
Fernando Aínsa. Fotografía de Josián Pastor.
Poesía
Me presento:
tardío aprendiz de hortelano,
falso modesto cocinero,
y otras cosas
que ahora poco importan.
Así recorro feliz mi nueva propiedad
tierras de memoria familiar recuperada
olvidada heredad replantada con esmero.
(No esquivo el dulce sabor de las claudias
ni del higo que pende sobre el bancal vecino)
Esgrimo lápiz y libreta
(de momento el ordenador apagado)
y de una vasta biblioteca recibo apoyo,
pues nadie ignora
que no hay inspiración que valga
sin un verso leído no sé dónde.
Haré del recuento de parte de mi vida
(y sus altibajos variados)
materia del devaneo en que me solazo
tras adivinar el fin posible
en un diagnóstico apelado,
instancia en la que todavía me debato.
Y en eso estamos.
***
En el desorden de la caja con fotos
se comprueba un cierto caos de la memoria,
ingobernable azar de los recuerdos.
Descubres
en una de ellas
cómo te asomas
a la cuna de tu hermana recién nacida
en la clínica de Santa Catalina.
Estás en Palma, la de Mallorca,
y tienes bucles dorados.
En otra, tu padre desnudo
sobre un cojín de seda
con el culito respingón,
sonríe,
tal vez al fotógrafo del “Estudio Australia”.
En Zaragoza, año de 1906.
De una cantina italiana en Montevideo
los comensales
—poetas cuyos nombres en buena parte no recuerdas—
se alinean en lo que ignoran será la última cena
de un tiempo definitivamente clausurado.
Y más allá
—ya en colores—
en el jardín de un castillo de Francia sin identificar
te paseas, joven enamorado,
con la que es ahora vieja compañera.
Puedes hurgar por horas en la caja de zapatos,
pero no lograrás
—te lo aseguro—
por muchos retazos que encuentres de la perdida memoria
recomponer el rompecabezas de tu vida.
***
ME ASOMÉ A SU BORDE SIN QUERERLO,
Me asomé a su borde sin quererlo,
empujado por la inesperada receta que siguió al diagnóstico,
y la vi como un relámpago en la sombra
con sus brazos tendidos en lo hondo,
breve conciencia que se fue instalando
en el diálogo que mantengo desde entonces con ella.
Sabemos ahora más uno del otro,
nos vamos conociendo,
tuteo familiar que posterga
—pero no evitará—
el abrazo final que esquivo con empeño.
Trato de no darle importancia,
la exorcizo con elogios a su delgada silueta,
respondo a su provocadora sonrisa,
la invito a largas partidas de ajedrez
(émulo del caballero del “séptimo sello”)
postergando el jaque mate con que gana siempre,
pues no ignoro que por esta u otra causa,
se cerrará
(¿segará?)
un día no tan lejano
mi vida en este valle
donde las lágrimas tan poco cuentan.
***
APRENDIZAJE TARDÍO
Cuando florece el cerezo
y se cubre del presentimiento blanco de fruta,
empieza realmente la primavera.
Porque el almendro pudo confundir su flor
con las nieves de febrero
y el melocotón darnos falsa esperanza
de bonanza en el ventoso marzo,
tantos trajes tiene el vestuario de la naturaleza.
Son estos aprendizajes tardíos
—en realidad de hortelano improvisado—
los que ahora me ocupan:
descubrir el ritmo secreto de lo que me rodea,
la tenaz indiferencia con que llevan adelante su empeño
los árboles frutales de la huerta.
***
NUECES, 3
La nuez es una cabeza reducida,
duro de romper su cráneo
(si te quedan dudas del símil mira la forma de su fruto:
como un cerebro
dividido en dos hemisferios de fijas nervaduras
aquí la razón, allí las emociones,
lógica y sentimiento, sin comprenderse).
Dicen que el condensado sabor de la nuez
—ese seso vegetal—
protege la memoria del desgaste que te abruma
cuando el nombre del amigo se desvanece
o el título del libro se confunde.
Cada noche te comes un puñado,
las cascas sobre una vieja losa de granito,
las degustas
—a todo lo más con un vaso de leche fría—
y te dices,
entre orgulloso y resignado,
“frugalidad, cuánta hambre se pasa en tu nombre”.
***
En este pueblo
—dicen los mayores—
se llega a viejo
subiendo cuestas empinadas
y comiendo acelgas todo el año.
Siguiendo el consejo
emprendes airoso el ascenso
pero dejas el resuello
entre la panadería cerrada para siempre
y la plaza de la iglesia de la que parten
—con un adiós definitivo—
los que van al camposanto.
Tal vez
—te dices a modo de consuelo—
la decisión de pasar aquí inviernos solitarios
sospechar murmullos en el corazón de la noche
leer tantos libros postergados
recoger las hojas secas
(que todavía no se ha llevado el viento)
la has tomado demasiado tarde,
cuando ya estabas cansado.
***
¿Qué es esto de las raíces?
Las tienen ellas, plantas y árboles,
fijados al paisaje desde el primer brote
hasta el rayo que los parte o la hoz que las siega.
¿Por qué debo tenerlas yo,
personaje provisorio de tan diversos escenarios?
¿Fueron raíces las que unían a la barra de muchachos
que bajábamos a la playa las noches de verano
y freíamos pescado sobre la arena
de aquel Montevideo ahora evocado?
