Un teatro de Nueva York es un edificio barroco, vasto y mal decorado, que, construido con fines de especulación sobre la propiedad, sólo se propone reunir a un público que la pague, sentarlo en la sombra durante seis noches a la semana — más dos matinées —, y hacerlo ver actores que, moviéndose en escenario brillantemente iluminado o tenuemente azul — según la producción aspire a éxito de taquilla o de «arte» — repiten frases estudiadas en cuartillas dactilográficas, o hacen gestos enseñados por un director de nervios desquiciados. Una milicia de tramoyistas y expertos electricistas gradúan las luces y preparan el escenario. Todos, excepto el cuerpo técnico y el auditorio están allí en labor de franca especulación, tratando de explotar las distintas clases de exhibicionismos tolerados, contemplar sus nombres en caracteres luminosos y ganar un millón de dólares. El autor, el director, los actores, el taquillero, el mánager, el promotor que presentó el mánager al «ángel» que trajo el capital, los revendedores, porteros, fanáticos del teatro, diseñadores de decoraciones, maquilladoras de coristas, y alguna vieja con ínfulas de cultura nueva, todos esperan que esta vez ganarán a cara o cruz, con el búffalo de la moneda, y que obtendrán fama y riquezas.
Pero detrás de todo esto hay un complejo de necesidades y un clamor que no está enteramente conectado con el símbolo del dólar. Todo el mundo quiere formar parte del gran elenco, salirse de sus miserias, sentir lo que otros sienten, emborracharse de excitación sexual, de aventuras, de cocktails o dólares. Aspiran a que se les contemple con admiración y envidia, por haber visto o escrito una pieza de éxito, por haber ganado dinero, gastado dinero, y así a través de innumerables acontecimientos y conflictos sentimentales. Los escritores, actores, decoradores y directores tienen algo en el pecho que quisieran exteriorizar; los pobres diablos que pagan en taquilla quieren olvidarse de sí mismos y sentirse parte de la farándula — aunque no fuera más que en calidad de comparsas.
¿Parte de qué?
En New York, comparsas de la procesión imperial americana, camino del más dinero, mayor barniz, más Ritz, que obsesiona nuestras existencias. En Moscou, en cambio, quieren tener la noción de que participan de la marcha victoriosa del mundo proletario a través de la historia.
La finalidad es muy distinta, pero el mecanismo no difiere tanto.
El teatro de Moscou vale lo que se paga por sus localidades; En New York acontece lo contrario. El teatro newyorkino es como un tinglado de feria rural, en donde el acto presentado afuera, para atraer al público, resulta siempre superior al espectáculo ofrecido bajo la carpa.
La mayor parte de los críticos norteamericanos que estuvieron en Moscou opinan, muy equivocadamente, que el teatro ruso tiene poca importancia. La verdad es esta: para empezar, mientras está en la Union Soviética, el crítico tiene miedo; le sobresalta la idea de que el ogro pueda agarrarlo para comérselo de un momento a otro. También le desorienta la diferencia de costumbres: el teatro abre sus puertas a la hora en que, ordinariamente, el crítico está comiendo. Si no comiera estaría hambriento, y si ha comido ya, lo hizo de prisa y comienza a producirse en él algo semejante a una indigestión. En el público nadie está vestido con etiqueta; el crítico se pone a meditar acerca de si los rusos se bañarán asíduamente. El edificio en que se encuentra tiene el crudo aspecto de las construcciones sin terminar; quizás se trata de un viejo teatro desmantelado, huérfano de adornos, pintado sencillamente de blanco gris, con sabor a granja. El crítico se inquieta.
