El instante indicado

 

Estás muerto, recuerda Osmar terminando de pintarse. Siempre que se mira ante un espejo y no se reconoce lo repite. Le da miedo que lo olviden a él o al personaje: hace quince años morimos. Entre sus pies, echados, los tres perros que encontró en el canal, no debían tener ni una semana, lo contemplan. El macho chilla cuando Osmar gira el cuerpo y sin quererlo le pisa la cola: intentaba alzar del suelo su maleta. Perdón, Benito, se disculpa sobándole un instante la cabeza a su mascota. Luego deja la maleta encima del lavabo, jala el cierre, saca la peluca y se la pone: estamos listos. Antes de cerrar la puerta del baño, Osmar aguarda a que salgan sus tres perros. Apúrate, Josefa, ordena a la más necia y cuando ésta por fin sale hacia el pasillo añade: qué bien se te ve tu nueva falda. Hace apenas dos semanas, les compró a sus perros los disfraces que el nuevo acto ameritaba. En la sala, mientras los perros aguardan ansiosos, Osmar mete en la maleta sus tirantes, sus zapatos de bola, la botella de agua que sacó recién del refri, su overol de tres colores, una bolsa con croquetas y las naranjas que anteayer le regaló una vecina: esa mujer que lo sigue a todas partes y que en más de una ocasión le ofertó amor eterno: Araceli, mejor consíguete a uno vivo.

Antes de marcharse, Osmar busca en el desorden de la mesa la dirección a donde deben presentarse. Tras hallarla, lee el papel una, dos, tres veces, enterrando la instrucción en su memoria. Encaminándose a la puerta, descarta los caminos que se oponen a su prisa: otra vez se le ha hecho tarde. Por lo menos está cerca, dice arrebatándole a un clavo las correas de sus perros y las llaves de su pesada camioneta. Además está pegado al canal, bastará con irnos recto, añade amarrando a cada perro su correa y abriendo la puerta. Desde ahí, justo antes de cerrar la puerta nuevamente, Osmar revisa el espacio: nunca fue de poseer mayores cosas: una mesa de aluminio, dos sillas de plástico, las camas de los perros, la fotografía del cadáver de una camioneta y el televisor que se ganó hace un par de años, en la rifa de la unidad en donde vive. Esta unidad que atraviesa acicateando a sus perros: órale, Benito; ándele, Josefa; vamos, Antonieta. No necesita que los niños que aquí viven lo descubran y que entonces lo retrasen con sus súplicas de siempre: una bromita, aunque sea una, qué le cuesta. Tiene que apurarse y para colmo también debe bajar hasta la orilla del canal, donde habrá de dirigirle unas palabras al esqueleto que en el centro de las aguas se oxida y se deshace. Acostumbrados como están a este ritual, los perros se detienen en donde Osmar deja su maleta y suelta sus correas. Ninguno lo acompaña hasta la parte más agreste, donde la hierba crece alta y salvaje. Aquí solamente vienen los que quieren tirar algo. O los que a cuestas cargan un motivo tan pesado como el de Osmar, que en la orilla del canal, a punto de mojarse los zapatos, asevera: hace quince años exactos.