¿Fueron raíces las que se arrancaron
cuando el aire se hizo irrespirable?
¿Qué fueron de ellas los años en que cambiaste de lengua,
cielo y compañera?
Errabundo trabajador,
cosmopolita, por entonces sin saberlo,
voluble viajero
¿arraigado dónde?
Imaginabas otras vidas posibles
como un juego de piezas intercambiables
—cuentos, destinos alternativos—
cuando te asomaste
a la orilla del Pacífico
en Papudo
y mirabas seducido las vetustas casas de madera
hogares de otras existencias que podrías haber vivido
o novelabas los caserones en Normandía
con sus persianas bajadas en el invierno interminable,
desde una bicicleta alquilada en la estación.
***
¿RAÍCES?
Las tienen ellas,
cuya silenciosa vocación botánica
José cuida con esmero.
Arraigados vegetales
árboles plantados en sus trece
orientados hacia el sur,
callados,
creciendo a su ritmo,
palmo a palmo,
como indican sus secretas leyes.
Aunque fuera del viento pasajero encaramado
por tantos años
ahora me digo
—algo más sosegado—
al modo de la autora de “el silencio de las plantas”
(esa poeta de nombre impronunciable)
que la relación unilateral entre ellas
—las enraizadas—
y yo
no va mal del todo,
aunque la conversación entre nosotros
sea tan necesaria como imposible.
***
Papá está disimulado en mi equipaje.
Viaja con pasaporte español y cédula uruguaya
envueltas en un plástico
y sin otro papeleo:
esos certificados, autorizaciones previas
y partidas de estado civil añejas
que exigían celosos funcionarios municipales,
evitados gracias a su hábil escamoteo entre mi ropa.
Papá no se ha delatado en la aduana.
Ya está en casa,
la mía,
la que fue suya,
donde tengo la foto en que se apoya sobre el guardabarros
del primer auto que llegó al pueblo,
el gesto altanero del señorito,
sombrero en mano
seguro de sí.
Papá vuelve a su tierra,
recogiendo las redes de su vida como quienes
—empujados, por no decir, forzados—
cruzaron hace décadas el Atlántico.
Allí, frente al río pardo,
—que de plata no tiene ni su brillo—
cumplió un destino
para quedarse luego fijado en un estante entre Unamuno y Mozart
a quienes dedicó su diletante vocación dispersa.
Desempaquetado,
en lo alto de mi biblioteca de libros uruguayos
Papá espera ahora su viaje definitivo
en una urna sellada de cerámica de Teruel.
Un día de estos nos iremos juntos a lo alto del cabezo,
amurallado recinto que domina el pueblo
última morada de nuestros antepasados.
Allí,
al pie del pino donde ya tengo un agujero de un metro cuadrado,
y no hay otro rumor que el silbido entre sus hojas
del aire que lo azota
(¿has escuchado otro árbol que no sea el pino
capaz de darle voz al viento del modo que lo hace?)
lo dejaré con un sentido “hasta luego”,
pues lo tengo decidido
y espero que mi voluntad se cumpla:
cuando me abrace la dama del abismo,
con la que me tuteo y dialogo,
aquí vendré
a descansar,
—a mi vez—
a tu lado.
***
2011
Estas bodas de oro no se festejarán
¡faltan tantos años!
Mas debieran prepararse con minucia.
Una fiesta, los detalles que la hagan inevitable
(como si el futuro fuera mañana).
Una lista de invitados,
con los que no se han muerto hasta hoy en día
y los nietos que no han nacido todavía.
Nuestra ausencia,
muy probable.
Forcemos, pues, el calendario
con la imaginación que ya escasea,
tan lejos está el 28 de mayo del 2027.
¿No será demasiado tarde para repetir el olvidado “sí, quiero”?
“No es el hito, es el sueño lo que cuenta”
—me respondes convencida—
Según la publicidad
“cincuenta años:
el tiempo compartido lo dice todo,
milagro de amor y paciencia mutua”.
Preparar la fiesta como si fuera mañana
aunque falten tantos años
con los restos de la ilusión compartida.
De eso se trata,
de improvisar el futuro
con cenizas mal aventadas del pasado.
Escarbar recuerdos enterrados
tras el vértigo del agujero donde se hundieron
avasallados por la vida en común que nos separa.
Brindar por la alegría que nos unía,
tantas otras cosas parecen hoy rutina.
Redoblen entretanto las campanas.
***
ROCE
Del roce inesperado
(¿esperado?)
de tu pie
bajo la sábana que nos separa
surge ese recuerdo que la memoria escamotea,
como disimula tantas otras cosas.
En las madrugadas de aquel tiempo solía insinuar otros
entre sueño y vigilia:
era sugestión, tal vez estímulo
para despertar vaya de qué manera.
3Hoy es seudópodo retráctil que se escabulle
como si pidiera perdón por avivar rescoldos
que deben apagarse solos,
sin falsas esperanzas.
***
ESPEJOS
1
De joven me sorprendía
del alboroto con que Rosario culminaba la tarea
el grito procaz con que se felicitaba
frente al espejo.
2
Para sus bodas de plata le ha regalado un espejo antiguo.
En la tarjeta del aniversario ha escrito:
“Para que cuándo te mires te veas como yo te veía hace veinticinco años”.
3
Ahora todo tiene fecha de caducidad.