Comienza la representación sin muchos formalismos. Como siempre, la sala del teatro se apaga, y el escenario se ilumina brillantemente, y nerviosos reflectores entran en acción, dogmáticamente, como la vara del maestro rural que señala ecuaciones en el cano; pero éste no entiende el ruso ni el pésimo inglés del intérprete. Entonces le asalta el temor de estar escuchando textos de propaganda, y de ser convertido al comunismo sin darse cuenta. La obra es larga; los intermedios son largos también; las sillas son duras. Y el crítico siente toda la falta de elegancia, de esa elegancia que en su país encontraría en el más ínfimo cinematógrafo; regresa a su hotel bostezando, cansado, temeroso del haberse llenado de piojos, y escribe una crónica, informando a sus lectores que el teatro ruso ha sido demasiado ponderado, y que solo se trata de un medio de propaganda bolcheviki.
En New York los críticos, productores y gente de teatro leen los artículos y sienten un gran alivio. Esto les hace entrar con más satisfacción dentro del agujero sin fondo en el cual están hundiendo su profesión. Los teatros de películas habladas dan más satisfacciones al público por el valor de su dinero, que el teatro propiamente dicho. Es evidente que para los actores teatrales norteamericanos sólo hay porvenir en Hollywood, o en la tranquilidad de un banco en cualquier parque.
Si usted les dijera que tienen mucho que aprender en Moscou, lo creerían loco. El teatro en los Estados Unidos, como campo de negocios, ha llegado a ser un mero subsidiario de Hollywood. Cualquier teatro que pretenda continuar viviendo, tendrá que apelar a otros fines que la especulación, y a otros sentimientos que los derivados de la religión del dólar, o tal vez a la rebelión contra tales motivos.
Hasta cierto punto resulta interesante hacer una comparación entre el teatro actual de los Estados Unidos y el de Rusia en estos momentos. Históricamente, tienen más o menos la misma edad. Las dos ramas se desprenden de la decadente estimación en que cayó el teatro europeo a fines del siglo XVIII. Pero existe una diferencia: Rusia fué influenciada por lo que había de más viviente en los teatros franceses, germanos y escandinavos, de fines del siglo XIX, mientras que América del Norte tuvo las mismas influencias pero pasadas por el tamiz de las respetabilidades puritanas, y la tradición emasculada del teatro shakespeariano de las tablas inglesas. Desde que la conmoción de la guerra rompió todas las fronteras de Europa, el teatro europeo se ha vuelto cada vez más internacional, como parece haberlo sido en el siglo XVIII. Las producciones pasan de capital a capital; la mitad de las piezas vistas en New York, París o Berlín, son traducciones de «obras de éxito» de diversas procedencias. Las fuentes de mayores influencias parecen venir de los Estados Unidos (comedias musicales, revistas, obras policiacas), y de Rusia (efectos escénicos «modernos», y juegos de luces). La diferencia que se observa entre estos dos centros de influencias derivan de esto: mientras el teatro ruso prospera, el norteamericano decae rápidamente.
En Rusia como en América, los cinematógrafos son fuertes adversarios; sin embargo el teatro ruso no pierde terreno. ¿Cuales son, pues, los elementos que constituyen la fuerza del teatro ruso?
En primer lugar, toda organización teatral posee una tradición permanente detrás de sí. Cada teatro ruso tiene una vida de corporación, como una Universidad, y directivas individuales y políticas que fluctúan según los casos; el cuerpo de actores varía muy poco, así como el repertorio; pero la institución es organismo con memoria. Ser actor o director es considerado como profesionales que exigen una reputación, que requieren un entrenamiento prolongado y eficiente.
