Rosendo Tello
Biobliografía
Acuario
Ha pasado el verano y me encierro en el fondo
de mi cueva sonámbula. En tenue luz diviso
la confusión de dentro, y caballos marinos
que cruzan espantados por los muros del alma
con las crines al viento. Dentro el mundo se cierra
como un ojo perplejo y a la luz de las lámparas
se dibujan mi voz y mis palabras más húmedas,
con reflejos de acuario.
Ahora siento que el mundo
ya no me pertenece y que el tiempo que cerca
mi cuerpo no es el tiempo que fluye en mi interior.
Un jardín que entreabren manos blancas ausentes.
De ahí la luz confusa como de aire y sueño,
como de sol y luna en este cielo que anda
boca abajo y pensando.
Con otra piel me tiendo
a esperar de otro mundo que ilumine la estancia
de luz con rompientes cerradas y alma burbujeante.
Vivo un espacio mudo del que me siento ajeno,
levantado y sombrío en un chascar de espumas
en las salinas blancas donde los cuerpos ruedan
rozando unos con otros con rumores de goma
y hondas manos de cuero.
Me estremezco al silencio
de trompetas calladas que alguien suena en los muros
con máscaras que miran a través del cristal.
Tengo frío y no estoy acostumbrado
a andar por estas cumbres de la interioridad
sin que se vaya el alma y descienda a nevarme
los ojos encendidos.
Claridades de témpano
que atraviesa un crepúsculo de diamantes marinos.
Solo estoy, transparente, como esa sorda música
en que mi ser derrama sombríamente el mundo.
Arte real de representación
Que toda la vida es sueño
y los sueños sueños son.
(CALDERÓN DE LA BARCA)
Para JESÚS ARBUÉS
Sabemos de la vida por el arte
de quien la representa. Quizás por la certeza
de que andamos, despiertos, cada día ensayando
el sueño de la vida ante un espejo,
tan distinto a nuestra naturaleza
que dudamos de ser si no nos contemplamos
en escenario público.
Así, lo verosímil, semejante a verdad,
no es tal realidad, sino operar del arte,
y no suplantación
del mundo que estimamos real y verdadero.
Los hombres de teatro nos dejan la impresión
de que siempre andan fuera, de que, viviendo, actúan
frente a algún auditorio agazapado,
un tablado de sombras, como si no supieran
asumir el papel usual de la existencia.
Que el actor ideal es el peor actor
posible de la vida y sus excesos,
pues no es fácil hacer de la leyenda
asunto cotidiano o ejemplar de anonimia.
Quien dirige le dice al principiante: “Fíjate,
mira, así, que parezca natural”.
Y reproduce un gesto de imitación modélica,
discóbolo que fija un instante a su centro.
Mas ¿qué es lo natural sino el oficio excelso
en que debe afinarse toda naturaleza?
No en vano se nos dijo:
Esto debieras ser, o sé el que debes ser,
y si has llegado tarde ve a Colono.
Es decir, el sentido que daban los antiguos
a la calma del ser: catarsis, suspensión
de las leyes del mundo, la mirada asombrada
con que nos contemplamos más allá de nosotros,
que es sentir soberano y purificador
de sabernos más libres.
La irreductible inverosimilitud
por la que entramos en la luz del sueño,
habitantes de un sueño que no empañan
los sueños. Que la vida
no es sueño ni ficción lo sabemos después
de haber alzado en tablas el mundo verdadero
que es la realidad libre de lo real.
Canto a la luz amaneciente
Pues tenía que haber, y lo sabíamos,
otra manera libre de sentir la poesía
y azuzar en el sueño la bestia que conduce
corporales sangrantes hacia el centro en que alzamos
nuestras tiendas al viento, pabellones al sol.
Llegaba el mensajero de los ojos vendados
y de sus turbulencias, sus exasperaciones,
las huellas que dejaron sus pies sobre la arena,
aprendimos que el mar
no era el mar de delfines moribundos
y algas petrificadas, no el mar de los bañistas
que defecan al sol, sino el mar que buscábamos.
