Los libros y su lectura ha sido una de mis pasiones desde que yo recuerdo; era, y es, el mejor regalo del mundo. La novela es una afición que comparto con amigos y amigas. No tenemos las mismas preferencias y, sin embargo, nos gusta comentar misterios, historias y finales.
Con la poesía es distinto. Pocas veces ponemos nuestras conclusiones en común porque cada uno la vive desde su intimidad. Es lo que tiene el ser humano de maravilloso: somos diferentes en nuestros pensamientos, conductas, experiencias y objetivos. Y ese hecho me fascina.
Vas caminando, como decía Machado, y, si estás atento, descubres lo que ofrece vivir; creces como persona. Los libros, poesía incluida, colaboran. Sí.
Con respecto a mi persona, ha habido varios libros de narrativa que han influido en mi desarrollo personal; no es el momento de mencionarlos. Estamos en el ámbito de la poesía y, con tal motivo, quiero destacar dos hechos fundamentales en mi vida que la marcaron con este arte de expresar ideas con la belleza de las palabras.
El primero ocurrió cuando yo tenía trece años. Ya sabrán ustedes que es una edad difícil y un momento clave para el desarrollo de la personalidad. En el colegio, nos pasábamos canciones y poemas que aún puedo recordar. Una compañera de clase me enseñó un par de estrofas que rápidamente aprendí de memoria porque me enseñaban que había gente con poder que hacía de las suyas en otro país. Descubrí la injusticia.
Unos cuantos años más tarde, recobrada mi ilusión por escribir, identifiqué al autor de aquellos versos que cambiaron mi forma de pensar y que me ayudaron a madurar. Había acudido a la entrega del Premio a las Letras Aragonesas y el premiado, durante su intervención, recitó aquellas palabras que aún puedo repetir de memoria: “Pinochet, pedo de trueno//matón del pueblo chileno…”. Me emocioné.
Pude darle las gracias en persona aquel día y vuelvo a dárselas ahora. Gracias, Ángel Guinda, por despertar mi yo.
El segundo momento que quiero comentar en mi evolución se lo debo a José Verón. Lo conozco en persona y siempre he admirado su sencillez, su modestia y su forma de ver el mundo a través de la fotografía y de la poesía. Nos hemos cruzado varias veces en nuestro caminar: congresos de la AAE, lecturas, la entrega del Premio a las Letras Aragonesas… y en la revista de la UNED de Calatayud, Anales. En dos de sus números (nº 19, 2013 y nº 20, 2014) me publicaron (un relato premiado y un artículo de ensayo sobre psicología), con la fascinante casualidad de que las fotografías de cubierta eran suyas.
En otra ocasión, llegó a mis manos su libro Satirologio: epigramas del siglo XX, 2018. Se volvieron a abrir mis ojos. Tuve la oportunidad de leer dos de ellos en una de las sesiones de un congreso de la AAE. Aquel mismo verano, mi cabeza no paraba de dar vueltas a las ironías y a los requiebros. Unos meses más tarde, salió a la luzmi libro de microrrelatos (Vértigo, 2015) que, influenciado por Verón, mostraba los vericuetos de las personas a través de las breves historias. Agradezco aquí su indudable influencia.
Para terminar, me gustaría comentar que elegí uno de sus poemas (Cantos de tierra y verso, 2002) para incluirlo en un libro de pedagogía (Palabras desde la vida, de Pedro Pérez Pérez, 2018) y que tuvo la amabilidad de darme su permiso para publicarlo. También contestó a mi llamada para prologar un libro del Colectivo Trobada sobre el Monasterio de San Juan de la Peña (Trobada, encuentro de poetas aragoneses, 2020). Muchas gracias, José Verón, por ser quien eres.
Belén Gonzalvo