Los actores de cualquier teatro particular son contratados por no menos de un año. Se sienten parte de la entidad. Desde la revolución, todo el mundo (en los teatros de izquierda al menos), tiene algo que ver con la política e intervienen en el nombramiento de directores y elección de obras. Contrariamente a la impresión general, la revolución de Octubre no interrumpió a la tradición que regía en la mayor parte de los teatros. Estos se han modificado en cierto modo, como se ha modificado la vida de los individuos, por estar sometidos a las normas de una sociedad nueva, pero no se ha pretendido romper con el pasado, como lo hacemos en New York en cada temporada, donde una nueva serie de especuladores se afana por destruir lo que ha sido hecho antes (excepto cuando se trata de mantener tradiciones en nombre de argumentos como éste: «Ben-Hur fué un triunfo»). En Moscou puede verse todavía sollozar el público del Pequeño Teatro (Maly Teatr) con las representaciones de obras de Ostrowsky, que fueron estrenadas por el año ochenta del siglo pasado. En el Segundo Teatro de Arte (M X A T 2), se representa a menudo El grillo en la chimenea, producción que fué famosa en 1914.En el Teatro Vakhtangoff, La princesa Turandot, pieza que ejerció gran influencia en el teatro europeo. En el Teatro de Arte de Moscou (M X A T I) aún se representa El pájaro azul, En las profundidades, El hombre de corazón, de Ostrowsky (Goryachyeye Serdtzye), obras que vieron la luz hace muchísimos años.
Esto equivaldría a ver representadas en New York, actualmente, La blusa amarilla, La niña de ojos verdes, Viejo Kentucky, o un par de farsas de Hoyt.
Otro factor que asegura la vitalidad del teatro ruso es la oportunidad experimental ofrecida por los estudios subsidiarios que crecen a la sombra de los grandes teatros. Dichos estudios son germen de nuevos teatros y, al propio tiempo, campos de prueba para nuevos métodos e ideas. Su mantenimiento cuesta tan poco que no se ven obligados a depender del público, y existen en tal cantidad que todas las ideas posibles tienen en ellos una oportunidad de aplicación práctica. No debe ocultarse, desde luego, que los teatros rusos están subvencionados, y siempre lo fueron, como la mayor parte de los teatros de Europa. Existe un comité central (Glavniskoostva), bajo el control del Departamento de Educación, que subvenciona teatros y concede créditos, de cuando en cuando, a los estudios y teatros-clubs (de amateurs) que considera merecedores de ayuda. También hay teatros como el MGSPS, que está subvencionado por el Consejo Central de Unión Comercial de Moscou. Antes de la revolución los teatros de estado eran controlados por el Gobierno; el Teatro del Arte, por un grupo de «ángeles» adinerados.
El público americano hace gestos de espanto, alza las manos y pone los ojos en el cielo a la sola mención de la palabra subvención. Pero ya es hora de empezar a comprender que el teatro no es un negocio (es, a lo más, un negocio pobre, del cual sólo se suele extraer dinero por medios insidiosos, de móviles malintencionados). Aun en los Estados Unidos — donde más fortunas han sido edificadas por dramaturgos, mánagers, racketeers, y parásitos, que en cualquier otro país — si la industria teatral sufriera un balance total, y se comparara el capital invertido con las ganancias, dudo mucho que se encontrara en estado de solvencia. El teatro ruso, en cambio, es considerado como un gasto necesario en el Departamento de Educación.
Es indudable que, además de la censura, existen muchas desventajas para el teatro independiente, por el hecho de estar directamente bajo en control del Gobierno, pero no creo que los teatros de otros paises revelen y expongan las dificultades con que se tropiezan los actores sinceros, en su lucha contra las exigencias y combinaciones del «ángel» especulador. El gobierno impone una misión de propaganda o bien fines educativos a los teatros rusos, pero los deja completamente libres en lo que se refiere a la técnica de la presentación. Su situación es muy semejante a la de los primitivos italianos que pintaban para la iglesia; algunos, como el Giotto eran sinceros creyentes, y trabajaban a la leyenda cristiana, buscando su salvación espiritual; otros, como Signorelli, encontraban en la leyenda un pretexto para su propia investigación científica del color y de la forma. La imposición o análisis de un contenido no han ejercido nunca mala influencia sobre el arte del pasado, y tampoco hay razón alguna para que podamos creer que hoy sus resultados sean desastrosos.
