que nunca respiran,

aquellos que perdieron el lamento en alguna zanja,

y ahora ya no encuentran trinchera

donde apoyar la mejilla.

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Deja que flote, por favor,

déjame abrazada al contagio del silencio,

con el nombre puesto, rígida de luna,

con la promesa de abrirme al pájaro,

a la copia en blanco y negro de mi frente,

deja que se vayan los verbos,

y el sudor de sus conjugaciones,

déjame en esta ciudad como cuchillo

y en el ruido de su corazón cuando calla.

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TODO SE ORGANIZA EN ESTE MAUSOLEO DE SOMBRAS Y ROSTROS FINALES

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Estamos solos en esta madriguera,

apretamos el acelerador sobre la axila del aire,

y dejamos que las vísceras del lagrimal

se traguen el cuerpo desceñido de las horas.

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Las curvas peligrosas del agua

se instalan en los ojos,

con los dientes puestos y sus luces desiguales,

sospechosas de crímenes y palabras encendidas

que se abrazan largamente a la tristeza,

mientras crece la sangre en la mano,

en la noche abierta al frío adolescente,

y le damos gas a la distancia inadvertida.

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También se visten de musgo riguroso

los pechos de la arena, los labios del gusano,

los párpados de las letras, su castidad blanquísima

acosada por el mar, por el mismo

mar que hunde las miradas de los besos,

abre sus venas, las chupa con rencor y las ama con sigilo;

todo se organiza en este mausoleo de sombras y rostros finales,

con el verde definitivamente enmohecido,

como los nombres de las promesas, como los sueños.

 
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UNA MANO RECIENTE, ME RENUNCIA Y ME ABSUELVE
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Un mar no es un sudario para una muerte lúcida.

(Vicente Aleixandre)

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Leo tu lengua, despacio, y descubro

en cada espora, entradas infinitas al infierno,

la luna sacrificada, estéril y neutra,

alarmas en el labio venenoso,

tardes de amianto en la pupila de los peces,

sabiamente dormidos, ascetas.

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Las acequias de carne incendiada

ya no hablan de auroras de cera,

ni del rojo oculto en los otoños,

la piel está quieta tropezando en el silencio,

y redonda se cae de las alas, muere poco a poco

en los asalariados corazones

que deben su alimento a la inopia de los párpados.

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El llanto cae azul sobre una mano, entera

y ordenada reparte la mentira del beso

entre los dedos más azules todavía,

de un frío inexplicable.

El meñique sobre una ciudad que rumorea

el color de los gatos,

el pulgar sobre la última habitación capaz de contradecir

la memoria de mis sábanas, los verdes proxenetas,

los ecos adúlteros de nata.

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Una mano reciente que sospecha de mi inmovilidad,

me renuncia y me absuelve.


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LA COBARDÍA DE SABERME CON LOS MÁRGENES LEÍDOS
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Más allá del nudo de dos lenguas en el aire

(Leopoldo María Panero)

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He roto con mi vida,

por disparar a través de mis pulmones

las formas carnales de un poema,

que sólo se escribe en la sentencia

del hueco de mi boca.

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He visto romperse el verbo

por la cobardía de saberme con los márgenes leídos,

más allá del nudo de dos lenguas en el aire,

en la penumbra de la página,

como piedra señalando la caída de mi nombre,

sobre saliva seca,

entre vocales desahuciadas y un sudor estéril

que no sale a la calle por temor a olerme.

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He visto cómo el corazón se hace frío,

con un llanto ilegal en cada mano,

me mira cobarde y se entretiene

en el surco justo del cerebro

donde un doble salto mortal significa

un paseo blando y largo

por el opaco mirador de la tristeza.


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YO, COMO MALLARMÉ, ME TAPO LA NARIZ FRENTE AL CIELO

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Las palabras portuarias

fondean la respiración despacio

como se hacen las cosas importantes,

y en las esclusas, cargan con el peso del sonido,

con el sudor de su plegaria dilatada

en sus mares de clausura,

se alimentan de las tónicas heces de sus madres,

prosódicos animales de brea en canales dragados,

malolientes, escamas de lujuria átona sobre la saliva.

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Las sílabas astilleras hacen blando el olvido,

los muñones del trazo

saben cómo esconder las vísceras de tinta,

para que nadie sepa dónde fue a parar

el signo de interrogación de su sangre,

el color de su desesperación

al llegar al borde de la blancura, al abismo

vertical de la página que muere al abrigo de las aguas.

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En ese escenario venenoso de martillos y punzones

donde la soledad de los containers es un paraíso

yo, como Mallarmé, me tapo la nariz frente al cielo.

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Las letras que mueren en el dique de la boca

deberían tener un réquiem en cada muelle,

un libro donde amarrar por última vez el iris

para que la gaviota, fiel,  estire el calendario

hacia el infierno y reafirme con el pico su existencia.

 
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UNA PROFUNDÍSIMA RAJA EN EL DELTA DEL AIRE

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Quisiera alejarme de esta emergencia

donde mis manos entubadas reniegan

de su maternidad,

partos que detonan el vidrio de la lluvia

mientras se coagulan los años,

junto con  todas las palabras

que juegan al escondite debajo de la lengua.

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Una profundísima raja en el delta del aire

y un horizonte muerto de sed, desastrosamente virgen.

Triste diagnóstico

para un futuro experto en desnucar

las horas que me nacen de los dedos.

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Quiero dormir en la lucidez del invierno

que llevo pegado al paladar, en el coma de mi orgullo,

en la mediterránea luz que sostiene mi nombre,

abrazada a los murciélagos, al sonido

de las moscas bajo el pecho, al dolor del aguarrás

sobre la tela, a las sílabas del monte,

y a todo cuanto quepa bajo el antifaz de un beso.

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© Marian Raméntol

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