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Por José Antonio Lozano

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POSTALES

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Una mujer con chaqueta ….

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Una mujer con chaqueta -paraguas bajo el brazo y bolsa de la compra- pasea en esta tarde de verano por la orilla del mar y se moja los pies desnudos. No ha reparado en otro paraguas solitario clavado en la arena que alarga el cuello desde la toalla. Puede que el dueño lo haya dejado huérfano. Entra en escena otra mujer, por el otro lado, más joven que la anterior, de edad indeterminada, sostenida por unas piernas robustas. También lleva la obligatoria chaqueta y un vestido de otro tiempo. Morena de piel, cara ancha, ojos pequeños y labios rojos. Se detiene y mira el mar. Parece que se enfrenta con él, se acerca y se aleja de la espuma sucia, podría decirse que baila con el agua en un rito ancestral.

Hora incierta de la tarde azul, verde, turquesa y esmeralda. Huele a percebe y mar de verdad. El tiempo gris hace de plomo los edificios mientras la mujer parece que congrega y conjura a las gaviotas que danzan enloquecidas en el aire. Podría ir hacia adentro y no volver, como en aquel hermoso suicidio de película japonesa que solo dejó círculos concéntricos en el agua blanquinegra. Hace diez años que le arrebató a su hijo mientras buscaba la ola de su vida junto a otros surfistas de neopreno. Esta ciudad está llena de gente desolada que lleva a cuestas historias que arañan. Cómo gritan estas malditas.. Ahora es Hitchcock y pájaros chocando contra cabinas ensangrentadas que estallan en mil cristales que reflejan mis ojos enrojecidos.

Mar inmenso, padre océano, personajes que huelen a barro. Las gentes le visitan en peregrinación celta anterior a las imágenes católicas. Solos. En silencio. Van a ver al compañero. Un tranvía portugués busca la estela plateada de la tarde fría y triste. Los autobuses anuncian el ocaso. La noche parece no querer llegar empujada por el sol que se resiste a dejar de contemplarse en los cristales emplomados que saben a sal y moho. La luz repiquetea en la superficie calmada que espera la lluvia de aguijones. Niebla que rebota en las olas y acolcha un rumor sordo.

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Las farolas se reflejan anaranjadas en el negro mar
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Las farolas se reflejan anaranjadas en el negro mar. Fuegos de artificio, estelas serpenteantes como los dragones chinos, surcos vibrantes en la noche que se escapa hacia el firmamento en un cohete espacial. El agua se ha incendiado. Papel celofán, papel de regalo para envolver el océano. Solo echo de menos la luna de las películas, demasiadas nubes, sería mucho pedir. Ahora sé que apareció días más tarde, hay que saber mirar en la dirección adecuada, como en aquella lejana mañana en que nos fuimos a ver amanecer a la orilla de un mar extranjero y el sol nos cogió por la espalda. Cuánto daño nos ha hecho el cine.

La fuente ha dejado de sonar y nada más se escuchan coches de cuando en cuando, cada vez menos, hasta que llegue el momento en el que todo se pare y ni siquiera las gaviotas quieran dar vueltas sobre los neones tuertos y azulados.

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Da pereza ponerse a hablar, a escribir sobre el mar…

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Da pereza ponerse a hablar, a escribir sobre el mar. Tantos lo hicieron ya que queda poco por añadir. Es sabido que viene y que va, que ruge y que vuelve, que estalla, se ennegrece, espejea, brillan serpentinas en la hora en la que se acortan las sombras, se extiende y se revuelve, huele profundo y me pica la nariz, te sumerge y te arrastra, golpea y araña las rodillas, vomita conchas y guijarros suaves como tus axilas, refleja el cielo y juega con las nubes, empuja a los barcos, amasa lodos y algas con un poco de sal para que las saborees con palillos, que sube y que baja, hace hombres a los niños y niños a los viejos, abraza y marea, te promete y siempre está, que es un buen lugar para morir.

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Indie girl

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INDIE GIRL

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Tenía la mirada ligeramente perdida, algo torcida, por culpa de la miopía o a causa de cerrar sus pequeños ojos, tal vez por las copas de alcohol que se habría tomado. Se acercaba mucho para hablar, de frente mientras achinaba sus ojos marrones y regalaba una sonrisa tan larga como el invierno en Quebec.

Su pelo era largo, castaño, liso, cogido a los lados con algo invisible, tapando unas orejas demasiado grandes. El pantalón vaquero de talle bajo le ceñía un culo que sus amantes recogerían con las palmas bien abiertas. De vez en cuando metía las manos en los bolsillos traseros componiendo una postura digna de las fotos del Rockdelux, de cualquiera de las sexys cantantes de los grupos americanos que te miraban desde el papel como ahora nosotros la mirábamos a ella. Bailaba levemente, se movía balanceando su cintura en una pequeña danza ebria, la puntera de su zapatilla deportiva llevando el ritmo de la música, de la batería o de la guitarra la mayoría de las veces. Su camiseta florida de manga larga oculta unos  mínimos pechos que solo se agitan cuando da unos saltitos y menea la cabeza de arriba a abajo, de arriba abajo, mientras imaginamos que cierra los ojos y piensa en otra cosa.

Devuelve su vaso vacío lleno de hielo alargando la mano para que le pongan otro de igual color. Rebosa líquido y tira parte del mismo al dar una vuelta en círculo para besar en los labios a su amigo, un chico que se adivina de buena familia, de redondos ojos acuosos con mirada penetrante ajena al pestañeo. La lengua de la chica le habrá sabido a frío seco, rocío microscópico en una pista de patinaje. Se balancea un poco, de forma contenida, bebe cerveza casi sin tocar la botella y mira al techo al tiempo que pide un cigarrillo y pierde de vista a su chica que se acerca al escenario. Ella tropieza, se suelta el pelo, empuja a un tipo que mira sin moverse, hace añicos un vaso que se apoyaba en una mesa alta. Y piensa en otra cosa.

Movía los párpados a cámara lenta, se le cerraban sobre sus ojos confundidos intentando recordar la letra, de derecha a izquierda la cabeza, de derecha a izquierda mientras apura su copa y alguien le acerca otra. A ratos parece que la música le cansa, quiere fumar pero no le apetece salir a la calle, bebe otro trago que pasa helado por su garganta y levanta una mano al tiempo que su cabeza busca entre los pies de los demás. El cantante dice algo sobre que volvería a hacerlo todo por volverte a conocer. Ella se vuelve y sonríe, sabe que lo hace bien, que a él le volvía loco cuando le dejaba alguna suspendida en el aire de los bares, convencida de que iría detrás, segura de que la agarraría por la espalda y se le apretaría con fuerza. Ahora el pelo le tapa la cara, nunca le gustaron los flequillos, es la noche en un minuto.

Recuerdo que serpenteaba su cuerpo sin despegar los pies, que se tocaba los muslos rítmicamente y apretaba las manos cuando la canción se aceleraba. Un breve movimiento de hombros, un ligero temblor para después dejarse ir mirando al techo, como ahora que todo está acabando, como antes cuando notaba su peso sobre el pecho. Para ellos la vida debía ser eso, rebotar, pederse, buscarse y hacerse daño como si fueran un saltador de esquí volteado por una imprevista ráfaga de viento helado.

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