Seguiré tu estela en el aire

Camino Díaz Bello

Camino DíazLa señora Milagros no recuerda su edad, pero sí el olor que la albahaca prendida en el cabello de su madre desprendía mientras la amamantaba y el sabor a melocotón con vino de los besos prohibidos en las verbenas en honor a San Lorenzo.
No recuerda su nombre, pero sí siente familiares esas enormes montañas que a lo lejos invaden su salón los días claros.
La señora Milagros se mira al espejo y no se reconoce. Su pelo níveo y liso sujeto en un moño pequeño y frágil se sostiene por pura inercia, esa que tienen las cosas de este mundo cuando han vivido demasiado, que se vuelven quebradizas, como el ánimo, pero que siguen existiendo a pesar de todo.
Últimamente llora sin saber el motivo, como una explosión de una tormenta, sobre todo cuando recorre las fotografías del salón que han convertido en eternos los momentos felices de su vida, de los que se siente una extraña, una intrusa, una espectadora sin más, pero que le estrujan el corazón.
Su antigua imagen, esa joven de pelo castaño y abundante que sonríe en todas las fotos le inquieta, su cuerpo deforme no se corresponde con el de ella, pero la chica del color de las almendras le dice que es ella en un pasado tan remoto que no lo encuentra en los resquicios de la memoria, ese saco lleno de instantes que de pronto se ha agujereado. Le cuenta que tuvo tres hijos, que esos niños que revolotean en las imágenes como angelotes de una cúpula catedralicia, nacieron de su vientre, pero tampoco halla ese dato en el saco quebrado que solo posee ya ausencias.
La señora Milagros solo se siente segura cuando extiende su mirada hacia el horizonte en la ventana, esas agujas de color tierra siempre estuvieron allí ante sus ojos, con sus bolitos adornando la superficie y su final puntiagudo. Persiguen a Dios con su altura pero nunca lo alcanzan, como ella. Ese conjunto de plegarias a Dios en forma de templo le confirma que está en casa, en Huesca, en una ciudad chiquita pero llena de vida en la que todo el mundo es como de la familia.
Hoy la mujer de rasgos peregrinos llamada Caridad, la chica del color de las almendras, la ha aseado mientras tarareaba una canción desconocida que, según ella, es oriunda de una isla caribeña. Le ha contado qué harán durante la mañana, pasearán por el parque y verán las flores reverberar en el estanque. Le explicará de nuevo con paciencia qué personas pertenecen a su vida y qué función cumplen en ella, le contará con su acento meloso que ella no es de la familia, pero se afana más que nadie en hacerla sentir bien.
A la señora Milagros ya no le interesa lo que sucede a su alrededor, pues hace unos días una pequeña hada juguetona y risueña revolotea su rostro y lo explora. Apareció sin más, de la nada, un día de lluvia, atravesando el arcoíris que surgía gigante como la catedral en la ventana y se posó en su silla de ruedas mientras la ponía perdida de polvo de estrellas. Caridad la reprendió porque pensó que había comido galletas sin poner cuidado en donde caían las migajas.
Camino DíazAhora se ha posado en su hombro. Es tan pequeña que a ratos se pierde por entre las fotos y las estanterías. Le gusta detenerse en personajes bien vestidos y solemnes y se ríe de ellos a carcajadas. La señora Milagros se contagia y la acompaña en su risa alegre y provocativa y es cuando Caridad arruga el ceño y le dice que tiene que comportarse como se espera de una gran señora.
Señora… un concepto sin sentido.
Hoy la pequeña hada se ha puesto de puntillas para contarle un secreto. Su mundo está en las Antípodas de este, en un lugar más bello y armonioso al que envuelve un paraje verde lleno de plataneros de sombra y sauces llorones, donde todo el que hasta allí viaja encuentra su esencia y se libera, donde se vuelve a ser niño y a creer en la magia, donde no existen sillas ni cuerpos enfermos.
La pequeña brujilla traviesa le ha preguntado si quiere seguirla hasta allí y le ha prometido que la sujetara fuerte mientras inicien el vuelo, que una vez sobrepasen tres nubes volará con la misma facilidad que lo hace ella y con seguir su estela será suficiente, pero le ha recalcado que para emprender el viaje ha de desacoplarse sin miedo de la silla y ese olvido que la tienen atenazada.
Ella le ha contestado que sí, que seguirá su estela en el aire, pues se ha cansado de mirar desde una altura mediana y débil que ofrece la silla de ruedas y que la hace invisible incluso a los niños, esos seres que corretean a su altura y derrochan energía.
Las calles de Huesca ya no huelen a pino. Ni siquiera distingue ya los almendros en flor por entre los edificios y las tiendas abarrotadas de ropa. Se han empeñado en que todo huela a cemento. Nada de pisar tierra, nada de olor a pan ni de vecinas en la calle conversando sobre nada importante. Los olivos crecen en cautividad, a merced de las talas programadas porque es más útil construir edificios y enormes estacionamientos subterráneos donde dejar esos dinosaurios con motor y ruedas. Unos subterráneos que en cada excavación escupen restos de un pasado que a casi nadie importan.
Tampoco se distinguen ya en el horizonte esos pequeños montículos ocres que rodean la hoya.
La gente no es la misma. Otros rostros y otras vidas transitan a su lado sin necesidad de un capazo que las distraiga de sus quehaceres. Ojos esquivos que no se detienen a compadecer su estado, ajenos a la crueldad del paso del tiempo. No puede rebobinar en ese saco quebradizo que es su memoria pero intuye que todas esas personas son unas desconocidas. Pertenecen a otra dimensión, aun coincidiendo en el tiempo.
La pequeña hada ha empezado el paseo saltando de una cabeza a otra, divirtiéndose a costa de la ignorancia humana, les hace la burla sacando su lengua mínima con forma de trompeta y le asegura que todos tarde o temprano probaran los efectos de la silla de ruedas y de la soledad impuesta, que es cuestión de tiempo. Les agarra el cabello y se lo estira o se posa en sus narices y les hace cosquillas. Tiene la extraña virtud de leer en sus almas. Le cuenta que son grises y pequeñas, que viajan entre las costillas asfixiadas por el exceso de ambición y comodidades.
El Coso se ha convertido en un circuito de silencios y desdenes que le hieren. De pronto siente haber sobrevivido a una catástrofe mientras todo su mundo ha desaparecido. Se siente una fisgona en una distopía del futuro.
Lo único que le reconforta en esos paseos es contemplar a esas jóvenes bonitas que pasean en grupos sonriendo a la vida.
Caridad, con su sonrisa dulce y sincera, le ha anunciado que hoy irán a verla sus hijos. Hijo… una palabra vacía.
Caridad le cuenta que un hijo es una persona que ha nacido de su vientre, que ha criado y ha querido más que a nada en el mundo. Le muestra fotos de la joven de pelo castaño con bebés en el regazo y le parece una niña jugando a papás y mamás.
Cuando llegan al parque Caridad acciona el freno de su silla para que no pueda deslizarse, aunque ella está deseando huir, y le cuenta que en ese parque ella empujó el columpio para que su niño sintiera el vértigo del vaivén, el mismo que siente a ratos cuando esa maga traviesa le hace cosquillas en la nariz y le asegura que allá en su reino no existen las limitaciones porque solo se vive con el corazón.
La señora Milagros no recuerda lo que Caridad le cuenta de su estancia en aquel verde paraje lleno de risas y juegos, pero le gusta escuchar sus historias, tal vez las invente para hacerla feliz.
Camino DíazMientras tanto, desde su quietud admira el paisaje. Hileras de flores gigantes sacadas de algún cuento de Caridad se suceden unas a otras como excusa al exceso de cemento. Las dos pajaritas gigantes que la miran desde lejos se le antojan dos caballos alados que podrían transportarla si se aferrara bien a sus alas.

