Prosa
TRIPA COCO
Palma de Mallorca, 1945
Lo llamamos así —mi hermana menor y yo— por su enorme vientre prominente sobresaliendo sobre un cinturón que ceñía sus pantalones siempre medio caídos. Tenía una carpintería vecina al portal de nuestro edificio en la calle Guillermo Costa, 5, de Palma de Mallorca donde vivíamos entonces. Estoy hablando del año 1945. Eran años de escasez y de pocos juguetes. Yo soñaba con un juego de construcciones: pequeños trozos de madera de diferentes formas y tamaños para edificar casas donde alojar a mis personajes imaginarios, Morial y Sancosi. Mi padre tuvo la idea de hablar con “Tripa Coco” para pedirle que me hiciera con restos de la madera de su carpintería un juego lo más completo posible que incluyera cubos, conos, esferas, prismas rectangulares, triangulares y hexagonales, pirámides y cilindros con los que yo pudiera desplegar sobre la mesa del comedor mi incipiente talento de arquitecto. Recuerdo todavía el olor a serrín y a madera al entrar por primera vez en la carpintería. Resinas penetrantes de pinos lejanos se superponían al olor a tabaco de picadura “Ideales” del cigarrillo liado que “Tripa Coco” tenía siempre encendido o apagado pegado al labio. Aceptó gustoso la propuesta y pidió a su hijo, un joven delgado apenas salido de la adolescencia, que la ejecutara en acuerdo conmigo. A partir de ese día cuando volvía de la escuela pasaba por la carpintería y veía como Ramón iba cortando y puliendo con sumo cuidado las piezas de un juego de construcciones como el que yo había soñado. Sus manos, con sus largos dedos que podrían haber sido de un pianista, redondeaban con papel esmeril los ángulos e iba colocando en orden las piezas terminadas en una gran caja que un par de semanas después “Tripa Coco” entregó a mi padre. Fui feliz con aquel juego de construcciones con el que pude realizar mis postergados sueños. Al pasar frente a la carpintería no dejaba de saludar a Ramón para contarle de mis progresos edificando una ciudad cartaginesa o un templo griego y de mi proyecto de una iglesia románica, copiada de un libro de arte de PROSA la biblioteca de mi padre en el que buscaba inspiración. Ramón me habló un día de su secreta vocación de poeta. Me dijo que escribía versos en la trastienda. Me preguntó si podría un día leerme alguno y le dije que, naturalmente, estaría encantado, aunque poco sabía entonces de literatura. Nunca fue posible escuchar esos poemas de Ramón. Unos días después, al volver de la escuela, vi dos motos de la Policía Armada y de Tráfico, estacionadas frente a la carpintería. Dos “grises” corpulentos hablaban con “Tripa Coco” y le entregaban un sobre. Supe después que era una citación para que su hijo Ramón se presentara en la Dirección General de Seguridad de Palma a la mayor brevedad. Apesadumbrado, el viejo carpintero nos diría que no sabía nada de Ramón desde que acudió a esa citación y que en Seguridad no le daban ninguna información, pese a su insistencia casi cotidiana. Debieron pasar un par de meses, aunque a esa edad —mis ocho años— era difícil medir el tiempo, cuando Ramón reapareció. Estaba más delgado y tenía las manos vendadas. Los finos y largos dedos quebrados, tras largas sesiones de tortura y “terapia reeducadora” para su delito: había sido denunciado y acusado de ser un “invertido”, “desviado”, un “violeta”, un “maricón” como resumiría con tono tajante la portera de nuestro edificio. El juego de construcciones me acompañó muchos años y aunque dejé de edificar casas y templos, no pude dejar de pensar en Ramón que no trabajó nunca más la madera como lo había hecho para mí: sus manos estaban inútiles para siempre, sus dedos eran garfios tendidos en el aire, una súplica en un tiempo que tardaría aún años en desaparecer.