Lo cierto es que Moscou y Leningrado nos ofrecen un panorama teatral más variado que ninguna otra parte del mundo. He aquí la lista de representaciones anunciadas para un martes de Noviembre: Primer Teatro de la Opera, El príncipe Igor; Segundo Teatro de la Opera, La dama de pique de Tschaikowsky; Pequeño teatro, El año 1917 (drama-crónica de la revolución de Octubre); Afiliado al Pequeño Teatro, Oro de Eugene O’Neill; Estudio del Pequeño teatro, Aquel elemento bajo (farsa comedia, con cantos, semejante a las representaciones del Palais Royal de París, género nuevo que el joven director Kaverin está tratando de introducir). Primer Teatro de Moscou, Hombre de corazón de Ostrowsky (pieza muy popular a mediados del siglo XIX); Pequeño Teatro del Primero de Arte de Moscou, La cuadratura del círculo (comedia que trata de la vida comunista en sus comienzos); Segundo Teatro de Arte de Moscou, Esperanzas perdidas de Gayermans; Teatro Kammerny, Dia y noche (vieja opereta de Lecoq); Estudio Musical Nomirovich-Danchenko, Carmencita y el soldado; Teatro Vakhtangoff, Punto de ruptura (crónica dramática del ataque del Palacio de Invierno por el crucero Aurora); Teatro Meyerhold, China ruge (espectáculo de propaganda de la revolución china): El Teatro de la Revolución, El hombre de cartera (obra brillantemente presentada y que muestra las dificultades con que los viejos intelectuales tropiezan al hallarse en la nueva sociedad comunista); Teatro MGS, Los humos de los rieles (cuyo asunto se desarrolla en una fábrica de locomotoras de Leningrado): Proletkult, Poder (pieza que pone en escena, de modo estupendo, la revolución de octubre); Teatro de la Sátira, Tarakanovschina (el impulso del escritor proletario)… Además de esto existen aún el Teatro Realista, Teatro de la Opera Experimental, Teatro Kors, que presentan, en su mayoría, traducciones del alemán; dos teatros de opereta y Estudios de menos importancia; el Teatro de Improvisación, donde los actores van construyendo los diálogos de acuerdo con el desarrollo de una acción, un gran music-hall, un Circo de primera clase, y numerosos teatros de aficionados, clubs, y otras organizaciones. Los métodos de presentación varían desde el convencional y estético de los Ballets Rusos, el estilo de los trabajos de Tairof, en el Teatro Kammerny (antes de la guerra era este el estilo del Pequeño Teatro), hasta el expresionismo del Teatro de la Revolución y el estilo personal, nuevo e intenso, de Meyerhold.
Quizás más justa impresión que pueda darse del desenvolvimiento del teatro ruso en los últimos treinta años, sea resumir, en pocas líneas, la carrera de Meyerhold.
Karl Emilyevitch Meyerhold, hijo de un silesiano, fabricante de cognac, establecido en Pens, al oeste de Rusia, nacido en 1874. Al parecer disfrutó en su niñez de todos los cuidados prodigados a los hijos de los burgueses y mercaderes ricos, con la ventaja de que su madre, Alvina Dalinovna, tenia grandes inclinaciones artísticas y amaba la literatura y el teatro como muchas mujeres de su clase social, y por ello el interés de sus hijos por el teatro fué apoyado desde temprana edad. Cuando cumplió diez y ocho años, el nombre de Karl Meyerhold figuraba ya en los programas (sólo mucho más tarde cambió su primer nombre por el eslavo puro de Vsyevolod), figurando como asistente de director en una de las clásicas representaciones rusas de amateurs: La amargura de la sabiduría.
Ingresó en la Universidad, pero pronto abandonó sus estudios para entregarse a los cursos de arte dramáticos de la Filarmónica de Moscou. En la inauguración del Teatro de Arte de Moscou tuvo a su cargo el papel de Treplieff en la primera representación de La gaviota del mar. Por aquellos tiempos sus admiraciones eran Marz, Hauptmann y Chejov.