Se siente tranquila y esperanzada porque va a abandonar su silla de ruedas, en la que está anclada como los árboles a la tierra, y su anfiteatro de fotografías de un pasado olvidado. La juguetona hada se lo ha prometido. Se posa en su mano vieja y huesuda y bate las alas contenta. Un destello de luces y estrellas sale tras su movimiento. Le dice que hoy será el gran día. El mejor viaje de su vida. Ella asiente cansada y exhausta porque ya no es capaz de luchar contra el olvido.
Caridad ha puesto en marcha el regreso a casa y como siempre hace, la deja un instante en su particular panteón de la memoria ante la ventana mientras termina la faena que dejó a medias por la mañana. El hada aprovecha la ausencia de Caridad y la inunda de polvo de estrellas y la incita a levantarse sin miedo. Lo consigue, es capaz de encaramarse al alféizar sin ningún esfuerzo y se echa a volar tras la estela que va dejando su pequeña guía hacia el Paraíso.
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El policía se quita el guante azul de látex y lo tira desdeñoso en la papelera. Otra pregunta en el aire que nunca obtendrá una respuesta.
La mirada empapada de la chica cubana le impresiona.
—La señora no dijo nada, estaba contenta estas últimas semanas.
—Nadie anuncia que se va a suicidar si es su propósito de verdad.
“Todos estamos de paso”, piensa el policía mientras se enciende un cigarro en el portal. Un pequeño revoloteo de insecto, que intenta apartar a manotazos, rodea su rostro, pero lo esquiva con gracia. Si no fuera porque es imposible, diría que de sus alas sale un polvillo amarillento con purpurina.
Descarta ese dato por improbable, hace mucho tiempo que piensa en retirarse y comprar aquella caravana para viajar y ver mundo. Se ha cansado de remendar las desgracias ajenas y descuidar las suyas. No sabe por qué de pronto decide que aquel será el último suicidio que confirma.
Se despide de la chica con nombre de virtud y de los hijos de la anciana que ya se reparten la herencia.
Se marcha caminando entre pequeñas hileras de matojos que surgen despistados esquivando la acera sintiendo por primera vez que algo diferente le espera en otro lugar.


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