Texto original: Celia Barrio Marcén

Celia BarrioHace muchos años, trabajé en una biblioteca. Durante todo ese tiempo, viví las historias más maravillosas, que iban brotando de las paredes de esa casa de libros. Me adueñé no sólo de las aventuras narradas en las obras que devoraba vorazmente, como lobo que devora a los cabritillos, sino que llegué a sentir que las historias me devoraban a mí.

Los primeros meses de adaptación a mi nuevo puesto de trabajo fueron los más tediosos. Los ejemplares a catalogar se amontonaban en aquel luminoso almacén al que se llegaba atravesando un pasillo estrecho y oscuro. Me divertía pensar en que esa debió de ser la visión que Platón tuvo al ascender del engaño cavernario hasta el Mundo de las Ideas. Las cajas estaban ingeniosamente apiladas unas sobre otras formando torres de Babel infinitas con miles de libros deseosos de ser catalogados informáticamente, en un nuevo programa que pretendía unificar en una red de bibliotecas todos los fondos de la comunidad.

A esta yincana diaria, se sumaban los billones de ácaros que habían formado una grisácea pátina de polvo añejo con la que, las personas alérgicas, como yo, disfrutábamos de media hora gratuita de estornudos, moqueo y lagrimeo nada más comenzar la jornada. Me inmunicé; o, al menos, eso creía.

Tengo la suerte de que mi memoria es fotográfica y soy capaz de recordad a personas, lugares y acontecimientos como si de una película se tratase. De este feliz periodo, tengo un amplio imaginario de lectores y usuarios que venían por las tardes a visitar nuestra casita.

Si cierro los ojos, todavía puedo oler el perfume dulzón empalagoso de Charo, que se ponía de punta en blanco para venir a cambiar sus historias de crímenes y pasión al estilo de las de Patricia Highsmith. Cuando llegaban novedades de ese tipo, aprendí que siempre había que reservarlas para que fuese ella la primera en oler la intriga que rezumaban esas páginas.

Otra de las lectoras peculiares imposibles de olvidar, fue Marisa. Solía venir a primera hora de la tarde para estar tranquila y decidir qué ejemplar del expositor, sería su próxima elección. Me gustaba observarla cómo, cual depredadora acechando a su presa, se acercaba sigilosa para hacer una primera selección de aquellas que tenían un título y una portada sugerentes. Como si de un censor se tratase, abría el libro por las diez últimas páginas y las leía hasta el final. Sólo así decidía cuál sería el libro que devoraría en la tranquilidad de su casa, acompañado de pastas y café. ¡Marisa era la Reina del espoiler!

Con especial cariño, puedo recordar a Laura, una anciana de moño cano que contaba con más de nueve decenios sobre su encorvada espalda. El paso del tiempo, la artrosis y la diabetes, habían hecho mella en su lánguido cuerpo y le había arrebatado, casi al completo, la visión. Pese a ello, Laura no se dejaba vencer por la desidia y quería seguir disfrutando de la literatura, aunque fuese con lupa y gafas de culo de vaso. La solución fue la de recomendarle libros de la sección de infantil (del estilo de la colección El barco de vapor), con una fuente de letras más legible y grande que las novelas de adultos. ¡Laura era feliz de poder revivir una segunda infancia con estas lecturas!

¡¡Aunque a quien nunca olvidaré, será a Ricardo…!! Siempre he considerado que fue el culpable de que mi vida empezase a cambiar.

Pese a recorrer las mismas calles y frecuentar los mismos bares durante años, hasta ese momento, no me había percatado de su existencia (y creo que él tampoco de la mía). Apareció con su carita de niño bueno, sus ojos color miel y su pelo alborotado por el viento, diciendo un “Buenas tardes”, mientras dejaba sobre el mostrador, con sumo cuidado, El libro del desasosiego de Pessoa. Entró a la sala de adultos y cerró tras de sí la puerta de esa pecera en la que cada tarde nadaban cientos de lectores y estudiantes, entre poemas de amor, historias de guerra, libros de terror o diccionarios y enciclopedias. Se sentó un uno de los sillones rojos de la hemeroteca y comenzó a ojear una de las revistas de Historia que esa semana hablaba sobre Julio César.

Casi una hora después, salió de su chapuzón divulgativo entre revistas y tejuelos alfabéticamente ordenados y me extendió el libro que quería. Cuando lo vi, una mezcla de sorpresa y admiración me invadieron y, tras mi “¿Este te llevas?” rutinario, nuestras miradas se cruzaron por primera vez y sentí una punzada en el corazón. Ricardo y Federico salieron juntos por esa puerta con el Romancero gitano como punto de encuentro.

Las tardes de biblioteca eran muy rutinarias, a no ser que hubiese programada alguna actividad especial como cuentacuentos, charlas con autores o alguna locura divertida de las que acostumbraba a organizar La Guardiana de los Libros, quien trabajaba allí mucho antes de que yo supiera leer. El archivo, luminoso, polvoriento y desordenado, seguía esperándome para nuestra cita diaria de recuperación, limpieza y catalogación de ejemplares ocultos en cajas durante años. He de reconocer que cada día disfrutaba más y más entre esas estanterías destartaladas cazando libros del expurgo como las Memorias de un joven nazi o Sissí Emperatriz.

Entre las cuatro y las cinco, nuestra casita era un remanso de paz, el mejor sitio donde cobijarse en las gélidas tardes de invierno. Al sonar las cinco en el reloj de la plaza, la biblioteca se transformaba por completo. Su pesada puerta se abría y cerraba millones de veces para que el trasiego de niños, mamás, carritos y algún despistado preguntando por el Ayuntamiento, entrasen y saliesen a su antojo. Este espacio que bullía durante dos largas horas volvía a cocinarse a fuego lento a partir de las siete, hora que esperaban los usuarios más noctámbulos como Ricardo.