TRÁMITE DE RESIDENCIA
Nueva York, abril 1971
No dejé de mirar la lista de “Servicios profesionales” bajo el rubro de Abogados ofreciendo: “Le tramitamos su residencia, la Green card y le conseguimos ofertas de trabajo” (como quién dice todo lo que se busca en este tipo de paraísos). “Ahora, nuevas oficinas en Manhattan. Atendemos de lunes a sábados de 10 am a 7 pm en 1153 Broadway, esquina 26 Street, oficina 637, Teléfono 929.1279. VISA RÁPIDA Inc. A continuación, otro anuncio en la misma columna afirmaba: INMIGRACIÓN: “Todos los casos de inmigración y tramitación de documentos para visas de residentes, estudiantes y traer a sus familiares, contratos de trabajo, asuntos legales. Llamar al Licenciado Agustín Rico, 875.4572”. Me bastaba con cualquiera de estos dos anuncios para decidirme, pero había muchos más en la misma columna del diario en español de Nueva York, EL DIARIO, aunque sospeché que todos serían muy parecidos: un licenciado cubano con el título revalidado (o no), una secretaria con minifalda, rostro redondo y acento caribeño, metidos en una pequeña oficina con puerta acristalada, un teléfono con línea casi siempre ocupada, una ventana dando a un callejón, un sillón de cuero ajado y un par de sillas desvencijadas. Honorarios a fijarse según el trámite, pero siempre sujetos a revisión, dependiendo de las dificultades que fueran surgiendo, lo que sospecho debía suceder con demasiada frecuencia. Decidí llamar al Licenciado Rico y tras varios intentos infructuosos, logré comunicarme con una voz cantarina (nada caribeña por cierto) con reminiscencias del lejano sur que me dio una cita para un par de días después. Allí estuve, puntualmente, para descubrir que Agustín Rico, en efecto de origen cubano, era ciudadano norteamericano, lo que se preocuparía en subrayarme desde el principio y recordarlo un par de veces, al pasar, en la conversación. Descubriría además que la presunta secretaria de acento caribeño era una argentina que tenía que solucionar su propio problema de papeles. Me dijo que “el Licenciado estaba atendiendo a una pareja de peruanos que iban a ser expulsados en esos días, según un dictamen de un juez de Queens que iban a apelar”. Había que esperar en el pasillo y Rosa, así se llamaba la argentina, decidió acompañarme para contarme su vida, como si la hubiera conocido en un Single Bar, recostada melancólicamente en el mostrador con un vaso de bourbon en la mano. Apodado Latino por mis compañeros becarios escucharía con creciente interés la historia de Rosa que aseguraba haber sido “profesora de filosofía en Jujuy” (sic) y que, como tantos latinoamericanos que emigran a Estados Unidos, Canadá o Australia, estaban dispuestos a realizar trabajos que nunca aceptarían en sus propios países : lavar platos en un sucio restaurante, limpiar oficinas de madrugada o cuidar de una vieja judía semi-paralítica (como había hecho ella) como teórica “dama de compañía” y en realidad como “criada para todo servicio”. Eso sí, al comer gratuitamente de lo que había en una nevera que abastecía una vez por semana con los quince dólares que le daba la judía, podía ahorrar algún dólar aunque el salario fuera magro, por no decir mísero. El hijo de la “vieja dama” llamaba una vez cada diez días y se aparecía algún fin de semana, cada tres meses. Rosa dormía en un catre plegable que extendía entre la nevera y una ventana que daba a un sombrío patio interior. Era divorciada y ni su propio ex marido sabía donde estaba. Más bien temía que lo supiera. No sólo por la filosofía —que también él enseñaba en colegios secundarios— sino por cosas tan simples como el furibundo nacionalismo peronista que habían enarbolado juntos en los buenos tiempos de noviazgo y matrimonio. Años después, con el presidente de “facto” Agustín Lanusse otros gallos cantaron en el corral argentino y, ya divorciada, decidió emigrar, tomando el ascensor que, desde el subsuelo del Cono Sur, asciende verticalmente por el mapa al pent house neoyorquino. Lo hizo como turista, aunque sin pasaje de regreso. En Nueva York había descubierto las primeras dificultades de la vida “independiente”, aunque tuvo la suerte de compartir un pequeño apartamento con un grupo variable de estudiantes jujeños de Columbia University hasta que descubrió el anuncio de “dama de compañía” de la señora judía medio paralítica, madre de un hijo tan rico como desaprensivo. Al cabo de tres meses de miserias compartidas, cansada de comprar alimentación en una tienda kasher del vecindario, había visto el anuncio del Licenciado Rico que la aceptó de inmediato por aquello de “profesora de filosofía” que al parecer le había impresionado, decidiendo pagarle poco a cambio de tramitarle los papeles. A esta altura, la puerta de la oficina se abrió y la pareja de mestizos peruanos salió acompañada de la recomendación “llámeme la semana que viene”. El Licenciado, vestido con un traje brilloso oscuro de buen corte, pero pasado de moda, me hizo pasar, excusándose apenas de la tardanza en atenderlo. Al entrar al pequeño despacho, me sentí pisando tontamente con más firmeza el suelo (aún a la altura del piso 27 donde estaba) del vasto y complejo mundo en el que había decidido quedarme a vivir. Luego, sabría de sus dificultades como becario con un visado F.1 para tramitar mi permanencia, e iría descontando fichas del optimismo inicial como hacen (hacemos) todos los que deciden hacer algo seriamente en sus vidas, como cambiar de país de residencia, por ejemplo. Me quedó el consuelo de llamar de vez en cuando a Rosa, invitarla al cine, a comer hamburguesas, y, si todo cuadraba, acostarme con ella, que buena falta nos hacía a los dos.
