(Para que no se nos olvide)

 Elena Laseca 

Escritora y presidenta del Club de opinión La Sabina

La llamada del fotógrafo Luis Areñas en el 2015 para proponernos aquellos retratos, le trajo a mi padre uno de sus recuerdos más amargos. Luis estaba preparando una exposición —magnífica exposición, que vio la luz cuatro años después, mi padre ya fallecido— con los últimos supervivientes de la Guerra Civil. De hecho, le dio el nombre de «Los Últimos» y mi padre formó parte del magnífico trabajo de Luis, aunque él, lamentablemente, no lo llegó a ver.

Mientras el artista preparaba un improvisado set en la terraza de mi casa, mi padre comenzó a hablar como nunca antes lo había hecho.

Lo peor de la llegada al frente de Teruel fue el frío de aquella primera noche —se lamentaba—. De lo demás no éramos del todo conscientes —quizá éramos demasiado jóvenes para serlo—, pero el frío, que nos traspasaba los huesos y nos congelaba hasta el alma, sí que lo sentíamos.

El caso es que los chicos del reemplazo al que veníamos a sustituir aún estaban allí —menos los muertos en combate, a los que también reemplazábamos—. Y como ya éramos demasiados para dormir bajo techo —demasiados jóvenes arrastrados a perder la vida sin opción a elegir—, los nuevos tuvimos que dormir al raso. Imagínate, en pleno mes de enero, en Teruel y a doce grados bajo cero. Nos colocamos todos juntos, pero mi manta era muy corta y tuve que decidir si taparme los pies o la cabeza. No sé por qué, me decidí por la cabeza. A la mañana siguiente los pies no los sentía. Me llevó un buen rato ponerme derecho. Nunca en mi vida he pasado tanto frío. Y eso que nací en un pueblo de Soria.

El viaje también fue una odisea. No sé cuántas horas de trayecto en un tren de mercancías. Todos juntos, ovejas y soldados. Yo tenía tanto sueño que me quedé dormido entre las reses y me desperté con un fuerte dolor de oído. Una oveja me había metido la pata en la oreja. A pesar de estar viviendo los momentos más terribles de nuestra vida, mis compañeros pasaron un buen rato riendo la ocurrencia del animal.

De lo que pasó después de esa primera noche gélida y el resto de los días en el frente, mi padre no contó nada. No se acordaba mucho, decía, o no quería acordarse. Seguramente no quería evocar aquellos días en los que la mayoría de los muchachos con los que compartió el trayecto junto a las ovejas y aquella primera fría noche turolense, cayeron muertos, fulminados en plena juventud. Ese recuerdo lo trastornaba y lo arrumbó en algún remoto rincón de la memoria para no sufrir.

De lo que sí se acordaba mi padre era del impacto que sufrió cuando le comunicaron la muerte de su hermana de dieciséis años a causa de una meningitis. Él todavía estaba en Teruel. Y también recordaba, con absoluta nitidez, el comentario desafortunado de su superior al verlo abatido, roto por el dolor: «Que ha hecho usted una guerra, hombre, no irá a derrumbarse ahora»

¿Cómo podía comparar ese hombre —contaba mi padre con lágrimas en los ojos— una guerra que yo odiaba, con la muerte de mi querida hermana? Mi hermana solo tenía dieciséis años, era buena como ninguna, y yo la quería con toda mi alma.


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