separador_50

Por Javier Navascués

Dos viejos, de Francis co de Goya

Durante años viví en aquella casa sin que nadie me dirigiese la palabra. Y eso que yo era de la familia. Mi hija, mi yerno, y mis dos nietos salían todos los días corriendo en dirección al trabajo y el colegio. Luego, el silencio de las horas y el ritmo del reloj. Una persona anónima venía para cuidarme y, apenas terminaba conmigo, me abandonaba como a una cosa, empeñada en limpiar cada rincón.

¿Quién me liberará de este encierro?, me he preguntado tantas veces. Desde mi lugar escuchaba el rumor de la vida a las seis de la tarde, la llegada de los niños, hablando, riendo, gritando. En alguna ocasión, con las primeras luces del día, podía ver a Rosana, mi mujer, la mujer con quien había vivido tantos años. A ella también la tenían encerrada, pero podía incorporarse y pasear por la casa. Se levantaba temprano para estar conmigo. Siempre se parabaen la puerta y me miraba, me miraba con los ojos mojados por la tristeza. Luego se iba y no volvíamos a vernos hasta muchos días después. Y ya no pude más. “Rosana, Rosana”, pensé. “Hoy me levantaré; hoy estaremos juntos para siempre”. Eran las siete de la mañana. El día empezaba. Escuché sus pasos inconfundibles. Por fin salí del cuadro y esperé.


GRACIAS POR ACEPTAR nuestras cookies, son simplemente para las estadísticas de visitas en Google.

Ver política de cookies
 
ACEPTAR

Aviso de cookies
Ir al contenido