Robert Max Steenkist Dossier 6 revista Imán 22

Robert Max Steenkist

Bogotá, 1982. Educador, editor, escritor y fotógrafo. Ha publicado una novela gráfica, un libro de cuentos y tres poemarios. Es uno de los responsables de los proyectos multilingües de antologías de poetas de todo el mundo OIRESERIO, ARBOLARIUM, entre otros. Ha hecho parte de festivales literarios en Colombia, Puerto Rico, Gabón, Nueva Zelanda y varios países europeos.
Actualmente trabaja en el Colegio José Max León.

 

El puerto

Cuando decidieron separarse, Adriana y Sergio regalaron a sus dos hijos un
pulpo como mascota. Como era una pareja tan calculadora, dada a la poesía de
los símbolos, creyeron encontrar en este gesto una manera de generar un nuevo
vínculo familiar, centrado en la transformación, que despejara también las
sospechas de que con su separación se iba a destruir el nido completo. El matrimonio
se acababa, no así la familia.Y sus hijos estaban en esa edad incierta,
difícil de definir entre la infancia idílica y las trampas ineludibles de la adultez
como prisión y libertad supremas, esa edad de adaptbilidad e infinidad de posibilidades.
No era ese el primer intento de mitigar los posibles traumas del colapso de
su unión. Tras meses de terapia de pareja, sesiones de consultoría de familia,
vacaciones de urgencia, charlas íntimas, masajes compartidos, amantes convenidos,
peleas escandalosas y cafés de indulgencias para recomponer su relación,
decidieron que conservarían un hogar como terreno neutral. En el apartamento
actual, el cuatro piso remodelado de un edificio insigne de la era de esplendor
mercante de la ciudad, vivirían sus hijos Armando y Andrés. Padre y madre se
alternarían la custodia, quedándose por semanas en la que otrora fuera la casa
de la familia, pero armarían su vida en una vivienda individual, lejos el uno del
otro.
El amor no se acaba, habían concluido. Se agotan los rótulos, se desactualizan
los títulos, pero no la historia entre dos personas. El pasado tiene un peso
innegable en las relaciones humanas. Y ya existen dos hijos. El tiempo y la costumbre
han limado esos engranajes que alguna vez fueron las ruedas dentadas
que daban marcha a la maquinaria poderosa y conmovedora de la que fue nuestra
unión en pareja. Pero el amor es una sustancia inmortal, lo que ennoblece las
ruinas y las convierte en tesoro legítimo de la nostalgia. Ninguno de nosotros
dos siente este divorcio como una derrota.
Así trataron de transmitirle el mensaje a sus hijos. La noche antes de la prime-
El puerto
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ra jornada como familia no convencional se sentaron niños (digámosles mejor
“jóvenes”, ¿no crees?) y adultos en el comedor. No lo hacían hace meses: la
creciente tensión entre padre y madre había convertido las reuniones en un
fenómeno reservado para las visitas ajenas al nicho familiar. La casa permanecía
impecable, los platos siempre limpios, la nevera llena, pero ni Sergio le dirigía
una mirada a Adriana ni Adriana determinaba a Sergio. Ese día ambos volvían
a ser timoneles de una misma barca. Los niños permanecían a la expectativa.
La mesa estaba ocupada por una caja enorme de madera, coronada por un gran
moño brillante. Era tan grande que, mientras estuvieron sentados los niños, no
podían ver a sus padres.
—Este regalo —comenzó Sergio con tono ceremonioso— es para que nos
acordemos de que lo más importante en la vida es tener capacidad de transformación.
Este regalo es para todos nosotros, pero ustedes tendrán el deber de
cuidarlo, como mamá y papá han hecho con este hogar. Ustedes deberán mantenerlo
aseado y brillante siempre.
Era un acto que habían preparado durante semanas. La idea era evitar lo doloroso
que puede ser el pasado y, en vez de eso, motivar a los hijos a creer que el
futuro es amplio, ofrece posibilidades casi infinitas para quienes deciden creer
en las segundas y terceras oportunidades, el espacio para continuar y reinventarse.
Un mar abierto.
Los hermanos se miraron. Se sentían cómplices, ambos pasando por alto lo que
sus padres hablaban y reteniendo sin mucho éxito risas de ansiedad. Adriana
completó el discurso de Sergio, como siguiendo un guion ensayado hasta la
perfección:
—Cuando los entornos y las circunstancias cambian, nuestro deber es tratar de
adaptarnos —dijo mirando a los chicos a los ojos—. Hoy enfrentamos, como
familia, el inmenso reto de no perdernos en un nuevo ecosistema, de superar
unidos los tiempos nuevos que se nos avecinan.