EL REGRESO DEL BECARIO
Junio, 1971
El avión se inclina a la izquierda y veo, a través de la ventanilla, la costa delineada hacia el oeste que reconozco tras la ausencia de estos nueve meses: playas de aguas turbias de este río que de Plata no tiene sino un nombre perdido en los orígenes de nuestra historia. Playas desiertas en este invierno que sospecho frío y ventoso, tal como lo atisbo entre las nubes desgarradas por el fuselaje que desciende hacia mi destino. Siento una extraña tristeza y me digo, una vez más: “volver no es fácil; porque volver es tener que mirar de nuevo las cosas de frente”: todo aquello que intentamos dejar (inútilmente) atrás al aceptar la beca como periodista en el World Press Institute y subir alegremente al avión. Alegre, es un decir, porque también entonces había un nudo extraño en el estómago al decir: “Adiós, te quiero a pesar de todo. Verás como la distancia arregla las cosas y seremos otros a mi regreso. Cuídate. Te escribiré”. Arreglar no arregló nada, las complicó más bien. Aquí estoy descendiendo hacia la realidad parcelada de mi país, con alguien (espero) en la terraza del aeropuerto, probablemente con otro nudo en la garganta y la misma extraña tristeza que me agobia. Tengo un raro temor, por no decir miedo a enfrentarme a mi pasado. “Enderecen el respaldo de sus asientos, átense los cinturones, empieza el descenso”, dice la azafata con tono indiferente tras un micrófono. Se encienden las luces “No smoking” (aún se fumaba en los aviones aquellos años), no ir al servicio. No a muchas cosas. Ahora empezará el tiempo del “no” a tantas cosas que tuve en estos meses, que aprendí a conocer y disfrutar, esa libertad que ahora está cancelada en mi tierra. Vuelta al redil, a esa forma de la rutina que he roto por nueve meses, lo que dura un curso para un becario. Vuelta a ser yo, hijo de inmigrante español y madre francesa, llegado a principios de la década del cincuenta en busca de lo que era el país entonces: esa tierra de promisión que se iría deteriorando en años de desgaste, violencia e inflación. Ya no seré el Latino con que me bautizaron colegas y compañeros de la beca, el exótico latino entre sajones, alemanes, un australiano y un par de africanos que decoraban el conjunto. Me saco el disfraz que llevé gustoso durante los meses que duró esta farsa: el periodista latinoamericano invitado (¿comprado?) para conocer como funciona un gran país, para descubrir la realidad en toda su ambigüedad, esa relatividad que se escamotea en el slogan, el miedo o la amenaza. ¡Quién sabe! Pero ahora aterrizo, ahora voy a bajar con ocho pasajeros a mi empobrecida ciudad natal, pobre y asaetada por el invierno y la escasez, por la no disimulada dictadura de su régimen, avanzando hacia un golpe de estado. Estoy de regreso a mi mundo, al mundo del que me evadí conscientemente. Y aterrizo para empezar a decirme de nuevo: “Estarás allí, Ana, en el Aeropuerto, con tus problemas acumulados por el tiempo que has tenido para recocinarlos con ese resentimiento que nos ha dado la separación tan mal empezada por los dos, tan abruptamente decidida de mi parte y peor aceptada de la tuya. Te miraré, nos miraremos, para descubrir que no deberíamos vernos más como lo que ya no somos hace tanto tiempo, marido-esposa, pareja, compañeros. Nos hemos seguido engañando a la distancia —lo sé— y por eso ahora tengo tristeza, porque te miraré a los ojos y sabré que todo ha sido un juego de postergaciones, de