Y que el cielo tenía otros colores y palmeras
y que la luna no nos engañaba.
En la noche cerrada, a compás con los astros,
al ritmo de la sangre que templan los torrentes,
aprendimos a amar, a acariciar las flores,
a conjurar potencias salvajes de la tierra.
Pues tenía que haber otro silencio
que no fuera callar y sonrojarse
con el alba apagada entre las manos;
otras alas abiertas en las profundidades,
tal los pájaros bobos que, saltando a las rocas,
espantan las tormentas con picos amarillos.
Del sueño de los hombres
despertamos muy tarde, con la tarde
doblada en otras tardes, siempre tarde,
siempre lo mismo y siempre, noche negra tras noche,
a vueltas con el tiempo y sus cadenas,
la muerte y sus siniestras elegías,
a vueltas con la vida y sus engaños,
cansados de explorar fronteras y confines.
Y tocamos la piel de los leones,
besamos la armadura de sus garras sangrantes,
aventamos las botas astrosas del recuerdo,
las memorias dolientes del tiempo apolillado
y dijimos llorando como niños:
Esto sí que es amar, sentir y florecer,
coger, trenzar al hombre por sus almas,
correr, cantar al son de las estrellas,
remontando sembrados y alquerías de muerte.
Y en el mar florecía un mar instrumental,
con techo de palomas y cintura de algas,
y venían doncellas con cestillos de rosas,
se quebraban los muros y nosotros reíamos
a la sombra auroral de los cimientos
con piedras cinceladas al son de los canteros.
De la raíz del árbol regado por las lágrimas
hacia el rastro del sol que da paso a otros soles,
oyendo el canto lento de los fuertes
cuando la luna canta sobre las rastrojeras.
Concierto de corazones
A José Luis Corral Lafuente
Era la hora del atardecer. Estábamos
sentados a la mesa los amigos
y, cuando el sol caía, de lo alto del techo
de la sala donde nos encontrábamos,
iban cayendo pétalos de flores encendidas,
copos de sombra ardiente como lágrimas,
bengalas de la lumbre en el silencio.
Concordes en la voz, fundidos los amigos,
la mirada tendida hacia lo ancho
de la noche encantada como un mar de corales,
hablábamos sin fin sobre unos tiempos
ya en el tiempo soñados, pero aún sin vivir.
Y en la concordia libre de mentar los amores
vagábamos soñando en confidencias íntimas,
fuera los corazones, lejos los pensamientos.
Nadie era nadie allí, sino una sola
naturaleza, en unificación
del alma y ser de seres singulares.
Alguien decía, abriendo las ventanas:
“Ya veréis cómo vuelven a nosotros
los amores perdidos. Será así como un golpe
de luz o un vuelco de la voz o un gesto
los que inicien el ritmo cordial de los amantes”.
Se hacía el sol por dentro, un fuego oscuro,
materia del espíritu que alumbraba la casa,
ardía en los rincones, llamaradas en flor.
El fulgor de la luna lacaba la madera
dando brillo a los muebles y un azul sensitivo
de ojos que miraran por vez primera el mundo,
vibraba en los espejos, mientras el viento fuera
gemía en las terrazas.
Alguien al fondo pronunció palabras
que todos entendimos: “El que primero llegue
ha de llegar tan tarde que ya no entenderá,
pues los lances intensos de la vida
ya nunca se repiten”.
Jamás fueron tan expresivas las palabras
como en aquella libre intimidad que a todos
nos acogía. Nunca las horas parecieron
tan lentas y reales, plenas y verdaderas.
Conjuros a una muchacha muerta
Recordando a V. ALEIXANDRE
Una hermosa muchacha decía ante la tumba
de una muchacha muerta el poema bellísimo
que le dictó Aleixandre, poeta juvenil
del amor y la muerte.