Las controlas del yogur a la aspirina
y al vencer a la basura las tiras
sin otra excusa y remedio.
Cuando te sorprendo tan enérgica
me pregunto frente al espejo
¿dónde tengo impresa
mi hora, día, mes y año de expiración?
Para empezar a cuidarme,
por las dudas.
4
Cuando estoy sentado en un restaurante frente a un espejo donde me reflejo
no puedo dejar de mirarme mientras te hablo.
Me siento otro, representando un papel ajeno.
Te hago entonces mi más encendida declaración de amor.
5
Se cruzó con su mirada en el espejo del ascensor.
Era la mía.
***
CUANDO LA OIGO HABLAR…
A Mónica
Cuando la oigo hablar con los perros me conforto:
sé que sigue ahí
—en la cocina, el porche o el jardín,
no importa dónde—
su presencia me asegura de muchas otras cosas,
imponderables que mantienen la tela de araña donde me balanceo
sobre el vacío que me rodea.
Una tela que tejió con sutil sabiduría
en treinta y cuatro años de vida compartida.
Los llama,
dialoga con ellos,
porque de sus miradas obtiene la respuesta que yo,
avaro, por no decir egoísta,
eludo darle, cuando debería susurrarle:
“Todavía te quiero”.
***
A LO MEJOR UN DÍA
A lo mejor un día intentaré vivir tu vida
cuando tú ya no puedas hacerlo.
Abriré los libros que dejaste en lectura interrumpida
me disfrazaré con tu ropa y pintaré mis labios ante el espejo
con el carmín con que me sedujiste,
cubriré de falso rubor las mejillas y su aire demacrado
con tus potingues ya rancios,
disimulando ojeras
(si puedo)
para seguir sin ti en el corso de la vida.
Hurgaré en los cajones de tu cómoda
(intruso como nunca antes lo fuera)
escarbando en tu pasado
y te soñaré
para intentar
—¡por fin!—
comprender el secreto
¿por qué una noche tiré todo por la borda
para seguir por treinta y tantos años tus pasos?
***
RECUERDOS, 4
Cuando menos se lo espera
abres el arcón de la memoria
sacudes y esparces recuerdos
elegidos a tu medida.
Como un niño que vuelca la caja de juguetes sobre la alfombra
arrojas jirones en desorden,
fragmentos estriados,
palabras cortantes,
frases sin contexto.
Todo en azaroso revoltijo
olvidadas imágenes de antaño.
Se enredan las viejas palabras
con su nuevo significado.
Su sentido es ahora malentendido.
Del todo queda en el suelo
amalgama irreconocible del pasado
inesperados restos enfriados del festín,
todo tan injustamente endurecido.
Como una niña malcriada te niegas a recogerlos,
restablecer el amago de un nuevo orden
recompuesto de mala gana.
Vendré y me asomaré al arcón vacío.
Temo descubrir el doble fondo
hasta ahora disimulado
por el que te escaparás un día
sin otro aviso que tu propia ausencia.
***
“POST TENEBRAS LUX”
ese resto de hotel en tu sonrisa
Erik Knudsen
De Ginebra tengo el vértigo de ese cuarto del hotel descalabrado.
Fue una noche de hace muchos años.
Desde el ángulo de la cama revuelta
sentada en la penumbra con las piernas abiertas
me invitas en silencio a perderme en la parte más sombría de tu cuerpo.
Un mareo,
una foto sin negativo para el recuerdo,
eso me queda,
un modo de compensar el escalofrío de haber mirado aquella tarde
en el parque de los Bastiones
los ojos de mármol de Calvino.
***
AQUELLA NOVIA
¿Dónde está ahora la novia?
¿Por qué se fue al futuro?
Podía haberse quedado
en aquel mes de mayo
cuando cantaba la alegría
en un camping del Pirineo.
Se fue a buscar lo que llaman memoria
—desorden y azar del recuerdo—
en el talego de todo lo que entonces era.
¿Dónde están ahora aquellos días del futuro?
¿Adónde se fue la novia con su liviano equipaje?
¿Por qué vivimos ahora tan solo del pasado?
SU ÍNTIMA HUMEDAD EVOCADA
De su íntima humedad tuve la llave
con que al cabo del empeño descifré el secreto
que desde entonces mantengo bien guardado.
No es hablar del clima húmedo pretexto
para develar hoy el desgaste de los años
invertido en humores, flujos, secreciones
y el sudor con que siempre culminaba la tarea.
Aunque su ausencia muerde los flancos de la nostalgia
y tantos recuerdos nos trae la distancia,
la discreción obliga a que su sola humedad evocada
en este memorial del clima lejano
debiera ser la de las lágrimas con que me despidió.
***
DOBLEGÓ LA PULCRITUD PARA HACERLA SUYA
Volviste y la encontraste
En tu ausencia, la casa abandonada fue su reino
Estaba en el aire, entró sin resistencia,
salpicó las paredes de hongos blanquecinos
hizo saltar en blandas escamas la pintura
cómplice la arena marina mezclada al cemento con que la edificaron tus
padres hace años,
estafa salobre del constructor de esta empresa colectiva de desgaste y
deterioro.
