Aquella mañana el sol había salido muy pronto, demasiado pronto -como decía la abuela- y las gaviotas volaban tierra adentro por encima de los campos y de las casas, como engañadas por aquella rueda de fuego, que quizá les hacía creer que las azoteas blancas eran tan solo espuma.

“Esto es un presagio…” había dicho el abuelo no sé cuántas veces y después se había ido a la calle -él que nunca salía- para encontrarse con el Antonio, que había estado mucho tiempo fuera del pueblo -nadie sabía exactamente dónde- y del que todos decían que sabía mucho de misterios y de cosas extrañas.

“¿Qué quiere decir presagio?”, le había preguntado yo a la abuela; y ella había continuado con sus faenas, sin decirme nada, como si mi pregunta pudiera romper el hilo de sus meditaciones.

Yo no me acuerdo ya si era enero o febrero, pero recuerdo bien que me hacían daño las puntas de los dedos de tanto morderme las uñas y que la Teresa tampoco entendía qué quería decir aquello del presagio. Yo no me acuerdo ya si era un día de invierno, pero recuerdo bien que a ti no te conocía todavía y que la Teresa y yo jugamos a hacernos cosquillas en el patio. Yo no me acuerdo ya si teníamos miedo.


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