Aún me rige lo que ustedes me enseñaron, suma observando en la distancia el amasijo de metales retorcidos: no me fío de la cara de la gente, me fío sólo de su risa. Tras decirlo, Osmar empieza a contar en silencio y por primera vez en años dice los nombres de sus padres y su hermana. Entonces, a pesar de que el calor es agobiante y de que no atraviesa el cielo ni una nube, escucha varios truenos y un calambre lo recorre, lo sacude y le arranca de la boca la oración que dijo el día que lo adoptaron: la única forma de que pueda seguir vivo es pensando que estoy muerto. Minutos después, tras haber recuperado la entereza y tras haber también cruzado la alta hierba de regreso, Osmar vuelve hasta sus perros, sin dejar de contar en el silencio de su mente. Levantando las correas, acicateando nuevamente a sus bestias y alzando su mochila, cruza la avenida en sentido opuesto al de hace un rato. Esta vez, sin embargo, y a diferencia de otras tantas, siente que el pasado le ha calado hasta los huesos. Cuando llega a la unidad en la que vive, echa a correr a su pesada camioneta, convencido de que así compensará el tiempo perdido y se alejará también de todo aquello que le imponen los metales oxidados. Pero al llegar a su vehículo, abollado y despintado, Osmar recuerda otra vez aquella noche en que la combi de sus padres fue sorprendida por una tempestad inesperada. Y abriendo la puerta trasera, mientras sus perros suben dando un salto, también se acuerda del momento en que esa combi fue arrastrada por el agua. Lo importante es que jamás les he fallado, eso es lo único que cuenta, se dice tratando de encender su camioneta y es así que por fin deja de contar en las profundidades de su mente. No he hecho nada diferente de lo que ustedes habrían hecho, insiste y se convence de estarse despidiendo de esa hermana y de esos padres que vendían artesanías, no creían en la gente y no tenían otro refugio que la combi reducida en el canal a su esqueleto.

Y es también así que Osmar asevera: por favor no me hagas esto, hoy no me chingues, bombeando el embrague de su pesada camioneta y dando marcha, una y otra vez y una más a su contacto: ve lo tarde que se me hizo, por favor, en serio enciende. Cuando está a punto de rendirse y de bajar para buscar a algún vecino que lo ayude a empujar el armatoste, éste enciende exhalando una espesa nube negra y Osmar condensa su alegría en un sonido gutural y le sonríe al espejo: estás muerto.

Hoy hace quince años exactos, añade mecánicamente y tan feliz como apurado deja atrás el sótano de la unidad en la que vive. Entonces encara la avenida y, esperando a incorporarse, intenta leer el último grafiti que pintaron sus vecinos. Así observa a los pequeños de los que había creído escaparse: están jugando en la banqueta un juego que él nunca ha jugado.

Ingresando en la avenida, Osmar saluda a los pequeños y después toca el claxon, que al instante truena como risa tartamuda y descompuesta. Felices, los niños corren tras la pesada camioneta varios metros, despidiéndose de Osmar y sus perros, quienes de pronto han empezado a ladrar sobreexcitados. Volviendo el rostro sobre un hombro, les pregunta: ¿cuándo van a acostumbrarse, cómo pueden seguirse emocionando todavía?

Mejor vamos a ensayar su nuevo paso, anuncia apurando la marcha y volviendo nuevamente la cabeza ordena: ¡el castillo! Rebasando un par de coches y observando de reojo, en el retrovisor de su armatoste, cómo Josefa se encarama encima de Benito y cómo salta sobre ellos Antonieta, Osmar se siente orgulloso y les festeja la gracia a los perros silbando y aplaudiendo. Luego mira la luz ámbar de un semáforo y molesto cambia un par de marchas.

Aminorando la velocidad: se acerca al semáforo que hace nada le mostrara su luz roja, Osmar inclina el cuerpo a su derecha, estira el brazo, abre la guantera y al sacar los premios de sus perros tira, sin quererlo, un papel muy bien doblado. Lo recojo ahorita que frenemos, se dice e incorporándose a la fila que han formado varios coches, saca tres galletas de la bolsa que sostiene y se las lanza a sus bestias.

Tras guardar otra vez la bolsa, Osmar estira aún más el cuerpo, se hunde en el espacio del copiloto y con las uñas alcanza el papel que lo hace ahora dudar si darse o no darse un pase: no le gusta jalar coca cuando va rumbo al trabajo. Pero tampoco es que éste sea un día cualquiera. Hoy se cumplen quince años, piensa Osmar y en silencio empieza a contar de nueva cuenta: ocho, nueve, diez, once, doce.