Descubres,
cuando la humedad penetra en una casa es otra
El aire se enrarece,
no se expande libremente como lo hacía fuera
Aquí la humedad no es frontal ni directa
se abate aprovechando el encierro y la ausencia
la tristeza de una persiana no levantada
el descuido o el progresivo abandono
con que van dejándose de lado las cosas que antes importaban.
Humedad que se adapta y configura lo que ya no existe,
se apropia en forma sinuosa, solapada
impregna para siempre los muros de tu infancia.
Humedad que señorea donde puede,
busca la grieta,
la fisura donde se ensaña
y doblega la pulcritud para hacerla pegajosa,
por fin suya.
***
LAS SÁBANAS HÚMEDAS ESPERAN EL CONTACTO
En las mantas
(frazadas las llaman por estas latitudes)
y en las sábanas de la cama, la humedad se solaza en esperarte con esa
sensación de frío capcioso con que envolverá tu cuerpo cansado cuando
busques el reposo
(Lo hará como una caricia de la mano helada que cruzas en
tu vida, con ese gesto condescendiente del cariño que sólo
permanece en el recuerdo)
Comenzará la blanda lucha que se prolonga a lo largo de la noche,
entre tu cuerpo y esa textura donde la humedad encontró refugio.
Poco a poco te harás un hueco de tibieza en el que agazapado,
las rodillas hacia el pecho,
feto replegado sobre ti mismo,
temiendo estirar los pies hacia esa zona a la que no han llegado,
donde la humedad señorea invicta
todavía
esperando el contacto de tu piel
espacio que antes ocupaba ella, la esposa,
con su cuerpo
cuya ausencia respetas no durmiendo de su lado.
***
EL PODER DEL BUITRE SOBRE SUS LENTAS ALAS
Como lo soñara Paul Valéry
quisiera tener el “poder del buitre sobre sus lentas alas”.
Esparcir la mirada en el paisaje
perderme río abajo
seguir su cauce
como aquellos pájaros que al huir espantados me espantan.
***
LOS DUEÑOS DEL CIELO QUE ME CUBRE
Hablaré de buitres.
Hablar de buitres desconcierta
Ese volar sin batir las alas
ese andar torpe sobre la tierra
esa ave solitaria a veces tan gregaria
esa austera dignidad desmentida por su mala fama
siembran dudas sobre su destino de carroñero.
Mas creo saber de estas cosas y asumo el riesgo
Convivo con ellos en la distancia desde hace tiempo
en el aislado refugio de mi comarca.
Me digo que los buitres aunque han perdido su guerra contra el sol
y saben del final de aquellas alas derretidas del pretencioso Ícaro,
son los dueños del cielo que me cubre
y con eso les basta.
***
UN DESEO DE FANTASÍA
Tal vez el buitre no es más que un deseo de tu fantasía.
Crees amarlo
pero no ves en su imagen sino un obsesionado capricho
revestido de plumas y un cuello pelado,
grotesca fealdad con que se aparece
en tantos sueños y pesadillas.
Sospechas entonces que no te buscas más que a ti mismo
De ahí la insistencia con que intentas transformar su vuelo en poesía.
***
CLAVAR UN PICO EN LA PALABRA
Página en blanco con buitres proyectados
trazando sombras.
Quisiera ajustar mi verbo a su vuelo rápido y preciso
remontarlo en un batir de alas
hacerlo caer luego
hacia el hueco de esta pantalla
—imposible reflejo
de ese cielo tan perfecto que nos cubre—
para clavar su pico en la palabra
hasta sangrarla y hacerla suya.
***
NO PRETENDAS VOLAR EN PRESENCIA DEL ZAR
En 1505 se ajustició en los alrededores de Moscú
a un hombre llamado Nikita.
Su delito:
realizar un ensayo de vuelo en presencia del zar Ivan III.
Historia de Rusia
No pretendas volar en presencia del Zar
Te denunciarán:
“El ser humano no es ave ni tiene alas; actuará contra natura quien a
pesar de ello las fabricare; el constructor será decapitado por pactar
con el diablo y su ingenio quemado tras rezar la santa misa.”
Nikita se atrevió y la sentencia fue ejecutada de inmediato.
Sigue el consejo: repta en la tierra y vivirás sin riesgo
No batas alas desde la cima
No te tiente el parapente
o el motor de gasolina del monoplano
o el seguro paracaídas
para mecerte sobre el valle
No pactes con el diablo que llevas felizmente adentro
lanzarte al vacío para ser tea ardiente de tu locura.
Mas recuerda que de Nikita decapitado
salió su alma y voló ante todos
hasta perderse en lo alto.
***
ESPERADO FESTÍN EN LAS ALTURAS
Si la ceniza no fuera el destino de mi final ya escrito
por haberlo así decidido
antes que mi cuerpo sea morada de gusanos
quisiera que un festín de buitres procurara.
Cuando observo sus desplazamientos
la concentración de que son capaces
ante todo signo de la muerte
silenciosos
batiendo alas en el horizonte
sueño en convocarlos desde mi inercia yacente
llevado a la cima, cerca de su morada.
Lo sé
vendrían desde lejos
Uno de ellos indicando en qué lugar los espera
este banquete que ninguno desdeñará
tanta es “el hambre atroz que nunca se les apaga”.
Feliz picotear de mis entrañas inaugurando el sacrificio
Altar de la celebración
allí estarían los buitres
Mi cuerpo desgarrado
Carniceros ávidos me repartirían entre ellos
para luego volar en sus cuerpos dividida
mi ambición de frustrado panteísta
agnóstico resignado
creyente en la sola Naturaleza.
