Siempre la soledad va prendida al espacio.
Lugares habitados por recuerdos,
campos sembrados
tras la besana de las desapariciones.
Hurgo donde siento los aromas
que rodean mi infancia,
y escucho los cantos de los pájaros
que rehacían la primavera.
Las palabras perviven
y son acercadas por un rayo de luz
que de repente te desarma.
Mientras tu memoria te ancle a los recuerdos,
nunca estarás solo.
La ausencia es un tren
donde viajan quienes ya no nombramos.
Acaso el pertinaz dolor es verdadero.
Cada momento de recuerdos
conjuga una sintaxis de verbos desechados,
como flores secas
entre los viejos poemas.
Ya no responden los teléfonos
ni las direcciones tienen nombre.
No hay lugar para “el otro”.
Es tiempo de amianto.
Habrá una maleta solitaria
dando vueltas en una cinta transportadora.
No importa el aeropuerto o la estación.
No importa la ciudad.
Abandonar es también perderse sin mirar atrás.
Surge la palabra y abre
sobre nosotros la herida.
No hay pausa en el quehacer del viento,
que mide la lejanía
de las ciudades de lluvia y de mares azules.
Frente a frente me nombras.
Tus labios tienen la dulzura de la melancolía,
largas y sinuosas líneas de horizontes rojos.
Vamos a lo oscuro del otro.
Su densidad es clara luz sobre la noche.
Rompe sobre mi cuerpo los verbos que me deshacen.
La piel se pronuncia
y el rumor gutural de los dos llena el aire.
Suena tu nombre,
ahora es un pájaro que vuela hacia la oscuridad.
El mío, apenas ha sembrado pensamientos
sobre la tierra herida por el bosque.
La ciudad espera engullirnos
con sus luces de verbos y mareas.
Algo del hombre que soy me mata lentamente.
Fernando Sarría Abadía