Entre sus dudas y sus ansias, con el papel entre las manos, Osmar escupe esa oración que lo ha venido acompañando desde siempre: estoy muerto y nada me hace lo que le hace algo a los vivos. Con una agilidad sorprendente, sin emerger del espacio reservado a los pies del copiloto, levanta la nariz roja y redonda bajo la cual está la suya, desdobla el papel y se acalambra la cabeza con tres puntas. Antes de que se limpie las fosas, oye como detrás suyo estallan varios cláxones y angustiado dobla el papel de nueva cuenta. Cuando por fin vuelve a erguirse, la luz roja ha vuelto a encenderse y sólo avanza un par de metros. Detrás suyo, a los cláxones se suman los insultos de otros conductores y Osmar siente que en el pecho el corazón se le acelera: sabe, por experiencia personal y por historias que ha escuchado, que pegarle a un payaso es deporte en la colonia donde vive.

Asustado, saca el brazo y se disculpa ante los otros conductores levantando el pulgar contra el cielo, justo antes de que uno se bajara de su auto. Con el brazo nuevamente dentro y con la mano otra vez en el volante Osmar mira el semáforo que sigue aún en rojo, observa más allá el tendedero de un viejo edificio y aún más lejos ve un avión cruzando el cielo: ¿se verá desde allá arriba lo que queda de su combi?

Cuando está por responderse, en la ventana de su pesada camioneta irrumpe el rostro de un pequeño que mendiga unas monedas y el corazón de Osmar vuelve a acelerarse. Esta vez no es el temor a una golpiza lo que truena en su pecho sino el recuerdo de los golpes recibidos hace tiempo. Empezando a contar de nueva cuenta en lo más hondo de su mente: dos, tres, cuatro, cinco, Osmar saca unas monedas, se las pasa al pequeño Y suplicando que se ponga la luz verde, intenta escapar del derrotero que podría tomar su mente.

Pero a pesar de que la luz verde se ha puesto, de que ha cambiado un par de marchas, de que sigue todavía contando: diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuno, de que otra vez ha acelerado su armatoste y de que ha empezado nuevamente a hablarle a sus perros, no consigue que su mente lo aleje de esos años que le duelen aún más que los otros. De nueva cuenta está aquí esa familia que hace tiempo lo adoptara. Y otra vez está aquí su entrenamiento en el andar del niño ciego y en los ruegos del que pide. Y otra vez están también aquí, en el interior de su pesada camioneta, el letrero, la lata, el bastón falso y los vagones.

A los fantasmas no pueden herirnos, pronuncia Osmar, igual que se decía en aquellos años. Ya no pueden lastimarnos porque no tenemos nada que nos duela, insiste rebasando a un camión de gas y a un par de coches. Y no pueden tampoco agarrar lo que nosotros traemos dentro, remata acelerando la marcha, colocándose de nuevo la nariz color carmín y consiguiendo al fin que el pasado se retire al lugar en donde vive.

No pueden quitarnos el aliento, asevera un par de cuadras después, cuando la calma ha vuelto a su mente pero no a su organismo, cuando ha visto el letrero que le avisa: ya está cerca esa calle que deseas, y cuando al fin acepta que no puede hacer más nada, que llegará tarde a la fiesta. Es lo mismo que su madre le decía todas las noches, acercándole la boca a los labios y fingiendo que soplaba: lo único que siempre será tuyo es el aliento.

Eso nadie va a decirme que no ha sido siempre mío, asegura sintiéndose feliz de nueva cuenta y reduciendo la velocidad con la que avanza su pesada camioneta gira en la calle en la que se alza ese salón donde muy pronto va a acabar la fiesta. Volviendo el rostro nuevamente y observando así a sus perros, Osmar ordena: vayan calentando, estírense que vamos a dejarlos boquiabiertos. A ver si así perdonan que lleguemos a esta hora, a ver si así nos pagan.

¿Está listo Benito, preparada ya Josefa, Antonieta concentrada?, inquiere al tiempo que en silencio sigue todavía contando y busca, con los ojos, el salón en donde aún cree que esperan su llegada. Lo que observa, sin embargo, es a un grupo de personas que a lo lejos le hacen señas. Acelerando su pesada camioneta, Osmar se dirige hacia su encuentro, tocando el claxon varias veces y rogándole a sus perros: estén listos, hoy tenemos que impactarlos.