Estaba arrodillada
con las manos alzadas hacia el cielo
y los labios abiertos a la tierra,
como si pretendiera sorber de un astillado
hueso primaveral el tuétano del alma.
Muchacha virginal que en unos versos,
cofre de estrellas o joyel de luna,
halló cobijo y fuente bajo luciente grama.
No era la hora aún ni de la destrucción
ni del amor, por más que un mal contrario,
cruzándole los brazos y secando sus venas,
pudiera haber cubierto de cenizas
las cuencas de sus ojos hermosísimos.
Con la malla de seda que aprisionó el diamante
del cuerpo no roído, con diadema oxidada
por el sudor del tiempo, respondía al conjuro
timbrado de la voz que le ordenaba alzarse
de sus mudas simientes.
Sonó el ruido feliz de alguna sombra
o madera que salta hacia su árbol
en pleno mediodía, pájaro melodioso
volando en el delirio de la luz
a nuestro alrededor.
Que así la vimos todos,
fuera de su lugar y del asalto
voraz de los roedores, en astillas volantes,
de su cuna excavada a su dosel de aire,
de sus pardos ajados a verdes bautismales,
del azul a sus oros, refulgente
en urna transparente.
Y muy cerca se oía,
sobre el silencio puro, cristalino,
su voz brotar de tierra, sorda como la tierra,
suspendida en el grito de alhelíes purpúreos
y violetas oscuras.
En el silencio helado de nuestros corazones.
Elegía lejana
Maduraron ya todos los trigales
y se aprestó el verano en su hamaca de mimbre.
En todas las esquinas suenan tubos de niebla
y cantan animales por las blancas almenas de la nieve.
Pero él ya no está. Se ha ido y no se oye más que el sol
cabrilleando en el agua. Podríamos recordar
su manera de hablar con los frutales,
la inflexión poderosa de su voz,
aquel mover los brazos contra el fondo del río.
Algún término suyo, como aquellos que dieron
templanza a su locura: corazón o campana,
y si apuráis un poco: árbol, doncella o niño.
Podríamos sentir el roce delicado de sus manos
en los tallos ligeros. Su vida ya es el patio azul de luna
en que cantan los pájaros. Pero él ya no está,
y no se oye más que un diente de león
que lleva y trae el aire hacia ningún lugar.
Florecen los almendros, brillan los rastrojales
bajo nieblas ardientes
y se ha escondido el sol con los aires de marzo.
En el mes más hermoso de un viejo calendario.
Quizás sea el momento de recordarlo libre como fue,
de tenerlo presente para que no regrese
por donde se marchó, por el reguero en sombra
de nuestros ojos húmedos.
Al país de su infancia, donde grabó una frase
legendaria en la piedra, como en la puerta
arrinconada y ciega
de su ciudad querida: Intus ego. Yo, dentro.
(De Confesiones en vísperas de domingo. Edición Homenaje al Autor. Zaragoza, 1996)
En el silencio azul
A mi padre
Se confundía el vuelo lento de los pájaros
con los peces voladores en el río.
Espada era la luz en el pecho del agua,
mientras se abría su tersa superficie,
y alzando los peces sus aletas de oro
rasgaban el cielo, impulsando los aires.
Quizás aquellos instantes que vivimos,
sabíamos que un día saltarían del tiempo.
Lo veo ahora después de tantos años
de mi vagar sin fin, en el trance encantado
de mi contemplación. El cauce se ha extendido
hacia el azul estancado para siempre,
entre el cielo y el agua, sin apagar su brillo,
pues cantan aún los mismos ruiseñores
que anunciaban el verano con su cántico.
Hoy veo una sombra en las orillas del río,
que lanza al agua sedales transparentes.
Las libélulas posan en las cañas del agua
sus antenas de perlas, y la luz va subiendo
en el claro vislumbre de una eterna mañana.