Ninguno de los dos niños despegaba su mirada de la caja de regalo. No podía
ser un televisor nuevo, pues estos venían empacados en cartón y definitivamen28
te una pantalla plana no ocuparía tanto espacio. Tampoco podría ser un nuevo
juego de fichas para armar un castillo o una pista de carreras de carros. Balones:
descartado. ¿Computador? Ya tenían tres en la casa. No podía ser una plataforma
de videojuegos… ni siquiera en internet habían visto regalos que vinieran
en una caja de ese tamaño ni entre los juguetes que importaban a menudo sus
compañeros de colegio.
La caja estaba armada con precisión y cuidado. Pequeñas tablas componían un
cubo liso e imponente; dejaba ver sellos en varios colores e idiomas, como cualquier
carga que hubiera cruzado mapas y fronteras. Letreros en varios idiomas,
que animaban a tratar esa caja con cuidado en diferentes alfabetos, confirmaban
un tránsito largo y azaroso a través de todos los mares posibles.
—¡Un acuario! —Armando, el hijo menor, había interrumpido las palabras de su
madre convencido de que había adivinado el contenido de la caja.
Sergio y Adriana se miraron perplejos. Sergio aún quería hablar sobre el amor
que sentían papá y mamá entre sí y que la decisión que tomaban era lo mejor
para todos. A Adriana le faltaba mencionar la unión familiar por encima de los
rótulos y la presión que sus hijos iban a enfrentar por parte de sus compañeros
y el resto de la sociedad por ser integrantes de una familia que había optado
por acomodarse a un modelo diferente al tradicional. Pero supo que tanto
su discurso como el de su futuro exmarido habían fracasado en el intento de
captar la atención de sus hijos por encima del misterio del paquete de regalo.
Armando saltaba ansioso coreando ¡acuario! ¡acuario! El hermano mayor, Andrés,
permanecía boquiabierto y expectante. Se había aferrado al borde de la
mesa y esperaba, como a punto de salir a propulsión hacia el techo, la afirmación
de sus padres. Fue Sergio, entre resignado y divertido, quien se encogió de hombros
y con una venia que parodiaba una entrega cortesana, invitó a sus hijos a
abrir su regalo.
Hicieron volar la tapa superior de la caja de madera. Tuvieron suerte de que no
golpeara a nadie. Adriana ayudó a soltar las paredes, mientras Sergio cuidaba
de que ninguna astilla fuera a incrustarse en los dedos de los pequeños. Pocas
horas después un acuario de unos dos mil litros y sus luces ocupaba toda una
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pared de la sala. Sonaba el ronroneo de la máquina de oxigenación. Unas algas
ondeaban sus siluetas desde la arena brillante. Unos peces diminutos flotaban
por el agua cristalina. En una esquina del acuario un cofre de tesoro se abría
de vez en cuando y soltaba una fila de burbujas que subían hasta el borde como
jugando a las carreras. Entre las rocas, unas con filos agudos, otras planas, otras
con texturas corrugadas, palpitaba lo que parecía un tubo, pero no dejaba salir
nada visible y tampoco parecía aspirar cosa alguna.
—¡Un pulpo! —Esta vez fue Andrés el que exclamó entusiasmado. Pronto Armando
gritó también y ambos se abrazaron como celebrando un gol—. ¡Tenemos
un pulpo!
El animal pareció sentirse llamado por el entusiasmo de los hermanos. En alguna
clase de psicología, Adriana había leído que todo parecía indicar que hay
quienes durante largos periodos de cautiverio perdían de cierta manera su pasado
y se entregaban de lleno a las pocas opciones que les daba un entorno de
encierro para no enloquecer. ¿Este pulpo también se había resignado a cambiar
un pasado de aguas infinitas por una adaptación acomodada a la claustrofobia?
De repente, como si las piedras acuáticas despertaran, el suelo del acuario se
empezó a mover sin orden. Palpitaron las rocas y donde antes parecía haber una
capa de mineral inerte aparecieron dos ojos cruzados por una pupila de gato.
Parpadearon: dos canicas jugando con la luz bajo un manto primitivo.
Surgió un tentáculo delgado. La punta se irguió como un anguila curiosa y se
detuvo cuando parecía haber identificado a los cuatro humanos que contemplaban
en silencio el despertar del pulpo. El miembro giró sobre si mismo y dejó
ver sus chupas como si elevara la mano para ser correspondido en un saludo.