Cuando llega hasta el lugar en que la gente yace concentrada, nota que las puertas del salón están cerradas y aceptando que la fiesta ha terminado gira el rostro una última ocasión: se me hace que hoy no hubo trabajo. Esta vez nos la pelamos, añade luego pero al instante le devuelve su atención a los que están aún en la calle. Es así como observa que en el centro de ese círculo que forman los que estaban esperando llora el niño del cumpleaños.

Y en un instante esa gente se aleja del pequeño, rodea la camioneta y enfurecida golpea la hojalata. Sintiendo el peso de sus odios, Osmar entiende que se le ha hecho también tarde para huir y en vano lucha con el vidrio de su puerta. Los brazos del padre del pequeño lo sacan del pesado armatoste y lo avientan al asfalto, donde varios hombres y mujeres, alcoholizados y furiosos, lo despojan de su ropa y lo patean con rabia viva, mientras sus perros ladran desquiciados.

Al final, hombres y mujeres van cediendo ante el cansancio uno tras otro. Todos menos el padre del pequeño del cumpleaños. A este hombre no le importa ser el único que sigue reduciendo el amasijo que ya es Osmar, quien al borde del desmayo sigue todavía contando. Está seguro de que basta con decir el número correcto en el instante indicado para desaparecer. ¿O no es esto lo que hacen los que están desde antes muertos?

 

 

Todos nuestros odios

 

Un mes después de que Cristóbal y Mauricio –que no tendrán aquí mayor cabida- dieran por muerta a la pequeña que tiraron junto al cuerpo de su abuelo y varios otros cuerpos, en los terrenos que para esto utilizaban cada tanto, tuvo lugar el juicio que habría de resultar en el castigo de Ana Agravia, quien para entonces había perdido ya las simpatías de todos los hombres y mujeres que siguieron su caso desde que éste comenzara.

Catorce años de prisión, sin reducción posible de condena, ordenó el juez hace apenas unos días, en presencia de la parte acusadora, de los secretarios del ministerio, de los miembros de la prensa, de algunos representantes de ONG, de varios colados y del abogado defensor que por oficio le había sido asignado a la niña del cráneo diminuto, quien por supuesto nunca conoció – antes de la vista, el proceso y la pena- el escrito de la parte acusadora o la alegación de su defensa.

De cualquier modo, dijo el letrado defensor ante los contados reporteros que se reunieron aquel día ante las puertas del tutelar de menores de San Fernando, la pequeñita no habría podido leer ningún escrito. No los habría comprendido, añadió el facultativo, aunque los hubiera sostenido entre las manos. Y es que en algún momento del enredado proceso -demasiado tarde, en mi opinión- la defensa decidió replegarse y articular sus argumentos en torno a las primeras impresiones que externara el público, todavía simpatizante de Ana Agravia, arguyendo que ella era una pobre extranjera desvalida, inútil y sin valor comercial alguno.

Así que no, no creo que esta situación -no haber tenido acceso a los documentos- haya determinado el resultado de este juicio, remató el leguleyo, apartando de sí los micrófonos y murmurando, por lo bajo: Ana Agravia tiene una discapacidad y esto tenemos que aceptarlo. Por su parte, la pequeña microcéfala, quien apenas hacía semana y media sorprendiera al país con su elocuencia, al ser interpelada por un manifestante – que tampoco tendrá aquí mayor cabida-, atinó únicamente a repetir lo mismo que venía refrendando a últimas fechas: no blo i igo ni tiendo.

¿Pero cómo es que el caso de Ana Agravia, que en su origen despertara incontables apoyos hacia la niña desamparada, dio un giro tal que terminó en su condena, por parte de la autoridad, y en su repudio – podría decirse incluso linchamiento-, por parte de la sociedad del país al que ella había llegado en compañía de su familia, una familia que había ido desapareciendo a lo largo de su viaje en busca de una vida nueva?

