Autor: Roberto Malo.
Salí a la calle con ganas de matar. Era primavera. Y la primavera me altera. Un sol radiante coronaba el cielo. Por la acera, un individuo caminaba hacia mí. Tenía la cara redonda, totalmente blanca, y dos ojos grandes y amarillentos: su cara parecía un huevo frito de dos yemas. Saqué un afilado tenedor de uno de los bolsillos de mi gabardina y se lo clavé en el corazón. El hombre, sobresaltado, cayó al suelo retorciéndose, intentándose desclavar el tenedor desesperadamente. Me agaché sobre él, le saqué sus dos asquerosos ojos con mis propias manos y los tiré al suelo. El hombre gritó como un perro, presa del dolor. Una mujer joven —que caminaba con dos niños pequeños— se abalanzó sobre mí gritándome que estaba loco y me golpeó con una barra de pan en la espalda. No me hizo nada; el pan era del día. Saqué un cuchillo del otro bolsillo y le corté el cuello a la mujer. Los niños que la acompañaban me miraron absortos, inmóviles, con la boca abierta. Me acerqué a uno de ellos y le di una patada en toda la cara. Mi bota quedó alojada dentro de su boca y sus dientes acabaron saliéndole por la nuca. Y al quedarse mi pie derecho descalzo, me quité el calcetín y con él le tapé al otro niño la nariz y la boca, asfixiándolo rápidamente. En esto, un policía gordo vino hacia mí, desenfundando su pistola. Pero yo fui más rápido. En cuestión de un segundo saqué mi pistola y le disparé con segura determinación, agujereándole la cabeza en la zona en la que la gorra y la frente se unen. Cayó muerto a unos metros de mí. Me acerqué a él, le quité su pistola y la guardé en mi cintura. También le quité la porra, y acabé metiéndosela por la boca al tipo que antes le había arrancado los ojos, pues no cesaba de gritar y me estaba empezando a poner nervioso. Otro hombre apareció por la calle. Miró los cadáveres y me miró a mí, como intentando averiguar lo que había sucedido. Se lo expliqué con mucho gusto, vaciando el cargador de mi pistola en su estómago. Se derrumbó sobre la acera, envuelto en sangre. Por otro lado, un anciano apareció. ¿Por qué aparecía tanta gente? Corrí hasta él, le tiré al suelo y le empecé a golpear la cabeza con la culata de mi pistola. Su cráneo se quebró sin ofrecer resistencia, como si fuera de arcilla, y empezó a escupir sangre por todos los lados. Me puse perdido de sangre. Entonces miré al suelo y vi una boca de alcantarilla. Levanté la tapa de acero y con ella aplasté la cabeza del viejo. Me puse de pie, encima de la tapa, y salté con fuerza varias veces. Me aparté y levanté la tapa. Si no fuera porque había un cuerpo tras el amasijo de sangre, carne y huesos, nadie hubiera adivinado que eso había sido una cabeza alguna vez. En ese momento escuché el familiar sonido de una sirena policial. Cogí la tapa de metal y entré en la alcantarilla; la volví a poner en la boca desde dentro y bajé por la escalera que había adosada a la pared. Al llegar al suelo, la oscuridad y un olor bastante desagradable me rodearon. Saqué una linterna de uno de mis bolsillos; estaba preparado para todo. La encendí y empecé a caminar. El fluir del agua llena de mierda y el sonido que producían las ratas me acompañaban. Pronto llegué hasta unas escaleras que daban a otra salida. Subí por ellas y aparté lentamente la tapa. Asomé la cabeza con cuidado. El sonido de los coches llegó a mis oídos. Estaba en mitad de un carril. Vi un coche venir hacia mí. Me erguí, sacando medio cuerpo fuera, saqué la pistola del policía de mi cintura y disparé sobre el conductor. Tuve el tiempo de ver cómo mi bala atravesaba el cristal del coche y la cabeza del conductor. Después me dejé caer al fondo de la alcantarilla y desde el suelo escuché el estrépito del choque del coche contra otros. Sonreí y seguí avanzando por el alcantarillado. No tardé en llegar a otra salida. Subí por ella y, al asomarme y mirar, mis ojos se iluminaron de satisfacción. Veía la entrada de un colegio, y los niños salían en tromba. Saqué una granada de mano de uno de los bolsillos de mi gabardina y la lancé con precisión. Una docena de niños volaron en pedazos. Sonriendo, volví a bajar a mi mundo subterráneo. Me quité la bota que llevaba en mi pie izquierdo y la tiré al agua; andaba algo mal con sólo una bota. Seguí caminando, ya con mayor facilidad. Mis pies descalzos sentían el sucio suelo. Al rato llegué a otra salida. Me enfoqué mi gabardina con la linterna; estaba perdida de sangre. Me la quité y la dejé caer al suelo, ensuciándola todo lo que pude. También ensucié mis manos, que estaban rojas de sangre. Después me volví a poner la gabardina y miré mis pies descalzos: sólo uno de ellos llevaba calcetín. Desde luego, parecía un pordiosero. Subí por las escaleras, aparté la tapa y miré el exterior. Sonreí; un barrio pobre. Salí de mi agujero, volviendo a sentir la luz del sol, y llegué hasta unos cubos de basura. Me senté en el suelo; tenía que descansar. Era primavera. Y la primavera me altera.
Autor: Roberto Malo. Escritor, cuentacuentos y animador sociocultural.