La segunda tarde que volvimos a encontrarnos, este lector enigmático llevó a cabo un ritual idéntico al del día en que nos conocimos: apareció con su carita de niño bueno, sus ojos color miel y su pelo alborotado por el viento, diciendo un “Buenas tardes”, mientras dejaba sobre el mostrador, con sumo cuidado, el Romancero gitano del Todopoderoso García Lorca. Entró a la sala de adultos y cerró tras de sí la puerta, se sentó en uno de los sillones rojos de la hemeroteca y comenzó a ojear una de las revistas de Historia que, en esta ocasión, hablaba sobre Napoleón.

El jaleo enlorquecido de los últimos niños que se encontraban en la biblioteca antes del tiroteo acampanado de las siete y su llegada inesperada me habían alterado más de la cuenta y, a esa punzada en el corazón, se sumó un fuerte dolor de cabeza. Así que pensé que lo mejor era refugiarme en el archivo. ¿Quiénes serían las presas de hoy? ¿La colección de Puck o la de Los cinco? Tuve tiempo suficiente hasta la hora del cierre para ir catalogándolos ferozmente.

Cuando sacié mi apetito lector con una selección del expurgo, salí a ayudar a recoger a La Guardiana. En ese preciso instante, Ricardo salió de la pecera con otro tesoro entre sus manos: Las palabras andantes de Galeano. ¿Cómo era posible que fuésemos almas lectoras gemelas? Entonces creí que me había enamorado. Ahora no tengo la capacidad de determinar el tiempo que duró esta historia de amor puro y filológico: ¿un año? ¿un siglo? ¿una eternidad? Lo que está claro es que duró lo que tuvo que durar. Los préstamos y las devoluciones pasaron de ser quincenales a semanales y después diarios. Sentía que Ricardo estaba desnudando su alma lectora ante mí y que se estaba fundiendo pausadamente con la mía. ¿Sería esa unión mística la causante de mis punzadas en el corazón, de mi persistente dolor de cabeza y de mi mal humor? Sonaba muy literario todo, pero estaba claro que mi alergia a los ácaros iba en progresión; cada día pasaba más tiempo en aquella madriguera en la que se estaba convirtiendo el archivo de la biblioteca.

Cual Caperucita Roja en una encrucijada de caminos, me sentí en aquel preciso instante en el que tuve que decidir dónde quedarme: si sumida entre la oscuridad del Mundo de las Sombras en atención al usuario, o deslumbrada por la luz del Mundo de las Ideas en el que se había convertido aquel luminoso y polvoriento almacén. Esto me llevó también a decidir si seguir adorando a Ricardo o no, así que nos fuimos distanciando. Fue entonces cuando fui consciente de que algo había cambiado en mí. A la alergia, las punzadas en el corazón y los dolores de cabeza se sumaba la cantidad de pelo que, desde hacía unos días, me estaba creciendo en el entrecejo, las mejillas y el bigote. Tengo que reconocer que el sentirme parte de esta élite del saber a la que sólo unos pocos sabios podían acceder, hizo que me descuidase. ¡Hasta mis uñas crecían duras, largas y descontroladas! Sin embargo, yo era feliz en aquella guarida literaria, devorando libros lentamente.

He de reconocer que, al principio, tenían un sabor un tanto desagradable, pero degustar cada una de esas palabras, saborear esas exquisitas cubiertas polvorientas y hacerlas desaparecer, me reconciliaban hasta con la literatura más infumable. Comía lentamente narraciones, a pequeños bocados acababa con los poemas más delicados, troceaba las ilustraciones como final del festín, de la misma forma que antes las había leído ávidamente.

¡Sisí Emperatriz me supo a comida de domingo! Sus pomposos vestidos con cancán eran dulces y fríos al mismo tiempo, aunque debo de reconocer que alguna ballesta de los ceñidos corsés se me atragantó. El festín del Diario de un joven nazi fue como el chile verde, picante pero sabroso. Algunas de sus descripciones me provocaban un fuerte ardor en el estómago, pero las fotografías en blanco y negro servían para calmar mi sed. ¡¡Y entre esas estanterías también releí a Kafka!!

Dejé de salir a atender al público. Dejé de ver a Ricardo. Dejé de tener alergia al polvo. Dejé de atravesar ese largo, oscuro y estrecho pasillo que conducía al archivo donde decidí vivir. Las torres de cajas se alzaban ahora imponentes ante mí, como gigantes rascacielos inexpugnables. Me resultaba prácticamente imposible teclear los números de registro en el ordenador y elaborar las fichas bibliográficas. Mis dedos se habían atrofiado, mis uñas eran ahora largas y afiladas. Comencé a sentirme pequeña, invisible, como si todo el mundo intentara pisotearme. ¡Nunca pensé que el haberme distanciado de Ricardo pudiese minar así mi autoestima!

Hoy esa biblioteca ya no existe. La caverna platónica ha desaparecido. Sin embargo, pude abrirme un hueco hasta llegar al nuevo archivo, ahora menos polvoriento y más espacioso. Cuando llega la hora del cierre, todavía me gusta revisar si queda algún lector rezagado escogiendo un libro o navegando en el ordenador. Todavía hoy veo a Ricardo con su carita de niño bueno, sus ojos color miel y su pelo alborotado por el viento, sentado en uno los sillones (ahora azules) de la hemeroteca, ojeando una de las revistas de Historia que habla de las ratas de biblioteca.


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