Aunque no sé si podré explicarlo, trataré de hacerlo apegándome, en la medida de lo posible, a los testimonios y opiniones a los que he tenido acceso, así como reconstruyendo los hechos principales con la información que he recabado y, por supuesto, utilizando la experiencia que me otorgan años de inmersiones en peritajes legales y en el análisis de los cambios que se gestan al interior de la opinión pública. Ésta es, pues, la historia de Ana Agravia.

 

El 22 de diciembre del año 2014, hacia las tres de la madrugada, los hermanos y policías Gustavo y Alejandro Morales -quienes tampoco tendrán aquí mayor cabida, como no la tendrán nunca en otra página, documento o libro escrito- llegaron a El Amparo, famoso barrio de la periferia de Santo Tomás, tras ser advertidos de que en los baldíos que delimitan ese sitio se habían escuchado gritos, múltiples detonaciones y lo que parecían ser los motores de varias camionetas.

Apenas descender de su patrulla, maldiciendo a la fortuna por haber sido en su turno cuando avisaron de estos hechos, que los tenían allí en los lindes de El Amparo, los hermanos Morales escucharon un terco y fastidioso lloriqueo. Encendieron sus linternas, sacudieron sus cabezas y se dirigieron, quejándose en voz alta, hacia el origen de aquel llanto, donde encontraron el cuerpo de Ana Agravia, aferrado a la pierna izquierda de su abuelo. A varios metros del viejo y de la niña, cuya cabeza diminuta en aquel momento no notaron los agentes, yacían otros cadáveres.

Lo que faltaba, aseveró Alejandro apuntando su linterna hacia Gustavo: que nos dejaran una viva. Esto va a ser un desmadre, soltó, por su parte, el mayor de los Morales, acercándose a la niña y al viejo y sintiendo cómo el coraje se adueñaba del resto de su cuerpo: vuélvete mejor a la patrulla y diles que nos manden ambulancias y peritos… ya estuvo que nos vamos a quedar toda la noche. ¿Y le hablo al Pano?, preguntó Alejandro caminando ya hacia la patrulla: ¿o esperamos otro rato? Avísale a ése también de una, respondió Gustavo alumbrando a Ana Agravia: por lo menos que nos deje esto una lana.

Una hora después, hacia las cuatro de la madrugada, el ajetreo en El Amparo era absoluto: los policías se movían como enjambre, los paramédicos tendían sobre el suelo una sábana tras otra y los peritos dejaban sus marcas por aquí y por allá. Por su parte, los vecinos, tras la cinta que Gustavo y Alejandro habían tendido hacía un rato, atestiguaban todo entre cansados y aburridos y el Pano, cuyo nombre de pila es Felipe, tomaba apuntes y fotografiaba todos los detalles que habría de mencionar en la nota que publicaría al día siguiente, con un titular en forma de pregunta: “¿Inocente niña entre doce asesinados?”

Para cuando llegó el amanecer, El Amparo finalmente había quedado desierto: los muertos habían sido trasladados a la margue, los policías habían vuelto a sus casas, los peritos habían redactado sus informes, los vecinos desayunaban discutiendo su desvelo, Ana Agravia descansaba en su cuarto del hospital municipal de Santo Tomás, vigilada por los federales que la habían escoltado hasta ese sitio, y Felipe leía orgulloso, podría decirse incluso que exultante, el ejemplar de Noticias del Golfo que, en portada, presentaba dos de sus fotografías y el texto íntegro de su reportaje.

El mismo reportaje vago, suspicaz y mal escrito que al día siguiente, tras el revuelo que causara en Santo Tomás, sería reproducido por la mayoría de los periódicos de circulación nacional, convirtiéndose en la causa principal de que la historia de Ana Agravia se transformara en asunto de todos y en un caso digno de las autoridades federales. Y es que el escrito de Felipe, apenas 48 horas después de los sucesos acaecidos en los terrenos de El Amparo, había dividido en dos a la opinión pública y había inoculado en la médula de ésta un evento que, en lo general, era igual a tantos otros sucedidos diariamente en el país pero que, en lo particular, tenía a una niña discapacitada como víctima. O como culpable.