***
ESTÁ SOLO, SOÑÁNDOSE
Las largas horas nocturnas, con sus infinitos pensamientos siniestros
Edvard Munch
De noche,
cuando el insomnio me clava esquinas punzantes en mi solitario deambular por
callejas del pasado, suelo refugiarme en los portales de la nostalgia
sin otro consuelo
que intentar borrarla sin remedio,
museo de sombras expuesto en mi mente
Envuelto en las maternales sábanas, soy todo oídos para la noche repasando el
archivo de mi vida.
Allí me escondo hasta que
—al filo de la madrugada—
la yema del dedo del sueño me sella los párpados con recios aldabonazos
para dormirme finalmente a traición
e intentar “volver a soñar lo ya soñado”.
Vuelve el sueño a soñarse,
para hundirme en la pesadilla con que
—cerca del mediodía—
me despierto mascando acíbar con gesto desconcertado,
mi viejo miedo dándome los buenos días desde el otro lado del espejo.
***
ROSTRO QUE MIRA Y ES MIRADO
Sospecho que este espejo
empieza a estar cansado de reflejarme cada vez que nos cruzamos.
No hace sino mandarme signos del presente, en negarme el pasado,
el de aquellos días
cuando al pasar a su lado me devolvía una sonrisa
y el rictus de alegría borrado hace tanto tiempo.
Este espejo ha perdido la “cuarta dimensión” de su memoria, me acecha desde el
ahora en que dialogamos,
aunque yo
—con hipócrita falsa inocencia—
pueda sospechar que mis instantes más felices ya no eran míos
cuando me ofrecía
el retrato con que siempre me ha engañado.
En su azogue amarillento, en los opacados bordes, astillado mi perfil
“rostro que mira y es mirado” se empeña en decirme cómo soy, escamoteando lo
que fui y creía seguir siendo.
Por eso eludo el reflejo del cruel reenvío, paso de largo,
a lo más lo miro de soslayo aunque pudiera decirme al mirarme demacrado
“ya no estoy solo”, el otro me acompaña.
Pese a todo,
superpuesto en el tiempo
(envolviendo las pieles de cebolla
que desmenuzan el pasado)
creo volver a verte
—querida mía—
“lejana como en un espejo”
(como te viera Ungaretti en su Canción)
novia feliz clavando un clavo
para colgarlo al llegar del Rastro
donde deambulamos aquel domingo
buscando comprar el futuro en sus reflejos.
Y allí ha quedado.
***
ESTAR, POR FIN, DISUELTO EN OTRAS SANGRES
Estar, por fin, disuelto en otras sangres,
y decirme
me veo multiplicado desde arriba.
Asimilado,
sobrevivir en ellos
convertido en carne de su carne
ese destino de un sueño de otros
mito del eterno retorno
reencarnado en avergonzado poeta
empeñado en volar hacia lo alto.
***
EL JERSEY NEGRO TEJIDO POR MI HERMANA
Años de existencialismo,
libro de Jean Paul Sartre en ristre, pipa en boca,
gesto adusto y preocupado,
jersey negro cerrado a ras del cuello.
Ese era mi retrato,
disfraz de “intelectual compatriota”
de aquel tiempo de compromiso latinoamericano.
El jersey lo tejió mi hermana,
con el punto más sencillo que le enseñó mi madre.
Liso y ajustado,
abrigado sin duda,
lo tengo todavía en el fondo de mi armario,
donde acudo en busca de aquella calidez con que envolvía antaño
los inviernos de mi entusiasmo y juventud.
Imagino a mi hermana tejiéndolo en silencio,
con torpeza de novicia,
calculando los días que faltan para ponerlo al pie del árbol con la etiqueta:
“Feliz Navidad 1963, querido hermano”.
En verano lo protejo de las polillas con pastillas de jabón perfumado,
en invierno quisiera lucirlo al pasear mis recuerdos por el Parque Grande.
Nadie repara en él si no cuento la remota historia de mi hermana tejiendo,
esperando que yo cruzara aquellas navidades el Atlántico.
Triste historia la del jersey negro
que guardo como una reliquia desde hace cincuenta años.
Mi hermana languideció poco después de terminarlo,
atrapada por una sinuosa melancolía,
adelgazaba a ojos vista y murió
—o se dejó morir—
en una buhardilla de la Provenza.
Me dijeron tiempo después que había hecho votos de pobreza y en la mesilla de
noche había frascos con pastillas y un misal abierto.
Mientras tanto yo posaba, ignorante en la distancia,
mi existencialismo libresco,
esperando impaciente la revolución continental que nos redimiría a todos.
Han transcurrido los años en vano y mi único recuerdo posible es imaginarla
tejiendo para el lejano hermano ausente
un jersey a la moda existencial de Saint Germain des Pres:
cierre de cremallera sobre el hombro izquierdo, cuello al ras,
talle largo y ajustado, lana virgen de merino, color negro absoluto,
negro sin piedad.
Hago esfuerzos para recordar otra cosa que no sea el luto que llevo desde
entonces.
Es inútil:
la muerte de mi hermana borró el pasado, como si se hubiera llevado
consigo mi memoria.
Esa muerte, cuanto más la pienso, menos la entiendo.