Tradujo al ruso Antes de un alba y tomó parte importante en la organización de la Cooperativa de Estudiantes de la Folarmónica. Dejó momentáneamente Moscou, y fué nombrado director del Teatro Municipal de Cherson, en Crimea. Más tarde viajó por Italia y regresó lleno de ideas vagas sobre el movimiento místico-decadente de Maeterlinck, d’Annunzio y Debussy. De nuevo en Moscou, trabajó en el Teatro-estudio de Stanislawsky, donde presentó La muerte de Tintagiles, que era la última palabra en materia de teatro místico-estético: luces tenues, poses a lo Boticelli, gasas entre los actores y el público… Más tarde lo vemos en Tiflis, con un grupo al que había ayudado a fundar, años antes, la Compañía del nuevo drama. En 1906, le ofrecieron el puesto de director en Kommissarjesky, en la época del teatro elegante de San Petersburgo. Allí organizó sus primeras producciones en un estilo que ya anunciaba el Meyerhold actual: La vida de un hombre, de Andreieff fué representada sin escenario; luego, Hermana Beatrice, de una manera plena de misticismo. Al año siguiente fué expulsado del Komnissarjefsky porque los críticos protestaban contra el carácter renovador, radical de su arte. Un año más tarde fué contratado por el cuerpo directivo de los Teatros Imperiales Marinski y Alexandrinski, en calidad de autor y director. Durante su permanencia allí presentó una versión de Tristán que fué famosa y desarrolló un estilo que fué calificado por los críticos de «théâtre écho du temps passé». Presentó con Fokine un Orfeo de Gluck, con gran éxito (de una de estas realizaciones surgieron los métodos del antiguo Ballet Ruso). En verano del año 1913 fué a Paris para dirigir la Pisanella de d’Annunzio, interpretada por Ida Rubinstein.
Llega la guerra; rudo despertar para estos endebles religiosos-sexuales, con sueños de pipas en un pasado de brocados. El presente colgaba al cuello de todo el mundo un collar hecho con bombas explosivas y cascos de metralla.
Pero los teatros imperiales parecían seguir sin la menos variación en sus estilos. A ratos Meyerhold trabajaba para el cinematógrafo. Por fin, en el verano de 1917, la revolución lanzó un reto del futuro con una energía que no dejaba lugar a bromas. Meyerhold se unió al Partido Comunista y ayudó a Kamenew a organizar el Departamento de Educación de Petrogrado. En noviembre de 1919, estrenó en Moscou, con Mayakowsky, Misterio Bufo, constituyendo esta realización el primer espectáculo revolucionario-futurista. Durante el verano siguiente, en Novorossisk cayó en manos de los blancos y fué encarcelado. Antes de celebrarse el juicio, Novorossisk fué tomado por el Ejército Rojo, que liberó a los prisioneros. De regreso a Moscou trabajó en el Proletkult con el Teatro de la Revolución, y, finalmente, en su propio teatro. Sus producciones parecen seguir dos directivas principales. Una, revolucionaria: espectáculos agitadores, producciones de propaganda, como Zemlya Dybbom (adaptación de La noche de Martine), Amanecer de Verhaeren, China ruge (en la actualidad dirigida por Feodorof, pero bajo la supervisión de Meyerhold) y D. E. La otra tendencia es constituida por reconstrucciones de obras clásicas, siguiendo los principios desarrollados por él en Leningrado, como El inspector de Gogol, Amargura de la sabiduría y La selva.
Es difícil dar cuenta exacta de una pieza oida en un idioma que escasamente se entiende. Los detalles de acción y presentación se destacan más que cuando se está absorbido por el diálogo, pero, al propio tiempo, hay momentos en que se entrega todo el interés a la acción, a tal punto que se pierde el hilo del asunto. Probablemente se deban a esto las grotescas referencias de los viajeros que regresan a Rusia. A veces el infortunado turista se llena de confusión a tal punto que no acierta a reconocer en la pieza que está viendo una que ya conoce. Yo solo puedo ceñirme a dar mi propia impresión, anotada cuidadosamente, durante el desarrollo de la obra.