Así que apenas 72 horas después de los hechos ya narrados, cuando a nadie le importaba lo que pudieran contar las autoridades locales o lo que pudiera añadir Felipe

-quien había lanzado la primera piedra pero había sido olvidado por la opinión pública muy pronto, por lo que tampoco tendrá aquí más cabida-, todos los habitantes del país, sin importar su clase, raza o estrato social, se habían convencido a sí mismos de estar en posesión de la verdad absoluta. Tanto en las plazas como en los cafés, las escuelas, las oficinas, los medios de comunicación y las redes sociales, los ciudadanos clamaban por conocer todos los detalles, convencidos de que al hacerse pública la información completa del caso, ésta no vendría si no a darles la razón.

Por supuesto, a todos estos ciudadanos les daba igual que esa información, por la que no habían dejado de clamar y por la que estuvieron suplicando en silencio varios días, fuera la versión de Ana Agravia, la historia de vida de esa niña narrada por la voz de algún conocido, la confirmación o la negación de su discapacidad o los rumores que sobre su familia empezaron a correr, sin que pudiera asignárseles un origen claro. Pero ¿qué decían estos rumores? Los principales: que la familia de Ana Agravia huía de su país tras matar a varios habitantes de su pueblo; que huían más bien tras descubrirse una red de trata de discapacitados que ellos regenteaban; que escapaban de un grupo paramilitar que quería asesinarlos, o que, como tantos otros, sólo buscaban un futuro mejor y más promisorio.

Fue entonces, en mitad de la apoteosis desatada por la rumorología, que la información que tanto ansiaba la opinión pública se hizo presente, aunque de forma extraña, inesperada y a la vez inevitable. Ocho días después de la tragedia, una enfermera del hospital municipal de Santo Tomás colgó en su muro de una conocida red social un video en el que podía verse a Ana Agravia. Por fin, el centro momentáneo de la nación se presentaba ante los ojos que no querían ver otra cosa. Sentada en la cama de su cuarto, desayunando, conectada por vía intravenosa a una bolsa de suero y por diversos cables a un enorme aparato, la pequeña microcéfala observaba, con atención difusa y la mirada vacía, la pantalla de un televisor, que en la grabación apenas podía distinguirse.

No tuvieron que pasar ni cinco minutos para que el video referido se viralizara y para que las miradas de todo el país, no conformes con ver a Ana Agravia en su suplicio una vez, repitieran éste otra, una más y varias veces. Como también fue una cuestión de apenas media hora que la opinión pública, hasta entonces dividida, se replegara casi entera al lado de la pobre y sufrida niña idiota. Lo mismo, por supuesto, hicieron la mayoría de los expertos, periodistas y autoridades nacionales, quienes durante los días previos no habían dejado de comentar la matanza en las pantallas de todos los canales de televisión, en la mayoría de las estaciones de radio y en casi la totalidad de las columnas de los periódicos.

Y es que lo que se podía observar en el video no era solamente a una niña abandonada a su suerte y sin nadie que estuviera a su lado, sino a una niña clara y evidentemente discapacitada: la cabeza de Ana Agravia, en efecto, era diminuta y el movimiento de sus manos, al acercarse la comida hacia la boca, parecía implicarle un esfuerzo titánico. Además, la pequeña desvalida, que parecía no tener frente ni tampoco parietales, se reía, de tanto en tanto, de una forma sumamente extraña pero también intensamente tierna. Y dirigía hacia la nada miradas desdichadas. Para colmo, su piel parecía haber sufrido, en otro tiempo, diversas quemaduras y presentaba, en los brazos y en las piernas, moretones y heridas recientes.