Un niño corretea sobre la verde grama
y el aire multiplica sus pasos en la arena,
al fondo de los árboles que filtran el rocío
candente de la lumbre en las frescas umbrías.
Atento como entonces al mirar sigiloso
de su padre en la orilla, que, sin soltar la caña,
vigilaba sus pasos. Y, viendo cómo en agua
callada se pierde nuestra imagen dispersa,
alguien permanece velando en la luz.
Por él sabemos que el azul es silencio.
En el tren, yo y mi doble joven
Me hallo sentado en un tren parado
y otro tren cruza enfrente, hacia oriente,
y creo que me muevo en dirección contraria.
No hay cambio que no finja ni traicione
toda experiencia.
En el tren avanza
un poeta joven que me hace guiños
y me dice adiós, en un trance de vértigo.
No me muevo y él viajará a sus juegos,
como quien va cantando, busca un mundo
que en sus delirios vio.
Acaso no sabe
si en algún incidente se perderá,
o lo que hay detrás de ese mundo oscuro
visto en sueños, qué hay detrás del silencio
que sigue a las palabras de esperanza.
Andamos unos pasos, y nos mueven
casos extraños, y nos hallamos siempre
en el mismo lugar.
Adelanta el tren
en viaje en vuelo por las vías del tiempo.
¿O quizás retrocede antes del final?
Extrañeza de una figura en el tiempo
No es la luz del sol, sol negro de centeno,
la que talló su rostro, ni la cuna de rosas
que segó su hoz, segador de las rubias
murallas de trigales en el postrer verano.
Tenía la oscuridad profunda de los posos
que echan humo al mirar, piedra blanca que cae
al ascender. Tuvo la lejanía
sensitiva de sus silencios musicales,
vacío o enmudecimiento de la voz,
cuando llegó la hora del destino.
Y en esa encrucijada, en que la luz decae
y otra se adelanta, afianzó los pulsos
que ejercitó en el curso azul de sus lances
donde templó su silenciosa vida.
De momentos extraños no fue la lejanía,
sino por la manera de hallarse en soledad.
El poema cantó el alentar de un tiempo
sin mediaciones, como un lento fluir
en los casos de sus revelaciones,
desligadas del trance de la muerte.
Geórgica imposible
Beatus ille qui procul negotiis
(HORACIO)
Yo podría haber sido agricultor, dichoso
en mi finca vallada con un seto de vincas.
Entre viñas e higueras pasaría las horas
sin envidiar a nadie, atento a los augurios
de mis antepasados, que a todo antepusieron
el arte de vivir en la serenidad
de acuerdo con la edad y sus ocios fecundos.
El olivo sagrado señorea la tierra
que heredé de mis padres, entreabren los frutales
sus botones de oro como pechos granados
de doncellas en flor, dialogan al aire
los parrales latinos y el corazón del mar
late en la lejanía.
¡Tener un pozo blanco
en el atrio de casa, con una piedra negra
sobre el brocal labrado para oír los oráculos
de los tiempos antiguos en los claros de luna!
¿Qué distracción mejor que ver rumiar los bueyes
bajo los tamarindos, a la sombra dorada
de sus verdes sombrillas con encaje de sedas?
¿Y qué decir si pienso en los rubios panales
que, al pie de las laderas, hacen dulces y amables
las suertes de la vida?
Los domingos podría
ensayarme en la pesca, leer en las entrañas
de los peces los cambios que los cielos anuncian
y evitar con las aves los desastres del tiempo.
O pasear cantando por bancales de avenas
y pajizos trigales, y oír los ruiseñores
en las foscas umbrías. Ser pastor solitario,
como lo fue mi abuelo, ¡suprema ocupación!
La que a Lope dictaba tiernas alegorías
tras vida borrascosa, la que aprendí de Rilke
y sus noches de Ronda.