En primer lugar, Meyerhold, en todas sus realizaciones, ha roto enteramente con «la cuarta pared» — una de las convenciones más arraigadas en el teatro realista. El mecanismo del teatro (del cual se ha suprimido, en todo lo posible, el arco del proscenio) no está más disfrazado que el mecanismo del circo. En casi todas las representaciones los tramoyistas disponen las escenas a la vista del auditorio. Se hacen todos los esfuerzos posibles por romper la sensación de un límite existente entre el público y la escena, de manera que los espectadores siguen la acción como si se desarrollara entre ellos, al igual que el acto de circo o el match de boxeo. Se ha intentado suplir la tensión nerviosa del teatro realista y estético, donde el auditorio espera pacientemente que le extraigan las emociones, por algo más inesperado, menos hipodérmico, por algo semejante a una excitación muscular. Una vez obtenido que los espectadores sean participantes, ya estarán más cerca de la emoción: la agudeza del sentir y pensar, entre risas y lágrimas, será mayor. Se verá brillar, entonces, todo el espectro anímico, en vez de una pequeña sección.
Al trabajar en la elaboración de El inspector, Meyerhold, según parece, redujo por primera vez una obra a sus elementos originarios, utilizando todos los textos posibles e insinuaciones contenidas en cartas, documentos contemporáneos, y toda la materia que pudo recoger acerca del modo con que Gogol había concebido su obra — elementos básicos. Resultó una pieza completamente nueva «eco del tiempo pasado» si se quiere, pero iluminada de modo indecible por el reflector de HOY. En el transcurso de la acción, los límites convencionales del teatro de Gogol son enteramente dejados a un lado. Sobre la trama primitiva se ha creado un espectáculo-aventura en tres episodios, que satiriza la vieja burocracia rusa (y la nueva en lo que le toca), al mismo tiempo que una farsa trágica reconstruye la gran parada histórica de la Rusia de otros tiempos.
Dudo que se haya logrado una producción teatral tan abundante en varias significaciones y tan perfectamente obtenida dentro de sus límites.
Toda la pieza es interpretada frente a la línea del viejo proscenio; donde reinaban las cortinas, hay una serie de paneles rojos, oscuros, pulidos, que se abren en cualquier sentido. Las escenas se desarrollan en el borde, frente a esas puertas que pueden ser corridas en plataformas rodantes, a través de la gran abertura central. La historia, extraordinariamente graciosa, nos muestra la burocracia de una ciudad provinciana que, presa de pánico por la llegada de un falso inspector, pone en práctica todos los ardides y humillaciones para ganarse sus simpatías, y acaba por saber que ha sido víctima de una superchería, pues el verdadero inspector está todavía de camino. La pieza cobra más importancia, con los nuevos papeles introducidos en la acción, y el desarrollo de todos los pretextos dramáticos del texto; las escenas se suceden rápidamente, la trama se hace cada vez más tensa, hasta que, con la conmoción de la noticia terrible — el inspector general está solamente en camino — el funcionario más comprometido se vuelve loco. La última escena tiene más envergadura e intensidad dramática que todas las que habré podido ver en el teatro. Después de un confuso tumulto, en que los actores corren por el escenario, cae lentamente un lienzo blanco, estirado y suspendido sobre el tablado, con las últimas palabras de la obra escritas en carácteres rojos. Y cuando la tela ha caido hasta el suelo, el escenario, en vez de estar ocupado por actores vivos, lo está por unos maniquies de cera agrupados en el mismo orden, vestidos con los mismos trajes. En vez de vida, todo es historia. Pero se sale del teatro tambaleando.