Los niños con microcefalia me parecen preciosos, comentó en cadena nacional uno de los escritores más importantes del país: si fuera Durero, haría un estudio sobre sus proporciones, su belleza y su inocencia. La ternura que me inspira la deformidad de esta pequeña, añadió después el músico más famoso de la nación: sólo puedo compararla con la ternura que siento cuando hablo con Dios. Por su parte, el conductor del noticiero de mayor audiencia, aseguró que, tras haberlo consultado con varios médicos, por supuesto expertos en la materia, podía asegurar que: un niño con microcefalia es absolutamente incapaz de hacerle daño a otro ser humano e, incluso, de llevar a cabo siquiera un acto que pudiera ser motivado por 1o que comúnmente denominamos como “el mal”.

Así pues, doce días después de la tragedia acaecida en El Amparo, todo parecía indicar que Ana Agravia se había liberado de las dudas que recaían sobre su persona y que la opinión pública, en general, se había convertido en su mayor aliada. Además, la autoridad, que seguía buscando a los culpables de la matanza, había declarado que no consideraba a la pequeña más que otra víctima de la violencia desatada en Santo Tomás y que, por ningún motivo, era considerada sospechosa. Los medios, mientras tanto, se peleaban por conseguir una entrevista en exclusiva con Ana Agravia, la gente organizaba colectas para su futuro, las ONG intentaban convertir su caso en la bandera que les permitiera hablar de los horrores de la inmigración y no pocas empresas se peleaban por convertir el rostro encogido de la niña en imagen de sus marcas.

Incluso el gobierno del país donde Ana Agravia y su familia habían nacido se ofreció, cuatro días después de la aparición del video que grabara la enfermera, a pagar todos los gastos que generara la recuperación y posterior repatriación de la pequeña de cabeza diminuta, a quien, por otra parte, la opinión pública empezaba poco a poco a olvidar: a nadie parecía importarle  una inocente. El primer mandatario de la nación vecina, además, no dudó en prometerle a Ana Agravia un futuro promisorio: será acogida por una de nuestras mejores familias… lo difícil será elegir una entre todas las estirpes ilustres que se han ofrecido a adoptarla, aseveró el político y sus palabras fueron reproducidas por las cadenas televisivas y radiales de nuestro país, aunque ya sin mayores cuotas de audiencia.

Justo entonces, al abogado defensor que le había sido asignado por oficio a Ana Agravia -hombre menudo que con tristeza sentía cómo los focos le retiraban su halo caprichoso con el pasar de los días y con la vuelta de la nación a su normalidad- se le ocurrió convocar a una conferencia de prensa, en la cual anunció otra conferencia de prensa: la pequeña niña microcéfala iba a agradecer a la nación su cariño y apoyo. Además, aprovecharía el momento para despedirse de los mexicanos, antes de ser repatriada a su país de origen. Lo que nadie podía imaginar era que esta conferencia, la segunda, sería el suceso que volvería a poner a Ana Agravia en el centro del debate, desatando, de nueva cuenta, las dudas y sospechas entre la opinión pública.

Unas dudas y unas sospechas que en apenas unas horas se transformaron en acusaciones y sentencias. El problema, extrañamente, no fue lo que Ana Agravia dijo ante los medios, diecinueve días después de la matanza acaecida en El Amparo, sino el hecho mismo e indiscutible de que ella, la pequeña microcéfala, fuera capaz de decir algo. Que fuera capaz de expresarse. O en otras palabras: que la discapacitada no fuera en realidad discapacitada. Y es que aunque nadie había confirmado lo anterior, la opinión pública se sintió desengañada: cómo que no es idiota esta pendeja, fue la reacción mayoritaria de los ciudadanos que vieron aparecer a la niña en sus pantallas y que la escucharon hablar como habría hablado uno de ellos.

En efecto, la microcéfala era capaz de pensar y de transmitir sus ideas. Y si era capaz de pensar y de transmitir sus ideas, ¿por qué no sería capaz de planear un asesinato y de llevarlo a cabo? ¡Hipocresía! ¡Engaño! ¡Argucias! La gente, sin importar de nueva cuenta su condición, origen o destino, gritaba enardecida y expresaba su rabia en todos los lugares en los que se hallara: privados, públicos o electrónicos. Y otra vez, en cuestión de apenas unos días, la pobre niña desvalida se convirtió en una asesina fría y calculadora; la extranjera abandonada a su suerte, en una invasora que traía con ella el mal, el odio y la violencia a nuestras tierras, y la entrañable huerfanita, en despiadada parricida.