Casi de manera automática ambos niños pegaron sus manos al vidrio de la pared
del acuario. El tentáculo acercó sus chupas a las manos de ellos e intentó
agarrarlas con movimientos suaves. Cada ventosa se abría y se cerraba sobre
la transparencia invencible que la distanciaba de la realidad seca de los humanos.
Otros tentáculos aparecieron desde otras partes del acuario y parecieron
responder al llamado del miembro que primero había vencido la vocación de
camuflaje. Los otros siete miembros parecieron querer unirse a las manos de los
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hermanos y se pegaron al vidrio en un gesto con el que parecían reconocer a los
chicos que no podían parpadear de la emoción y del asombro.
Sergio y Adriana se miraron complacidos. El pulpo permaneció inmóvil frente
a sus hijos. Nada permitía leer sus emociones, pero ambos creyeron entender
que el animal ansiaba el calor de los niños, como alguien que ve al final de un
callejón oscuro la luz cálida de su hogar. En un impulso se agarraron las manos
y sintieron una satisfacción mutua, el alivio de hacer parte de un buen equipo,
como el de dos colegas de trabajo que cierran una presentación con un aplauso
de sus clientes. Entonces se abrazaron y así permanecieron, viendo a sus hijos
que parecían no haber participado de la conversación reciente que anunciaba su
separación definitiva.
dos
Habían convenido que, para una transición sin traumas, lo mejor era que los
niños pasaran la primera semana con su madre. Desde hacía años Sergio se despertaba
antes del alba, alistaba el desayuno para todos y salía sigilosamente a su
rutina laboral, antes de que Adriana y los niños se hubieran levantado; por las
mañanas los chicos a duras penas notarían la diferencia. A ella, en cambio, esto
le significaría más trabajo cada dos semanas, pero estaba dispuesta a asumirlo.
La idea era que de esa noche en adelante él avisara con antelación cuándo pasaría
por la casa a, por ejemplo, ayudarle a Andrés con los ejercicios de trigonometría,
a buscar a Armando para llevarlo al dentista, a los dos para clase de windsurf
o a leerles un libro antes de dormir. Ella igual: cuando Sergio estuviera a cargo
de ellos, ella vendría de manera casual a contarles de sus viajes de negocios, a
ayudarles con la guitarra o a hablarles de los bisabuelos que habían ayudado a
erguir esta ciudad con su pulso y determinación venidos desde el otro lado del
mar. Ante todo, nunca dejar de ser mamá y papá ejemplares.
Esa primera noche del acuerdo, después de darle de comer al pulpo y de apagar
las luces para que todo el mundo descansara, Sergio acostó a los niños como de
costumbre. Leyó para ellos un par de páginas de Veinte mil leguas de viaje submarino
hasta que Andrés y Armando se durmieron y se despidió con un abrazo
de Adriana. Nuevamente, ambos sintieron alivio por su proceso. El dolor de la
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separación había sido inevitable e intenso, pero habían trabajado juntos para
que el sufrimiento pudiera ser una opción descartada. Estaban seguros de que
la cordialidad y la planeación, bases del respeto mutuo, iban a empezar a regir
esta nueva etapa de la familia.
Por eso a Sergio le sorprendió tanto esa llamada antes de la madrugada. Adriana
no podía articular palabra. Lloraba y gritaba desesperada. Sin demora,
Sergio cruzó la cuadra que aún no despertaba (“cuando me levanto ni siquiera
han pintado las calles”, solía decir) y entró al edificio. Ni siquiera esperó a que
el portero le abriera porque tenía llaves del garaje y subió las escaleras hasta
el cuarto piso en dos o tres zancadas. Mientras esperaba ansioso a que Adriana
respondiera su llamado a la puerta notó que había pisado una sustancia que se
adhería a sus suelas. No era barro ni mierda de perro; era una nata espesa y
aceitosa que se pegaba con fuerza al piso y que entorpecía el caminar. Despedía
un vaho denso, parecido remotamente al de combustible, pescado muerto o cagarruta
de gaviotas que se respiraba cerca al puerto cuando los barcos llegaban
a descargar. Trataba de precisar el olor de ese pegote cuando la puerta despejó
todo el olor al abrirse de repente.
Adriana se abalanzó sobre él y se encogió sobre su pecho. Rasguñaba sus hombros
como un náufrago los bordes de una lancha volcada. El llanto le impedía
articular frases completas. Nombraba a los niños, mis chiquitos, lamento de
rabia, Armando, Andrés, el pulpo, grito. Su voz herida se extendía por todo el
interior del edificio y se perdía entre el eco con el que respondían las puertas de
los vecinos. Sergio la abrazó y la condujo hacia el interior del apartamento. Le
pidió que se sentara a respirar mientras él le servía un poco de agua.