Sin embargo, al sacar el jersey de su funda con los primeros fríos del otoño,
creo sentir por un breve instante su delgada silueta detrás de mí:
estoy abriendo el paquete por primera vez aquel día de Navidad,
el árbol iluminado,
estoy abriendo el paquete con fingida sorpresa
y ella sonríe feliz.
***
MAMÁ SENTADA EN EL SOFÁ
CON UN VASO DE WHISKY EN LA MANO
Por eso (y por más cosas)
recuerdo muchas veces a mi madre
Ángel González, “Primera evocación”
En el sofá
—bajo el gran espejo comprado al borde de una carretera,
ante la granja desahuciada
aquella tarde gris de nuestro deambular dominical por la provincia—
se sienta mamá todas las tardes.
Espera que volvamos de trabajar con un vaso de whisky en la mano.
Las piernas cubiertas con una manta,
dice que hace frío en nuestra casa.
Se queja que nuestra calefacción es antigua,
funciona mal y la bajamos por ahorrar.
Mamá viene del Sur
—donde hay pinos y sol—
a visitarnos dos veces al año,
cada vez más cansada y más ausente.
Hace un esfuerzo al que llama “deber”
cuando baja del tren con un maletín como todo equipaje.
En casa, mira por la ventana cómo llueve sin parar, aunque parece distraída,
tal vez piensa en otra cosa.
“Así es nuestra ciudad, fría y lluviosa.
¡Qué le vamos a hacer!”,
le digo al regresar por las tardes.
Mi rostro reflejado sin querer en el espejo,
me siento a su lado e intento escucharla,
Promediado el vaso de whisky,
—según ella, prescrito por el médico para regular su tensión y el
corazón agitado—
hilvana recuerdos, muchas veces los mismos:
aquel rencor no superado contra mi padre,
mi infancia, cuando era inocente y tenía bucles dorados,
mi vida actual alienada por el trabajo
y la cantinela “te alimentas mal, demasiada carne y poca fruta”.
No falta el recuerdo reiterado de su hermano
—mi tío Alfonso ejecutado en la guerra civil—
y la llama temblorosa con que ilumina su foto en uniforme republicano
sobre una vieja cómoda en la casa del Sur.
La voz de mamá se aleja y se pierde en la confusión y la niebla
de un pasado deshilvanado.
(Yo también estoy ausente y pienso en otra cosa)
En los pequeños sorbos de su vaso retoma el aliento
y siento cómo los años se amontonan en desorden.
La recuerdo hermosa y enérgica,
cambiaba los muebles de lugar en noches de insomnio,
iluminaba la casa de madrugada para una fiesta sin sentido.
Así era mamá,
buena cocinera, capaz de zurcir un calcetín en la dura posguerra,
de lavarle el pelo a mi padre, sentado satisfecho al sol en la terraza,
la espuma jabonosa en una vieja palangana.
Macetas con hierbas aromáticas regadas con cuidado y un canario
trinando sin parar en la ventana.
En las horas de ocio, que no eran muchas, tejía bufandas y chalecos
para toda la familia.
Así era mamá,
antes del estallido familiar y la partida sin reconciliación,
como esa guerra que nos dividió sin otro consuelo que la memoria.
Cuando mamá baja del tren con su maletín de cuero
(muchos medicamentos encierra)
o cuando se sienta en el sofá con un whisky en la mano,
es otra.
Su mundo se reduce a medida que el frío le sube por las piernas.
Algún día me pasará lo mismo
—me decía, ya entonces—
cuando ella no venga más a vernos, tal como la recuerdo ahora
—treinta años más tarde—
lejos de aquel sofá y su mirada,
pero ante el mismo espejo donde solo veo reflejado
—no sé por qué—
un granjero desahuciado y su hija pequeña, al borde de una carretera de
provincia, vendiendo sus muebles, una desvencijada bicicleta
y este espejo,
ahora incapaz de reflejar el duro presente que nos acongoja.
***
NEFERTITI EN EL SALÓN
Mi padre,
cuando lo despidieron y le dieron una pequeña indemnización, desarrolló una
actividad inesperada:
ir a las subastas de objetos embargados y pujar por las cosas más insólitas y
heterogéneas.
(La más extraordinaria fue la compra de una pianola con cincuenta rollos de
música clásica muy diversa. Dando con fuerza a los pedales y sobrevolando
con sus manos las teclas que subían y bajaban, atronaba con sus conciertos
nuestra casa y la de los vecinos.
Tenía una expresión feliz y parecía olvidar las dificultades económicas en la
que estábamos sumidos y que a mi madre le quitaban el sueño y la volvían
cada vez más agria.
Pero la historia de esa pianola la dejo para otro día, ya que esta de hoy debe
ser una memoria poética).
Un día mi padre se apareció con una caja de tamaño regular.
Vino en taxi, lo que indignó a mi madre, y nos aseguró, mientras la abría ante la
curiosidad de mi hermana y la mía, que esa era “una excelente inversión”.
Había comprado por un precio que decía “ridículo” la reproducción exacta del
busto de Nefertiti que está en el centro de la sala de la Cúpula Norte del Museo
Egipcio de Berlín.