Yo no sería nunca
Salicio o Nemoroso, pues mi amada estaría
sin disfraz esperándome, tendida en la espesura
al ventalle almenado de sauces amorosos.
¿Son enajenaciones? ¿O tal vez, sólo el sueño
de un solitario errante que ha perdido el sentido
de las cosas sagradas y ahora se empeña en vano
en ser lo que no fue? ¿O que no pudo ser?
¿Qué no será jamás?
Magia
Si toco una pared, salta la música,
como la flor de agua de una fuente,
y es porque he comprendido que en el acto
amoroso se cifra la magia de las cosas.
Suena un piano en la noche tenebrosa,
los rincones lejanos se iluminan
y los muros se vuelven transparentes.
Los pájaros confunden la noche con el alba
y empiezan a cantar, bordando los cendales
del aire con azules celestes y oro líquido.
Se entreabre una puerta y a lo lejos
se oye el latir del corazón del mar
y en su batán de fuego
se trenzan los amores.
En las noches de luna, luna negra,
se escucha la armonía de los astros,
los rebaños balan en sus apriscos
y el pastor olfatea las dehesas lejanas.
Toda la vida estuve rememorando cosas,
que aún me son familiares, cosas raras
que olvidan los brujos en sus fábulas
e ignoran los videntes, con cuerdas y engranajes.
Pasé toda mi vida repasando manuales
que tratan de semillas y de flores,
y de las consecuencias de tratar con las plantas
cuando salen sus almas de sus fundas,
crisálidas cantoras,
puestas a abrirse al sol.
Las paredes que se aprenden tocando
es asunto de magia en que se funda el rito
sagrado de la vida,
del amor y la música.
Lo sagrado y lo terrible
Lo sagrado quizás sea el momento en que aprendemos
a estar bien con nosotros, y prolongar el plazo
de su revelación, no es más que el gozo de saber
que estamos desnudos, como el pez en el agua,
ajenos a los trances del vivir, como en la eternidad.
Lo claro no es saber sin más, sino sentirnos dueños
del tiempo venidero, pues se ha cumplido
el pasado que estaba madurando en cada instante.
Luego, si estamos ya, vano será esperar estar un día,
donde no alcanza el ser de nuestras advertencias,
pues sería como asistir al espejismo de la realidad.
Pero no hay espacio menos firme en su asentir
cuando nos instalamos frente al tiempo, y así lo vemos
ahora en el trance fugaz de desaparición.
Ingravidez del ser, materia de incertidumbre,
cuando vuelan las formas de las rosas que mueren
en invierno, imagen de desencanto de la edad.
¡Oh privilegio de lo sagrado, mundo fascinante
que empuja los deseos en el claro deslinde
de otro mundo terrible y sobrecogedor!
Oh soledad, te escucho, madre en la noche blanca,
que me trajo a este mundo tan arcano.
Mirada hacia el sur
Desde las blancas cumbres del Norte de tu tierra
mira hacia el Sur, si es que aún existe el Sur,
donde el amor confunde el canto de los pájaros
con el hondo sonar de las campanas.
Así tendrás mirada verdeciente,
negro doncel del aire, y el pecho azul, cubierto
de frescas siemprevivas.
Atrévete a cantar cuando no es tarde
para la floración final del limonero.
Húndete en la espesura
de esos cuerpos graciosos de airosas bailarinas
que te alargan las manos como dagas,
cimbreando caderas con vaivenes de prímulas.
Como quien busca en sueños la tierra floreciente
de los anchos canales trizados por las góndolas,
con la mirada triste del remero,
condenado a sortear piélagos tenebrosos,
o de la enamorada que, sirviendo a otros dueños,
languidece llorando bajo los palmerales.
Allí cantar es dulce y libre el pensamiento,
libres las sensaciones, igual que carretelas
en un prado de hierbas fulgurantes.
Los cuerpos, desprendidos de su seno caliente,
liberan su emoción al roce de la brisa,
pues amar es sencillo y la vida más clara
cuando no existe luz ni más concordia
que el color y el aliento que se roba a las rosas.