- E. (Europa Pagada) es un espectáculo agitador, de carácter fantástico, conseguido por la combinación de dos historias de Wells, o algo por el estilo, que se refieren a la próxima guerra. El argumento presenta un trust norteamericano organizándose para caer sobre Europa y asolarla. El Ejército Rojo salva la civilización, devorando el camino por un túnel abierto bajo el Atlántico y encendiendo la Revolución Mundial. Este escenario sirve de pretexto para muchas sátiras políticas. Desde el punto de vista técnica teatral, es este espectáculo el más interesante que yo haya visto salir de manos de Meyerhold. La interpretación se realizaba a los acordes de un jazz, y el escenario estaba lleno de unos biombos montados en ruedas que se movían continuamente, de modo que varias escenas podían ser presentadas simultánea o alternativamente, con vertiginosa continuidad. Las escenas se desarrollaban en el gabinete polaco o en el británico, estaban cargadas de sátiras diabólicas y precisas, llevadas fríamente hasta el extremo. La escena del hambre en Londres, donde los Pares ingleses, con sombrero de copa y levita cruzada, se registran unos a otros, buscando alimentos, tenía todo el horror barroco que se desprende de ciertos movimientos.
La obra movilizaba todas las técnicas concebibles en teatro, con absoluta y desconcertante ingenuidad: teatro chino, Kabuki, burlesque americano, vaudeville francés, melodrama del Chatelet, masas como en las producciones de Rheinhardt, sátira social a lo Shaw y a lo Ibsen, comedia musical. Como resultado, se admiraban todas las posibilidades teatrales en una sola representación. Yo sentía que el hilo de la historia resultaba débil para soportar ese prodigioso alarde de variedad; como enseñanza para los directores, D. E. tiene importancia análoga a la que posee, en pintura italiana, el famoso cartón de Miguel Angel que muestra los soldados bañándose. Si el teatro ha de seguir viviendo, su futuro entero descansa sobre esta realización escénica.
Si el teatro ha de seguir viviendo…
Einsenstein opina que dentro de poco no existirá el teatro, pero yo creo que subsistirá, que subsistirá en la misma América. No creo que las películas habladas darán al público esa sensación de participar en el espectáculo que le da el circo, el vaudeville, o el ballet. Y como la vida industrial se hace cada día más social, con la vida individual más arraigada dentro de su propia vida celular, como un coral-insecto, se acusa más la necesidad de la alegría en grupos de que formar parte el individuo. Para ello el radio es insuficiente: ese resultado sólo es obtenible por medio de los deportes y el teatro.
Desde la revolución, el tearo ruso rinde una labor gigantesca, produciendo distracciones que tomen lugar de la pompa y misterio de la iglesia y de la vida brillante de las capitales cosmopolitas, dando al hombre mediano una educación política (si el término no les suena bien, llamen a esto propaganda), y la sensación de tomar parte en la marcha de la historia. A esta labor se debe el desenvolvimiento del periodo más extraordinario en las actividades históricas del teatro… En los Estados Unidos el teatro sólo ha sido una de las avenidas que permiten marchar hacia millones de brillante resplandor, como cualquier salón de belleza o tienda de trajes y abrigos. En los centros teatrales europeos, donde ha sido posible adquirir lo mejor, las producciones vernáculas han sido una serie de animosos fracasos, como principio, no siendo lo bastante fuerte ninguna de ellas para unirse a las otras y constituir una tradición. Pudiera ser que los Estados Unidos sintieran la necesidad de que el teatro ceda terreno a los deportes — football intercolegial, matchs de boxeo, y base-ball de grandes ligas. Pudiera ser que la serie de accidentes necesarios no se haya producido aún. El vigor del jazz, vaudeville burlesco, y de algunas comedias musicales, no basta para hacernos pensar que el teatro haya encontrado en los Estados Unidos un fondo social apropiado, apto a sostenerlo.
De todos modos, todavía puede hablarse de un teatro norteamericano.
John Dos-Passos
(Traducción por Carlos Enriquez)