Sintió el crujir de vidrios y agua bajo sus pisadas. El acuario yacía hecho trizas.
Algunos peces agonizaban saltando sobre el piso de madera. Los muebles
estaban volcados. Las piedras y las algas estaban regadas por todo el piso. Lo
que parecía ser una mancha de aceite se extendía hacia los cuatros. Era como si
alguien hubiera arrastrado un trapero recién mojado en un caldo marinero y se
hubiera propuesto impregnar hasta el último rincón de la vivienda.
Adriana permanecía con las manos adheridas a su rostro como si quisiera arran32
carse una máscara. Le extendió a Sergio una nota escrita a mano, cuyas arrugas
reflejaban el impacto con el que la mujer la había recibido. Reconoció la letra de
Andrés. “Mamá, papá: nos fuimos con el pulpo. Estaremos bien. Besos, A&A”.
Sergio recordó que a la hora de comprar el animal en un acuario especializado
le habían advertido que el pulpo suele engañar a sus presas y meterlas dentro de
su guarida para devorarlas. Sintiendo que la fuerza le abandonaba los muslos y,
sin poder expresar palabras, atinó a señalar el acuario, pidiendo una explicación.
He sido yo, respondió Adriana todavía sollozando. El puto pulpo se los llevó.
Solo entonces Sergio entendió que la materia viscosa que había pisado mientras
subía afanado por las escaleras era la pista, el rastro del pulpo y las pisadas de
los niños, que debían seguir si querían volver a sus hijos.
La línea de la viscosidad dejada por el pulpo se veía atravesada esporádicamente
por las huellas de los zapatos de los niños. Bajaba por las escaleras y se dirigía
hacia la calle. De no estar angustiados hasta las náuseas, Sergio y Adriana hubieran
notado que los tres parecían haber avanzado en una especie de trenza
coreográfica, una marcha alegre hacia lo incierto. Cuando le preguntaron al
portero, él no supo decirles nada. Mientras Adriana lo arrastraba para salir del
edificio señalando la pista, Sergio se preguntó si acaso las capacidades del pulpo
para camuflarse pudieran darse aún en movimiento sobre la superficie seca. Al
instante se recriminó por dedicarle un solo impulso neural a algo que no fuera
el paradero de Andrés y Armando. En un tono que supo proyectar como sereno
y racional dijo:
—Mira, Adriana: nuestros hijos no son ningunos pendejos. Son jóvenes y no
están midiendo las consecuencias. Volverán apenas se sientan en apuros.
—Al contrario, Sergio. Están siendo los adolescentes que nunca vimos llegar.
Si actúan como niños es para llevar sus actos a las consecuencias más terribles.
El rastro de los hermanos y el pulpo tomaba la calle del edificio de Sergio y
Adriana (al menos habían caminado por el andén, pensó la madre) y se adentraba
en el parque del barrio. Allí los niños habían pasado buena parte de las tardes
después de clases, entre los hijos de emigrantes y sus propios compañeros del
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colegio. Al principio, papá y mamá se sentaban en una banca a animarlos o a
contemplarlos desde la distancia en su propio ecosistema: jugaron al balón, se
cayeron y se lograron poner de pie solos, habían vencido el miedo a ascender
solos por la escalera del tobogán. Luego todo fue empeorando. Un día, hacía
meses, se gritaron frente a otras familias porque la discusión de si sus hijos
debían o no llevar bufanda en esa temporada se salió de control y decidieron no
salir los cuatro nunca más.
Cuando llegaron, ambos columpios seguían balanceándose. Del pasamanos terminaba
de escurrir la misma baba que les decía que sus hijos y el pulpo (maldita
sea la hora que me dió por traerlo a nuestras vidas, pensó Sergio) habían estado
allí hacía contados instantes. Adriana corrió alrededor del parque y encontró
que, entre el rocío de la mañana y las hojas secas que terminaban de caer desde
los árboles, se podía identificar las marcas del molusco y los muchachitos. Se
dirigían a la calle comercial.