Las almas no desean si callan los espíritus,
y, así, en el clamoreo de sentidos despiertos,
en su olor imposible, tú, que vienes del Norte,
hallarás la razón de un tiempo que aún espera
y que aún pudiera ser.
Serena plenitud
A José Carlos Mainer
¿De dónde llega ahora, inesperada y alta,
esta serena plenitud? Un sol ebrio y gozoso
se lanza, dando tumbos, por todos los caminos,
y hay un clamor de cosas que se sienten al fin
reconocidas
en la gracia risueña de sus nombres, en su espacio
sin tiempo, en las primicias de su revelación.
Voy a ver y a saludar al mundo que ahora llega,
un mundo virginal aún no pensado ni vivido
y que aún no conozco, con cortejo de nubes
alazanas, doradas azoteas con sus ladrillos verdes
verdeantes
y sus rejas de oro abiertas frente al mar.
Voy a decirle ahora que estoy aquí esperándole
y que estoy preparándome para ese largo abrazo
de la luz y la sombra, en los festejos de mi conciliación.
No tardaré como en los lentos días de mi espera;
atento estaré a los rumores, a las palabras libres
que no mienten,
a las dulces tormentas de la sangre,
a los graves avisos que me llegan de allá,
del lugar del que vuelven los amores perdidos
de la tierra en que cesa de golpear el mundo.
De allá donde la luz se da de frente
con el alma y empiezan a cantar, invisibles,
los pájaros azules que nunca oí cantar.
Aquí estaré esperando, más no sabré que estoy,
pues otro más seguro, más fuerte y poderoso,
de mí recién nacido, alimentado al fuego
de mi perseverancia, habrá de adelantarse
a estar por mí, como en el tiempo aquel
glorioso y soberano en que el amor hablaba
y ponía los nombres a las cosas que hablaban.
Y todos, habladores; todos, fabuladores,
animales y cosas y hombres, de mirar extasiados,
romperán los espejos y callarán al verse
de frente y de rodillas en la serena luz,
en la restablecida intimidad del tiempo.
El tiempo que ahora llega y resplandece
en esta palpitante y serena plenitud.
Verde en la fotografía
(A mí, en viendo lo verde, me
dan ganas de cantar como
los páxaros)
(Fray Luis de León)
Me lleva hacia la fuente una música
cantada, no aprendida, por los pájaros.
¿O me lleva más allá de la fábula
contada por los hombres? Viendo lo verde,
me dan ganas de cantar en la mañana
de otoño, cuando el trigo verde brota
de una inerte simiente.
¿Y qué es más,
morir o resucitar con la música
callada que da templanza al silencio
y a la vida despierta? Tacto del día,
amor de lentas siembras, corazones
que ascienden del fondo con sonido de besos
en verde fundición de cielo y tierra
enamorados.
Ahora mis palabras
destilan música, emanan lumbre
desde el tiempo gozoso que llamaba
a vivir y quedó en convivir, en puro
acontecimiento.
Oh amigos míos,
¿qué hacéis ahí, quietos bajo la sábana
del aire, claro en su ser, en la espesura
de vuestro alumbramiento?
¿Y cómo estáis,
en qué quietud se doblan vuestros brazos
y qué color violeta reflejan vuestros rostros
despiertos para siempre en sus fulgores?
Cinturas, precisiones del instante feliz,
trabajo del amor, fuerza del tiempo
insomne en la frontera de la eternidad.
¿Qué sois ahí dorándoos al sol,
parpadeando, sin avanzar un punto,
con el alma volcada en la revelación sin fin?
Después de contemplaros, la palabra,
en situación extrema, se retira.
Viendo un milagro en la visión estática,
oigo el canto invisible de los pájaros
en la verde fotografía del tiempo.
Gracias, maestro, amigo. José Luis Corral.