Al descubrirla quedé deslumbrado por su belleza:
ojos almendrados, orejas delicadas
(una medio rota, “como en el original”, precisó mi padre),
cuello largo y esbelto, nariz estrecha y recta, elegancia innata, labios carnosos con
un ligero esbozo de sonrisa,
todo invitaba a identificar en ella la hermosura que deslumbra por su perfección.
Nefertiti pasó a ocupar un lugar central en el salón de nuestra casa y su mirada
parecía perseguirme cada vez que pasaba a su lado.
Imaginé su edad y por lecturas que me procuré supe que a los quince años fue la
esposa del faraón Amenhotep IV y que su nombre significaba “la bella ha llegado”.
La “bella” había efectivamente llegado a nuestra casa y desde ese momento ninguna
mujer me parecía suficientemente hermosa; menos aún las chicas del piso de arriba
del Instituto Ramón Llull de Palma de Mallorca donde cursaba bachillerato, que
alguna vez me habían sonreído al cruzarnos a la entrada o la salida.
Corrían los años cincuenta del siglo pasado; yo tenía trece años y ninguna
experiencia, más allá de haber jugado a las escondidas con las amigas de mi
hermana y aprovechado la penumbra de un armario para aventurar mi mano sobre
un pecho trémulo. De besos, ni hablar.
La belleza de Nefertiti cobraba en las noches de luna llena una intensidad aún
mayor. Cuando lo descubrí me levantaba y pasaba largos momentos observando su
perfil iluminado por esa luz tenue, pero tan sugerente pues parecía darle vida. Una
noche me acerqué hasta sus labios y mirándole a esos ojos que me habían seducido
desde el momento en que emergió de su embalaje, la besé.
Desde ese día, las noches de luna llena, la besaba, cada vez más experimentado y
me parecía sentir una calidez que viajaba a través de los siglos,
desde un remoto valle del Nilo, iluminado por esa misma luz de una luna
intensa, haciendo flagrante mi transgresión.
Cuanto la besaba me embargaba una creciente emoción que me recorría el cuerpo.
Descubrí así el deseo y la excitación. Creí entonces estar enamorado y soñaba con ir
un día a Berlín a ver la auténtica Nefertiti, protegida por un vidrio irrompible que
mi mirada atravesaría con la misma intensidad de entonces.
Más la besaba, más fuerte era mi deseo, hasta que una noche sentí un estallido
inédito en mi cuerpo y descubrí en la humedad cálida que me empapó, lo que era la
satisfacción del amor.
Años después, extraviada Nefertiti en una tumultuosa mudanza unida al divorcio de
mis padres, cuando empecé a besar chicas y mujeres en Montevideo, cerraba los
ojos para revivir aquellos momentos de mi pubertad.
Pero nunca pude volver a sentir la emoción de aquellas noches de luna llena, ni
ninguna de ellas pudo comparar su belleza a la de Nefertiti, sobre la que un
entusiasta arqueólogo alemán había dicho: “Tenemos en nuestras manos la obra de
arte egipcio más llena de vida”.
Tengo ahora más de setenta años y no he ido todavía a Berlín.
Sin embargo, cualquier día de estos tomo un avión para sucumbir en esa sala del
Museo Egipcio al hechizo inalterable de su encanto, como el millón de visitantes
que acuden anualmente a verla. Pero ninguno —estoy seguro— la habrá besado como
yo a mis trece años.
***
VER PASAR AUTOS SENTADO EN LA ACERA
Los tres amigos de antaño
—Alvaro, Eduardo y Fernando—
sentados en la acera de la rambla
adivinan las marcas, años y modelos de los autos que pasan.
Gana el que acierta primero
—Studebaker del 54, Austin Seven del 52, Packard del 48
—o el magnífico descapotable Chevrolet Belair amarillo…—
y lo anotan con palotes en un cuaderno que agita el viento
como si fuera la pizarra del billar del bar Bambi donde se refugian
cuando llueve.
Detrás,
la rambla y la playa otoñal, donde vaga un perro abandonado
y un paseante solitario.
Escenografía que la memoria reconstruye, tiñendo de color verde esmeralda
aquellas olas grises.
Privilegio del tiempo que ha pasado desde entonces:
embellecer las cosas.
Sentados en la acera,
ríen cuando uno se equivoca
(el error ajeno causa siempre gracia)
con esa alegría que tenían los adolescentes en aquellos años.
Son amigos desde hace tiempo y lo serán para siempre,
aunque la distancia y la muerte los haya separado.
Desde lejos atisban los diseños y lanzan su apuesta,
(suele ganar Alvaro, aficionado a los motores,
pero siguen jugando).
Lo que importa es estar juntos, mientras cae la tarde
y hace cada vez más difícil adivinar en la sombra
la marca del auto que ha pasado raudo a su lado.
Desde aquellos años,
—fines de los cincuenta, Bill Halley y sus Cometas—
lejos de aquella rambla y aún más lejos de aquel tiempo,
conservo el gusto de adivinar años y modelos.
Lo hago sentado en un banco de la plaza de la ciudad donde vivo.
Pero ya no es un juego entre amigos:
Apenas el obsesivo solitario de un viejo que cree reconocer en el Opel Insignia del
2012 al Opel Kapitan de 1956; en el Citroen C2, el clásico dos caballos de extenso
recorrido en el calendario y en el nuevo Ford Fiesta, al Ford A con el que la clase
media descubrió la sociedad de consumo.
