por María Ángeles Pérez López

(de “Atavío y puñal”, Olifante, próxima publicación)

La mujer espera la llegada de los ciervos.

Se sienta en la cuneta y se descalza.

Con la uña más pequeña de su pie

rasca la tierra blanda y enmohecida

hasta arrancar un árbol de raíz.

Con un dedo invisible en su estatura,

remoto soberano primordial

empuja los nogales, los gomeros,

las hayas y los robles, los manzanos.

Después, bajo la lluvia, se arrepiente

mientras le late el pánico en la ropa.

El dedo mutilado es como el odio

del árbol mutilado, en la mujer

que se pinta en los labios treinta y dos

piezas dentales blancas, esmaltadas

con las que no morderse los pezones

ni llorar por los árboles caídos

y que suben despacio, en sus alvéolos,

como subió cada árbol a su copa.

Del tronco descuajado, vuelto torre

gemela de otras torres neoyorquinas

caen los pájaros muertos, las personas

como estorninos muertos, el ramaje

como chicharra muerta, los tablones

como féretros muertos para Irak.

La mujer entretanto se avergüenza,

guarda el dedo y su uña, sus dolores,

el esponjoso hueco de la encía

en que ató cada diente su raíz

y levantó una torre mineral.

A su lado, los árboles reposan

su tiempo de madera, griterío

de perros y de niños clausurados,

los brazos y las piernas como ramas

taladas con dolor contra la tierra.

Los animales huyen espantados.

Los ciervos se disculpan y no vienen.

 

a León Febres-Cordero

Sobre su pecho muerto, la mujer

pinta una gran ventana para el aire.

El corazón, en su áspera alegría,

asoma al sur su sala octogonal

por el hueco del seno que extirparon

la enfermedad, la mano, el bisturí.

Sobre su pecho muerto, la mujer

raspa cualquier recuerdo doloroso

y colorea el soplo y el zumbido

del arrebato rojo de quedarse.

El hospital se borra en su blancura,

esa sala de espera es no lugar,

la habitación sin lágrimas ni olivos

es también no lugar, los lavatorios

y ascensores que nunca se detienen,

el pasillo alargado como el miedo

de biopsia en biopsia es no lugar.

La madre le cosió dos grandes senos

con hilo destrenzado del cordón

que la anudaba al tiempo y sus asomos.

Ahora un médico serio, preocupado

descose uno de ellos, lo retira

en silencio, y la extensa cicatriz

que corre por el tórax como el frío

abrasa los paisajes de la tundra.

Pero sobre su pecho, la mujer

sombrea un árbol negro, transversal

por la ira de perderse en el otoño.

También nubes y niños anhelantes

en su transpiración y su ajetreo

para mojar la tarde y las palabras.

El viento que entra en tromba la despeina

y su risa es un pájaro veloz.

La mujer pinta sus pies de rojo y se descalza.

Bajo su ropa, el cuerpo es transparente

y lo atraviesa el tiempo y sus cristales.

Cuando se mueve ausente de sí misma

y se disuelve blanda en el acopio

del vértigo que trae la atrocidad,

se borran los colores de su cuerpo,

medusa oleaginosa e invisible

que precipita el agua y el dolor

soltando en escorpiones la mañana.

Por eso se rebela contra el blanco,

inventa otro mar rojo y su prodigio,

el corazón abierto y mercurial.

Con la sangre rojísima y alegre

de la barra encendida de carmín

pinta un hígado tierno en el exacto

milimétrico lugar para su hígado.

Sobre el pulmón, dibuja otro pulmón,

el hueso peroné sobre su pierna

y sobre ella, un bisonte que no muere.

Para la aorta, un hilo delgadísimo

por el que corren potros y hematíes,

en la yema del dedo principal

un caracol valiente y diminuto

que avanza de aeropuerto en aeropuerto

y jibariza el miedo, los desastres.

Y en la matriz, el mar y sus campanas.

Sobre su cuerpo blanco de dolor,

translúcido en el tiempo desolado

de las flores que mueren sin aliento,

pinta un cuerpo completo, enrojecido

como un sol vegetal e imprescindible.

a Paqui Noguerol, otra vez



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