alargar una situación temiendo que se rompa cuando ya lo estaba en su interior, desgarrada para siempre, antes de mi partida. Ocho pasajeros, nada más, esto es lo que vale ahora mi país para una gran línea aérea. Los demás, los fuertes de sonrisa y jaleando la noche con su vocerío, se quedaron en Buenos Aires. Aquí viajamos los desterrados y dos señores con aire de Embajada y maletín negro de cierre con combinación. Los desterrados que vuelven, que transitan, que ignoro qué hacen, en cuyas caras leo la misma tristeza que tengo yo desde que me embarqué en Nueva York. No los conozco, pero los evité en las escalas de Caracas y Río de Janeiro, como si esquiváramos descubrir el verdadero rostro de nuestro país actual. Debe hacer frío allá abajo. La tierra y los árboles desnudos están más grises que nunca. Las nubes corren por el cielo desgarradas por el avión que las atraviesa rumbo a nuestra realidad cotidiana. Ana, por favor, no empieces a hacerme preguntas desagradables después del beso inicial. Dame una tregua antes de regresar al pasado del que hui. Sin embargo, te traigo en la maleta todos tus encargos, todos sin falta: cremas y potingues de maquillaje, ropa interior y ese abrigo de piel sintética que me pediste en tu última carta. Todo sin falta, no me des las gracias. No hay de qué. Pero, sobre todo, tengo mi diploma. Un magnífico scholar, periodista que regresa para reintegrarse a la nada. Dijeron —me dijeron—¿dirán ahora? que era excelente. Tal vez excelente, pero quebrado en su original destino de reportero, de investigador que sabía escarbar en los problemas, entrevistador aguzado en sus preguntas, dudando de todo. La verdad es ambigua y contradictoria —me digo ahora— no puedo creer con aquella fuerza inquisitiva de antes, ¿Madurez, dicen? Tal vez, pero vuelvo triste, repito, y lleno de dudas. Y de pronto la pista. Delante, tras las nubes que pasaron ante mi ventanilla, las gotas de lluvia y la pista, la tierra de mi país. Aquí estoy aterrizando con mi maleta llena de encargos, papeles, recortes de periódicos y revistas y el diario personal donde he anotado lo que he vivido en el gran país del Norte, todo lo que he descubierto tras el brillo y el oropel del consumo, las diferencias abismales entre unos y otros, los homeless deambulando con sus bártulos entre los rascacielos, esa religión que embadurna todo con falsos profetas de tantas sectas y ramas de un cristianismo que ha estallado en siglas, la violencia armada de sus ciudadanos, la segregación que subsiste tras la fachada. Ese diario de mi sincera visión, más allá del becario ejemplar diplomado, que iré a releer en secreto al trastero de mi casa algún sábado lluvioso y debería atreverme a publicar algún día. Un golpe suave. Tocamos tierra. La carrera corta, el frenazo brusco al final de la pista inconclusa del proyectado futuro aeropuerto. Media vuelta y la visión de la terraza del viejo aeródromo desde donde se reciben y despiden a los pasajeros. Ana estará entre ellos. El avión se detiene. Traen la escalerilla. Me levanto, me pongo la gabardina y voy por el pasillo de este avión casi vacío, mochila en mano. Por la puerta entra una bocanada de aire frío como el latido de una realidad postergada. Bajo y miro la terraza. Ana está allí. Si, hace frío y ya estoy pisando la pista. Estoy deprimido y siento por primera vez que odio ser lo que soy, sin saber exactamente lo que quisiera ser. A eso me dirijo con paso decidido.