Para colmo, al verla de cerca, en las pantallas de sus televisores y en las de sus computadoras, la opinión pública, al igual que los expertos y los conductores de los principales noticieros, descubrió que aquello que había visto en Ana Agravia no eran moretones ni heridas ni quemaduras: las manchas en la piel de la pequeña eran  consecuencia del vitiligo. ¡Hija de puta! ¡Mira que querernos conmover con sus mentiras! ¡Es una embustera! ¡Intentó pasar por accidente el estigma de su cuerpo! Pocas cosas asustan tanto a los seres comunes como los males que advierten un fantasma en sus iguales. ¡Lleva la muerte en la piel! ¡No puede ser sino malvada! ¡Cómo pudo engañarnos!

Los niños con vitiligo son particularmente envidiosos, violentos y necesitados de atención, viven obsesionados con el sexo, declaró un famoso artista, cuya madre había sido violada por un vecino destintado, en el mismo noticiero en el que, instantes después, una cantante de moda aseguró: el horror que me producen sus manchas es consecuencia del horror que sentí al ser secuestrada por una banda de satánicos cuyo líder padecía esa misma enfermedad del diablo. Por su parte, el conductor del noticiero, tras asegurar que había documentado su opinión con la de varios expertos, aseveró, mirando fijamente a la cámara: un niño con microcefalia es perfectamente capaz de hacerle daño a otro ser humano e, incluso, de llevar a cabo actos motivados por lo que conocemos, comúnmente, como “el mal”.

Piensen si no en los hombres más perversos de la historia: Carlos V, Napoleón, Hitler, todos tenían cabezas pequeñas, remató el conductor que convertiría a Ana Agravia, nuevamente, en su tema central durante los días siguientes. Días en los que la opinión pública, los expertos y los medios en general terminaron por unificar su dictamen y la pequeña microcéfala, además de convertirse en el centro de todos nuestros odios, volvió a ser recluida en su cuarto del hospital municipal de Santo Tomás, resguardada ahora por cuatro soldados que le temían incluso más de lo que ella les temía a ellos y que se negaban, al igual que los doctores y enfermeras, a explicarle lo que estaba sucediendo.

Hacia el día veintitrés, cuando el cuarto del hospital donde Ana Agravia había sido encerrada ya era una celda a la que nadie tenía acceso y de la que habían sacado el televisor y los regalos que otrora le hicieran llegar a la pequeña, el presidente de su país de origen volvió a aparecer en cadena nacional. Pidió disculpas a los ciudadanos y al gobierno del país vecino -donde su mensaje ya ni siquiera fue retransmitido- y le encargó a sus autoridades que aplicaran, sobre la niña de cabeza diminuta, todo el peso de sus leyes.

Así fue como el gobierno nacional, que no había apuntado todavía hacia ningún otro sospechoso por la matanza de El Amparo, acusó formalmente a Ana Agravia y apuró todas sus instancias para que el juicio tuviera lugar lo antes posible y para que su dictamen se anunciara de forma expedita, aprovechando, además, que el caso había perdido, otra vez, casi por completo la atención de la ciudadanía: a nadie parecía importarle una culpable.

Pero de esto, del juicio y de la pena: catorce años de prisión, sin reducción posible de condena, ya he hablado antes. Así que no me queda más que contarles que Ana Agravia será esta misma tarde trasladada a su celda, sin presencia alguna de la prensa y sin que nadie quiera ya saber de ella pues en algún lugar, al parecer del norte del país, han nacido dos niños pegados.

BIOGRAFÍA

Emiliano Monge (ciudad de México, 1978) es escritor y politólogo. Ha publicado la colección de relatos Arrastrar esa sombra (Sexto Piso, 2008) y la novela Morirse de memoria (Sexto Piso, 2010).


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