Fernando
—desde la plaza San Francisco—
apuesta ahora contra sí mismo para decirse que siempre gana,
aunque sea lo contrario.
***
SUBIDA A LA SAINT-VICTOIRE
Y puesto que eres ya libre de la carga más pesada
Puedes ahora soltar más fácilmente otras cargas
Y ascender, despegado de todo,
cual peregrino
Francesco Petrarca
Desde el balcón de la casa de mi madre en Aix-en-Provence se ve,
al fondo,
cerrando el horizonte,
la montaña de la Saint-Victoire
(silueta que clausura un paisaje de casas con jardines y una campiña siempre
verde, inspiración de pintores, metáfora de poetas, alegría de paseantes).
Con las brumas del invierno parece disimularse en el frío y la lejanía.
En verano, el sol la hace flagrante, inevitable.
Y todo el año es un desafío para senderistas,
que mi madre repite como si el sueño fuera suyo
y al que nos invita cada vez que la visitamos.
Hoy 31 de diciembre de 1979 ha concretado la expedición a su cima
(en unos días cumplirá setenta años y quiere regalarse en nuestra compañía
una foto junto a la cruz,
en las alturas)
Preparadas las viandas
—empanadas de acelgas que cocina con una vieja receta mallorquina (pasas y
piñones), zanahorias crudas peladas con esmero, una “tartina” untada con
paté provenzal, un botellín de agua y un termo con café, el inevitable café
que le hace compañía—
en la mochila que echa a sus espaldas
con esa envidiable soltura juvenil que tanto admiro,
nos invita a madrugar y emprender la ruta.
Llegar a Bimont en autobús,
—de eso se trata—
cruzar la plaza Dam, a la izquierda descubrir el sendero
que serpentea en la ladera calcárea,
comenzar el tan ansiado y postergado ascenso
sobre tierras arcillosas en la base,
ásperas rocas y pequeñas planicies para el sosiego
del cuerpo que la altura va agotando.
Dicen que serán tres horas largas,
siguiendo la marca azul en las piedras,
sorteando gradas empinadas,
adivinando los rastros del sendero
disimulado por matorrales y plantas con espinas.
En el trayecto
—recomiendan—
detenerse para contemplar los viñedos de la campiña, los pueblos sobresaliendo en
los valles,
el castillo de Vauvenargues donde viviera y descansa Picasso envuelto en una capa
española,
una carretera —la D 10—
un acueducto romano,
la represa de Bimont y el lago de aguas azules que la contiene
y descubrir cómo el paisaje se ensancha en la medida de la altura
que vas haciendo tuya.
Mamá está ágil como una cabra
—soy Capricornio, dice orgullosa—
salta sobre las piedras y va devorando metros
con la ansiedad de una esperanza que concretará antes de que llegue el Año Nuevo.
Voy quedando atrás y me llama entusiasta para que la siga,
más allá de mis titubeos y el desconcierto
con que voy errando más abajo.
En la lenta ascensión, vemos también
—como en aquella narración augural de Petrarca ascendiendo al Monte
Ventoso—
a un viejo pastor que estaba en una cañada y que con muchas palabras “se puso en
disuadirnos de que ascendiéramos, diciendo que hace cincuenta años, con el mismo
ardor juvenil, también él había subido a la cima, y lo único que consiguió fue
cansancio y desilusión y tener el cuerpo y las ropas laceradas por las rocas y las
zarzas”.
Y luego, viendo el pastor que “se esforzaba en vano, nos acompañó unos pasos
entre riscos y nos indicó un sendero escabroso al tiempo que nos hacía muchas
advertencias, que seguía repitiéndonos cuando ya lo habíamos dejado muy atrás”.
Así es cómo fue entonces.
Vemos luego aquel refugio del que hablan las guías del lugar,
sus piedras albergando al viajero extraviado
cruzamos el “Pas de la Savonette” cogidos a la cadena que protege de previsibles
deslizamientos, y
culminamos la ascensión al mediodía.
Comemos al tibio sol invernal,
sentados al pie de la cruz que corona los 1011 metros de altura,
la serenidad inunda el alma
la ligereza del aire embarga
mordiendo zanahorias en el silencio que nos rodea,
envidiable calma que fijamos en Kodakcolor.
Mamá está contenta
y al bajar por la otra ladera hacia el Tholonet
va cantando canciones de mi infancia
que recuerdo con inesperada tristeza.
Como dijera el poeta:
“El sol ya declinaba
y las sombras del monte se alargaban
indicando que ya iba siendo hora de volver”.
Anochecerá en el camino
(es el corazón del invierno)
y desorientados y en la oscuridad,
iremos trastabillando por el sendero hacia abajo,
adivinando el rumbo perdido en la penumbra.
Esta noche celebramos el Año Nuevo de 1980,
cinco días más tarde los 70 años de mi madre.
Años después —en 1983— la montaña Saint Victoire
será clasificada como parque natural, patrimonio y espacio protegido;
en 1989 un incendio devastará su ladera más rica en árboles y esa garriga donde
cantaban las cigarras con su proverbial inconsciencia.
Nuestras huellas borradas en la ceniza,
recuerdo ahora ese día
—subiendo con mi madre hacia la cumbre
culminando el postergado sueño—
y me repito con Ovidio, como tal vez hiciera ella,
“Y es que querer no es suficiente;
para conseguir una cosa
hay que desearla ardientemente”.
***