CAMINOS DE LA UTOPÍA Y SENDEROS DE LA VIDA
Los caminos de la utopía se cruzan, felizmente, con los senderos de la vida. Si pudiera existir alguna duda, el itinerario de este libro —hecho de encuentros y desencuentros, encrucijadas y sorpresas— lo demostraría. Los encuentros y las sorpresas de una existencia de la que uno no ha elegido sus curvas, paradas y accidentes —aunque haya tenido la ilusión de creerse dueño de la dirección y del pulso que imprime al itinerario— son los que nos conducen hoy, en este día del mes de octubre de 1998 a concluir la introducción a la edición española de esta propuesta para la «reconstrucción de la utopía». Clausura, aunque sea momentánea, de una obra que, no por haber sido elaborada en orden disperso, deja de tener una vocación de coherencia, porque sus páginas me han acompañado en los últimos cuarenta años de vida, jalonando una preocupación y un destino en el que se han combinado los avateres de la vida cotidiana con la teoría y la convicción de la «necesidad» de la utopía. Pese a la intensidad de este itinerario personal, somos conscientes de que no parecen estos tiempos propicios para la utopía. En nombre del pragmatismo y del realismo político que impregna las expresiones de la acción y el pensamiento contemporáneo, el imaginario individual y colectivo, ese «soñar despierto» al que somos tan proclives los seres humanos, está en crisis. La acelerada demolición de sistemas, creencias e ideologías a la que hemos asistido, supremos baluartes en los que se había refugiado el discurso político e ideológico de las últimas décadas, ha desalojado el discurso utópico de toda reflexión prospectiva o programática. Ello resulta evidente en Europa, donde el espacio de la reflexión utópica se ha adelgazado considerablemente y se han erradicado la mayoría de las tensiones en aras de un ecumenismo complaciente, justo en el momento en que las fronteras mentales y culturales se han ampliado como ha sucedido de 1989 a la fecha. Sin embargo, no deja de ser paradójico que justamente cuando se enfrenta un «vacío» y una crisis como la que se vive hoy a todos los niveles, se haya erradicado toda forma de imaginación que rebase los límites de lo «razonable». En un período de desorientación y de ausencia de modelos, prescindir de una función utópica gracias a la cual se pudo cuestionar en el pasado el orden establecido e imaginar propuestas alternativas de otros mundos posibles, es una contradicción que merece ser estudiada. Lo es aún más en la perspectiva de una región como la de América Latina, tradicionalmente dispuesta a proclamar teorías y explicaciones «totales» y cuyo principio desiderativo sigue siendo el de la esperanza y la búsqueda de una identidad sin los contradictorios dualismos que históricamente la caracterizan. Por esta razón, más allá de la coyuntura del post-modernismo en que muchos se han embarcado o de una crisis del género utópico que creemos pasajera —y que, por otra parte, no es la primera en los casi cinco siglos del género utópico— creímos necesario escribir La reconstrucción de la utopía que ofrecemos hoy a los lectores, subrayando en esta edición en español que sigue a la original publicada en francés (La reconstruction de l’utopie, París, UNESCO/Arcantères Éditions, 1997) la función que la utopía ha cumplido como motor de la historia. Hemos dividido la obra en tres partes y una conclusión claramente diferenciadas. En la primera parte tratamos los caracteres del género y de la función utópica como expresión del pensamiento crítico, subrayando especialmente su dimensión histórica. En la segunda analizamos uno de los mitos que fundan la utopía —la tierra prometida— topos esencial del imaginario del (y sobre) el Nuevo Mundo. En la tercera parte presentamos algunos de los modelos que han marcado la historia de la «marcha sin fin de las utopías» en América Latina, como la bautizara poéticamente Oswaldo de Andrade. A modo de conclusión proponemos algunos puntos sobre los cuales se podría «reconstruir» la utopía del futuro y, en todo caso, restablecer la reflexión utópica como parte de la impostergable recuperación de la dimensión crítica del pensamiento a la que invita este fin de milenio. Porque, digan lo que digan los realistas y los historicistas puros, empedernidos causalistas en lo económico y en lo social, estamos convencidos de que sigue habiendo un espacio natural para el resquicio que propicia «el soñar despierto» de la utopía. De otro modo, estamos convencidos, sería insoportable vivir, como lo demostraron quienes creyendo realizar la utopía, lo único que obtuvieron fue transformar sueños en pesadillas. Porque también es cierto que desde 1984 —año en que George Orwell había situado su anti-utopía 1984— somos conscientes de los riesgos de la utopización excesiva, esa amenaza siempre pendiente de la pesadilla «orwelliana»: el contenido totalitario de la utopía que confunde el «ser ideal del Estado» con «el estado ideal del ser», que prefiere el orden a la libertad y que teme la imaginación y la heterodoxia, tan dramáticamente reconocido en los sistemas que se desmoronaron a partir de 1989. Nuestra apuesta no se resigna a un complaciente «pensamiento único» al que tiende el conformismo del post-1989, sino a reivindicar la libre dimensión de «querer lo imposible» e intentar recuperar la función utópica inherente al ser humano, ese homo utopicus que no abdica ante el homo economicus. Una «reconstrucción » que se proyecta al margen del fracaso de los modelos actuales o, justamente, a causa de esa derrota. Porque la historia, aunque lo hayan pretendido algunos, felizmente no ha terminado.