Los pocos locales que abrían a esa hora quizás habían despertado la atención
de los chicos: una panadería donde solían comprar raciones de desayuno acababa
de prender las luces de la cocina, los puestos de revistas y sus tenderos
más añejos empezaban a disponer entre murmullos somnolientos los primeros
periódicos y termos con café, la florista a la cual Sergio compró a Adriana los
ramos de flores con los que adornó todas las fechas de su aniversario iniciaba
la jornada con un cigarrillo mientras buscaba las llaves en el mismo bolso de
siempre. Ninguno de ellos supo dar noticia de los prófugos, pero se ofrecieron
a llamar a la policía mientras los padres corrían calle abajo, hacia el puerto, siguiendo
el líquido viscoso que se volvía cada vez más tenue, como si al pulpo se
le fueran acabando las reservas.
Encontraron un hidrante apelmazado. El borde de la oficina de correos con la
huella de un zapato de Andrés. La marca de una mano de Armando en la vitrina
de una sastrería que había tenido que cerrar porque ahora nadie reparaba su
ropa, sino que la botaba al menor rasguño y salía a comprar nueva. Se notaba
que habían bajado hacia el puerto dando brincos de aquí para allá sin prisa,
pero sin pausa. Sergio los imaginaba gritando desprevenidos o jugando a las
atrapadas con el pulpo que se expandía sobre los postes de la luz y daba botes
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entre sus pies como en una coreografía submarina sobre las calles de la ciudad.
Pero a medida que las huellas se acercaban al puerto Sergio sentía que la angustia
se disparaba. Le dolía el pecho. Corría de la mano de Adriana (nunca la
había visto tan ágil) por el centro de la avenida, evitando con gracia los cruces
de los rieles del tranvía. Asombrada por su propia resistencia, Adriana por fin
se detuvo ante la reja de entrada a los hangares. La mucosa, cada vez más densa,
permitía saber que los tres habían trepado por los cables y habían saltado al
otro lado. El alambre de púas se torcía en una curva, como si un brazo (no, ocho
brazos) los hubiera forzado para darle paso a cuerpos alegres y ágiles rumbo a
lo inalcanzable.
Desde allí, y desde hace años, ella había visto cómo partían los cruceros en verano,
rebosantes de turistas gordos y ruidosos que llegaban a su ciudad como
plagas a pasar el día, tomarse fotos ridículas en los edificios, saturar las alamedas
y las bases de las estatuas, para por la tarde abordar de nuevo esas ciudades
flotantes rumbo a nuevos destinos tan volátiles, impersonales y pasajeros
como el que ella habitaba. Allí mismo perdía a sus hijos, donde se alegró de
que tantos desconocidos por fin dejaran de saturar sus calles y su aire. En ese
punto, cualquier retrospectiva le confirmaría que las rutas del azar que termina
gobernándonos son mucho más caprichosas e imponentes que cualquier plan
humano. Quiso decírselo a Sergio, pero sus ideas tuvieron que enfocarse en las
palabras perplejas del guardia del puerto que les aseguraba que ningunos niños
con ningún pulpo habían pasado por allí.
—¿Pero no ve aquí mismo las marcas de las pisadas y del arrastre? ¿no ve cómo
los alambres han sido burlados? —dijo Adriana con tono amenazante.
—Sí, lo veo, señora. Pero por favor entienda que acabo de llegar. Mi compañero
no me informó nada. Además, los pulpos se camuflan, ¿no es así?
Los dejó cruzar con la condición de que firmaran el libro de proveedores y dejaran
un documento como garantía de que volvían a salir una vez resolvieran
su asunto. Como Adriana había salido sin cartera ni identificación alguna, el
guardia aceptó lo que Sergio le extendió al buen hombre para que esa misma
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tarde invitara a su señora a una cena en nombre de esta familia desesperada.
Las huellas llegaban hasta el borde del último muelle. Los pasos de los chicos
empezaban a distanciarse entre sí, como si hablaran de saltos cada vez más
entusiastas. No cabía duda: no habían sido forzados ni arrastrados. Así se lo
dijeron pocas horas después (ya resignados) al investigador que los entrevistó.
Casi al filo de la plataforma las huellas convergían en una sola línea. Las marcas
del pulpo dejaron de ser un viscoso trazo y parecieron también hablar de
huellas de brincos ágiles y seguros. No lo dijeron para el acta de apertura del
caso y tampoco se lo preguntaron a nadie, pero les hubiera gustado saber si
esos saltos, ágiles y múltiples, tan diestros fuera del agua como seguramente lo
serían dentro de ella, se debían a una ansiedad por servir nuevos incautos al mar
insaciable o a la alegría de cualquier transgresor que compartía con otros sus
propias aguas para una nueva oportunidad de la libertad y la transformación.


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